En la noche del
pasado viernes 19 la opinión pública de Occidente dejó de mirar hacia
Japón y dirigió la vista hacia Libia, donde comenzaron a caer los
misiles Tomahawk lanzados primero por Francia y después por Estados
Unidos y el Reino Unido. Canadá, Italia, Dinamarca y España se han unido
al ataque.
El pretexto es hacer cumplir la Resolución 1973 del Consejo
de Seguridad de las Naciones Unidas -aprobada el mismo día del ataque-
que autorizó a “tomar todas las medidas necesarias para proteger a los
civiles y a las áreas pobladas bajo amenaza de ataques” en Libia.
Libia
La “Gran Jamahiriya Árabe Libia Popular Socialista”,
como es su denominación oficial, está ubicada en el norte de África,
sobre el Mar Mediterráneo, y tiene fronteras con Túnez,
Argelia, Niger, Chad, Sudán y Egipto.
Su territorio es de aproximadamente 1,8 millones de
kilómetros cuadrados, equivalente a seis veces el de Italia, 2,5
veces el de Francia, el doble que el de España, apenas
menor que el de México.
El subsuelo de gran parte de este territorio está inundado de
petróleo: Libia posee los mayores yacimientos de África,
que representan el 3,3 por ciento de las reservas mundiales.
El
subsuelo de gran parte del territorio de Libia está inundado
de petróleo. El país posee los mayores yacimientos de
África, que representan el 3,3 por ciento de las reservas
mundiales. Sus reservas de gas natural de 1,5 billones de
metros cúbicos lo ubican en el puesto número 22 a nivel
mundial. |
Sus pozos producen 1,57 millones de barriles diarios, exporta
el 80 por ciento, una cantidad comparable a la despachada por
Venezuela, México o Kuwait y apenas menor que la de
Irak. Sus principales clientes son Europa (70 por ciento),
China y Estados Unidos.
Sus reservas de gas natural de 1,5 billones de metros cúbicos
lo ubican en el puesto número 22 a nivel mundial.
Es el país con mejor índice de desarrollo humano del
continente, la esperanza de vida más alta (74años) y tiene el mayor
PIB per cápita de África.
Su población de 6,5 millones de habitantes se quintuplicó en
los últimos 50 años.
Muamar Gadafi
El coronel Gadafi, llamado “Hermano Guía de la Gran
Revolución” por sus partidarios, lideró una revuelta militar que en 1969
derrocó al rey Idris I, entronizado en 1951 directamente por la
ONU al tiempo que le otorgó a Libia la independencia de
Italia que la ocupaba desde 1912.
Fue el primer país independiente de
África.
Después de asumir el poder, Gadafi y un grupo de
militares implantaron la Jamahiriya (República o Estado de las
masas), declaradamente socialista pero marcando su propio perfil en
relación a la Unión Soviética de entonces.
Desde hace 42 años Gadafi gobierna Libia con
mano de hierro, mezclando la promoción intensa de un culto a su
personalidad, la defensa de un islamismo abierto y de las tradiciones
culturales del país, la nacionalización de los recursos naturales y una
cierta estabilidad económica otorgada por los cuantiosos ingresos que
deja el petróleo.
Durante las décadas de los 70 y 80 Gadafi fue acusado
por Estados Unidos, Francia y el Reino
Unido de haber financiado y promovido diversos atentados
terroristas, particularmente de los que causaron la destrucción de dos
aviones civiles, uno en Europa y otro en África.
La comunidad internacional occidental sancionó a Libia
sometiéndola a un fuerte aislamiento mediante sanciones económicas y
políticas que provocaron el éxodo de las empresas occidentales
vinculadas a la petroquímica.
Curiosamente, las exportaciones de petróleo de Libia nunca fueron
interrumpidas.
En la década de los 80, durante la era Reagan,
Estados Unidos hizo varios intentos por derrocarlo, especialmente en
1986, cuando bombardeó el Palacio Presidencial en Trípoli, atentado en
el cual murió una hija adoptiva de Gadafi llamada Jana.
En 2003 Gadafi aceptó haber tenido responsabilidad en
los atentados contra los aviones y el Estado libio indemnizó fuertemente
a las víctimas. Este fue el inicio del retorno de Libia a la
comunidad internacional.
La posterior lucha planetaria contra el terrorismo, a la cual
Gadafi se sumó expresamente, terminó de reposicionar al país en
el concierto mundial.
Internamente Gadafi ha continuado desarrollando un
modelo autoritario, marcado por el nepotismo y con un sistema de poder
crecientemente monopolizado por un cerrado séquito de incondicionales,
entre ellos varios de sus hijos. Un régimen que en América Latina
pocos dudarían en calificarlo como una dictadura.
Algunos de los
intereses en juego
Salta a los ojos que la extraordinaria cantidad de petróleo
de alta calidad que subyace en Libia es un enorme bocado
apetecido por un Occidente en crisis económica y energéticamente
dependiente.
Salta a los ojos que la extraordinaria cantidad de petróleo
de alta calidad que subyace en Libia, es un enorme bocado
apetecido por un Occidente en crisis económica y
energéticamente dependiente. |
Pero además, para los países militarmente poderosos Gadafi
es un “enemigo perenne”, apenas bajado formalmente de rango por la
necesidad de sus reservas de hidrocarburo.
La Francia de Sarkozy, la Italia de
Berlusconi, Estados Unidos, el Reino Unido y
otros están lejos de olvidar la prédica en favor de la integración de
los países árabes Gadafi, propulsor de una frustrada Federación
de Países Árabes cuya semilla, finalmente, alumbraría la actual Unión
Africana de la cual el dictador libio fue ferviente promotor.
Parece claro que este grupo de países ha saltado sobre la
oportunidad de ajustar viejas cuentas, al tiempo que apoyar la
instalación en Libia de un gobierno más condescendiente con las
empresas y los intereses de una Europa asediada por la crisis
económica al igual que Estados Unidos.
La rebelión interna, a diferencia de las que se produjeron en
Túnez o en Egipto, no proviene de un estallido provocado
por la carestía o el desempleo, sino por el largo ostracismo del
gobierno y de instancias decisorias sufrido por diversos grupos y tribus
ajenos al coronel Gadafi, culpado por esa oposición de una
“excesiva” concentración de poder y de cercenar sus libertades políticas
y de expresión.
Una visión desde
América Latina
Nuestra experiencia política enseña que las libertades y la
democracia no se imponen con bombas, misiles y terrorismo, mucho menos
cuando esta violencia es ejercida por Estados poderosos que intervienen
en conflictos que se desarrollan en terceros países.
Las numerosas invasiones, agresiones e injerencias
extranjeras sufridas por todos los países latinoamericanos –todos, sin
excepción- siempre han resultado, antes bien, en menos democracia y
menos libertades, en aberrantes violaciones a los derechos humanos, en
genocidios históricos y contemporáneos, en más injusticia económica y
social.
Cuando en junio de 2009 el títere Roberto Micheletti
encabezó un golpe de Estado en Honduras que derrocó al entonces
presidente constitucional Manuel Zelaya Rosales, se levantó un
amplio coro de voces condenando la aventura, el experimento
político-militar de la ultraderecha continental.
A manera de respuesta, Barack Obama exclamó:
“¡Los mismos que antes nos decían ‘Gringos
go home’, hoy nos piden que intervengamos en Honduras!”.
Es posible que haya conseguido confundir a una parte de la
desprevenida opinión pública estadounidense, pero quedó claro que
Obama no pudo responder al reclamo latinoamericano de que,
obviamente, dejara de apoyar veladamente a los golpistas y utilizara su
poder diplomático y económico para ayudar a restablecer la democracia y
las libertades en Honduras.
La misma Europa que hoy bombardea Libia es la
que cierra los ojos, cómplice, ante la dictadura cívico-militar impuesta
por Estados Unidos en Honduras y encabezada por
Porfirio Lobo, el mismo que en las últimas elecciones legales en ese
país perdiera la carrera a la Presidencia ante el derrocado Zelaya
Rosales.
Los mismos derechos humanos que estos países guerreros dicen
defender en Libia, son los que están siendo sistemáticamente
arrasados en Honduras, donde se ejecuta un plan siniestro de
supresión de la oposición por la vía de la eliminación selectiva de los
y las activistas, la persecución sin tregua de dirigentes sindicales, la
derogación de toda legislación laboral que proteja los intereses de los
trabajadores y trabajadoras, la negación de los derechos adquiridos de
obreros y campesinos, la violación continuada de los derechos humanos,
la toma de todo un país como rehén por un pequeño puñado de ricos con
cuentas bancarias en Estados Unidos.
Por cada Tomahawk disparado sobre Libia,
miles de balas fueron y son disparadas en Honduras contra el pueblo
organizado en resistencia contra la dictadura.
La
doble moral del capitalismo imperialista no es realmente un
hecho nuevo. Su doble discurso y su saña a la hora de
defender los intereses de las corporaciones son bien
conocidos. |
El terrorismo de Estado practicado en el país centroamericano
encuentra una de sus expresiones más repugnantes en el conflicto por la
tierra que se desarrolla en la zona del Bajo Aguán, donde organizaciones
campesinas luchan por que sean respetados sus derechos documentalmente
consagrados a la tierra.
Allí, un grupo de terratenientes, liderado por Miguel
Facussé, mantiene comandos privados de pistoleros que asesinan y
persiguen a los campesinos organizados, expulsándolos de sus tierras
obtenidas tras años de lucha por la reforma agraria.
Los terratenientes ocuparon por la
fuerza esos campos y allí plantaron palma africana, materia prima para
la producción de
biodiesel, entre otras cosas.
Esta invasión se produjo y se mantiene a golpe de pistola,
con la complicidad de la Policía y los jueces locales, y del gobierno de
Porfirio Lobo que asegura impunidad para estos “asesinos amigos”,
que en su momento respaldaron decisivamente el golpe de Estado contra
Zelaya.
El agrocombustible hondureño manchado con sangre campesina
abastecerá los vehículos europeos y estadounidenses. Las guerras, las
muertes, las vidas dañadas para siempre, el atraso social y económico,
la condena a la ignorancia y el hambre ocurren lejos, allá, en ese
“amasijo” de tierritas salvajes americanas.
La doble moral del capitalismo imperialista no es realmente
un hecho nuevo. Su doble discurso y su saña a la hora de defender los
intereses de las corporaciones son bien conocidos. Pero pocas veces ha
quedado todo ello expuesto con tanta transparencia y de manera
simultánea: combatiente por los derechos humanos y las libertades
democráticas en Libia, tan ferviente que lanza ataques aéreos y
misiles, y al mismo tiempo cómplice y sustentador de una democradura
sangrienta como la de Honduras.
Al fin, quitando trajes finos, cuidados perfiles televisivos,
maquillajes publicitarios y medios de comunicación planetarios
cómplices, cuesta mucho encontrar las siete diferencias entre Gadafi
y el Mesías corporativizado que ordena estos ataques
“salvadores”.
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