La celebración del Primero
de Mayo comenzó en Estados Unidos con la lucha por lograr una jornada de
trabajo de ocho horas. Ahora se celebra en todo el mundo, y en cambio en
Estados Unidos pasa bastante desapercibida. Qué adecuado, pues, que este año
los trabajadores inmigrantes de todo el mundo hayan revivido ese día
marchando para defender su dignidad, dotando de energía a todo un movimiento
en pro de la justicia social. Marchan para dar visibilidad a sus ideas,
porque no tienen vocación ni de víctimas ni de simples peones, sino que
quieren ser los sujetos de su propia historia en este país.
No hay ningún ser humano ilegal. No dejemos que se apruebe
ninguna legislación que viole este principio fundamental. No
podemos crear una clase inferior permanente, explotada en
América que, como los esclavos, no tengan un camino que les
lleve a la ciudadanía. Este nuevo movimiento por la libertad
inmigrante es abrazado por afroamericanos y por el movimiento
por la paz y la justicia social. Poco a poco, esas manos que
recolectaban algodón se estrechan con las de los que cosechan
las lechugas, conectando barrios y guetos, campos y plantaciones |
Los nuevos inmigrantes
buscan aquello que precisamente ha hecho grande a Estados Unidos: tienen sed
de democracia y libertad, trabajo y seguridad para sus familias; luchan por
sus derechos de ciudadanía y para dejar atrás cualquier atisbo de represión
y pobreza. A los trabajadores de este país con salarios bajos --la mayoría
de ellos afroamericanos-- les preocupa que los empresarios estén utilizando
inmigrantes para desplazarles, para quitarles sus buenos empleos, para hacer
que los sueldos bajen y debilitar la organización del trabajo. Pero la
respuesta no es ir generando trabajadores pobres.
Es más bien elevar el salario mínimo
-congelado desde 1997-, promover la organización de sindicatos, una economía
con pleno empleo, y castigar a empresarios dados a explotar y a contratar
trabajadores de forma ilegal.
Parte de la ira contra los
inmigrantes procede de empleados que comprensiblemente sienten miedo al ver
que las tareas de manufactura se contratan en el extranjero, y que su lugar
está siendo reemplazado por trabajos mal pagados en el sector servicios.
Cada oleada de inmigrantes inspira odios y retórica contra la inmigración.
"Manadas de extranjeros ilegales", dicen, se cuelan por las fronteras para
robarles a los americanos sus trabajos. Ese grito ya se oyó a raíz del
peligro amarillo que desembocó en la ley de exclusión china de 1882. Iba
dirigida contra los inmigrantes irlandeses e italianos de finales de siglo
XIX, a los que describían como borrachos, violentos, perezosos y disolutos.
Los emigrantes afroamericanos del Sur eran insultados como esquiroles en The
White Worker (El trabajador blanco).
Ahora se dice que los
inmigrantes mexicanos y otros sin papeles representan una amenaza para los
afroamericanos y demás gente pobre, por no decir nada del peligro que dicen
que representa para todo ese estilo de vida americano. El odio lleva a la
violencia: hace unas semanas, el alcalde de Los Angeles, Antonio
Villaraigosa, y el subgobernador de California, Cruz Bustamante, recibían
amenazas de muerte. Y ya circula por internet un videojuego con el título de
"matar a mexicanos".
Los inmigrantes de
generaciones anteriores, incluidos los afroamericanos, deberían ver a los
nuevos trabajadores sin papeles como aliados, no como amenazas. Comparten
con los afroamericanos una historia de represión, de estar sujetos a un
trabajo deslomante, que encallecía el alma, cuando la alternativa era
simplemente no tener ningún trabajo.
A medida que cada oleada de
inmigrantes empieza a exigir salarios justos, derechos humanos o ciudadanía,
son denunciados como una amenaza al estilo de vida norteamericano. Salen
críticos que abogan por mandarnos de vuelta a África, a México o a China, o
por desplazarnos a reservas nativas aún más remotas, incluso a los que
llevamos viviendo aquí muchas generaciones. Pero cuando el ala derecha de la
Cámara consiguió forzar su última legislación antinmigración, por la que se
criminalizaba a 11 millones de personas que viven en América y a todos los
que les proporcionaran cualquier tipo de servicio, el insulto devino en
amenaza. ¿Criminales? En absoluto. Son nuestras madres, padres, tías y tíos.
¿Extranjeros ilegales? No. Son nuestros amigos, profesores, dirigentes
parroquiales, procuradores de la salud pública y propietarios de negocios.
Sean cuales fueren las diferencias que podamos tener, quedan empequeñecidas
por nuestra común lucha por la dignidad.
No hay ningún ser humano ilegal. No dejemos que se apruebe ninguna
legislación que viole este principio fundamental. No podemos crear una clase
inferior permanente, explotada en América que, como los esclavos, no tengan
un camino que les lleve a la ciudadanía. Este nuevo movimiento por la
libertad inmigrante es abrazado por afroamericanos y por el movimiento por
la paz y la justicia social.
Poco a poco, esas manos que recolectaban algodón se estrechan con las de los
que cosechan las lechugas, conectando barrios y guetos, campos y
plantaciones.
Tal y como lo
veo yo, su quejido "¡Sí, se puede!" es equivalente a aquella proclama que en
inglés rezaba "We shall overcome!".