Mientras la Jabulani*
y sus
peripecias en los campos de juego
sudafricanos acaparan la atención
del mundo, es bueno “ensanchar” un
poco “la pantalla” y mirar hacia ese
magnífico continente desde algunos
ángulos habitualmente menos
mediáticos que el fútbol, pero mucho
más permanentes.
África
es noticia casi siempre por guerras,
desastres, hambrunas, y durante
mucho tiempo el africanismo sostuvo
que la etnicidad era el motivo de
los conflictos en ese continente.
Aunque hay motivos para admitir la
existencia del nacionalismo étnico,
ninguna prueba confirmó esa tesis.
La conflictividad africana es el
resultado de una violencia política
que surge de la disputa por el poder
del Estado.
La violencia política es el modo más
frecuente de desestabilización. Se
la considera de “alta intensidad”
cuando se expresa por medio de
guerras civiles o de rebeliones
armadas. Y se la llama de “baja
intensidad” cuando se la utiliza
para expresar el descontento que
resulta de demandas sociales no
satisfechas: huelga de “ciudades
muertas”, boicots fiscales o
electorales, riñas o motines.
En el
África
negra la etnia representa un
concepto equivalente al de nación o
pueblo. Los tormentos de la trata de
esclavos, los problemas de la
colonización y de la poscolonización
no han cambiado en nada su
naturaleza.
La violencia religiosa es el
resultado de la introducción por la
fuerza de los cultos nacidos en
Medio
Oriente,
tanto por los árabes como por los
europeos en sus “misiones
civilizadoras”. Detrás de ese fondo
religioso se oculta la
reivindicación política de los
protagonistas.
Con excepción de “La guerra de las
piedras” (1998-2000) que opuso a
Etiopía
y
Eritrea,
las fronteras no representan la
causa principal de la conflictividad
africana. En las fronteras se
desarrollan los encuentros, las
bodas, los intercambios de bienes.
Porosas por definición, las
fronteras africanas no forman, como
en la historia europea, la línea que
marca las soberanías y cuyo franqueo
no autorizado puede determinar el
uso de la fuerza.
Fue el despedazamiento colonial lo
que dispersó a los pueblos, los
territorios, las culturas y las
identidades.
África
negra cuenta con tantos cristianos
como musulmanes. Y tras las
independencias, la competencia entre
religiones opera en el campo social
y hasta en los círculos políticos.
En 2005 el
África
subsahariana contaba con más de 371
millones de musulmanes, 304 millones
de cristianos y 37 millones de
practicantes de religiones
tradicionales, tanto vudú, en el
Golfo de
Guinea,
como usanzas africanas sincréticas u
otros cultos como es el caso del
movimiento armado congoleño Bunca
Día Kongo.
Desde principio del siglo XXI
Nigeria
sufre enfrentamientos religiosos que
han causado la muerte de miles de
personas. Observadores
estadounidenses consideran que entre
las amenazas más importantes que
podrían pesar sobre el planeta en
los próximos 15 años figura una
implosión religiosa de Nigeria,
dividida en partes iguales entre
musulmanes y cristianos. Y en 2050
este gigante africano podría
albergar a casi 300 millones de
habitantes.
Según el historiador
Phillipe
Jenkins,
Nigeria
podría convertirse en un súper
Estado musulmán, o escindirse en dos
o tres entidades con base en
cuestiones religiosas y étnicas.
Jenkins
concluye que “El destino religioso
de
Nigeria
podría ser un hecho político de
inmensa importancia durante este
nuevo siglo”.
En
África
hay un verdadero despertar bíblico.
Prueba de ello es el crecimiento del
cristianismo, cuyo número de
practicantes alcanzaba a 10 millones
al empezar el siglo XX, cantidad que
hoy se ha multiplicado 30 veces.
En el
África
subsahariana algunas
ONG
religiosas ya garantizan ente el 30
y el 70 por ciento de los cuidados
de la salud. En varios países los
movimientos evangélicos cuentan con
la confianza de los jefes de Estado.
Y algunas cofradías musulmanas
constituyen un aliado de peso en las
contiendas electorales.
Estas son algunas de las grandes
líneas del estado actual de los
asuntos en el continente africano. Y
ahora, que siga rodando el balón.