Ganó ante una cerrada oposición del 62% de los votantes, y el
38% de sufragios que obtuvo es su cifra
personal más baja desde que compite como
candidato.
Sólo el pacto con el caudillo liberal Arnoldo Alemán pudo
haberle dado esta posibilidad de ganar
con una minoría de votos, según la
reforma a la Constitución que ambos
acordaron en el año 2000.
Pero estas son las reglas del juego a
las que los demás candidatos se
sometieron, y según los organismos de
observación nacional e internacional los
votos parecen haber sido limpiamente
contados por el tribunal de elecciones
en manos del propio Ortega. Nadie puede
discutir la legitimidad de la elección
presidencial. Lo que el país debe
enfrentar ahora es el complejo dilema de
un jefe de estado que deberá gobernar
desde la minoría, y que desde ahora
despierta temor e incertidumbre. Y esos
temores e incertidumbres no afectan nada
más sus posibilidades de gobernar, sino
la estabilidad misma del país, que
depende de frágiles equilibrios
económicos.
Para empezar, Ortega se halla en la
necesidad apremiante de formar un
gobierno nacional, con gente de
distintos sectores políticos y sociales,
pues no hay otra manera de desvanecer
las desconfianzas, no sólo nacionales,
sino también internacionales respecto a
lo que su gobierno será capaz de hacer
en el futuro. Dada su imagen populista,
hay quienes temen que las políticas
económicas, que pasan por la disciplina
financiera, se verían distorsionadas por
el gasto social sin control, los
subsidios, y los créditos de pago dudoso
a los productores agrícolas. Y hay otros
que piensan, además, en el regreso de
las expropiaciones y en las tomas de
tierras.
El presidente electo parece estar
consciente de esas limitaciones, y
también de los riesgos que corre, que
ahora no son suyos, sino de todo el
país. Las banderas de la izquierda
combativa, guardadas durante la campaña
electoral, siguen sin ser izadas de
nuevo, y su discurso frente a los
banqueros y empresarios, con quienes ha
mantenido constantes reuniones, es
conciliador. Ha prometido que los
acuerdos con el Fondo Monetario
Internacional serán respetados, y lo
mismo el Tratado de Libre Comercio con
Estados Unidos, y ha invitado a los
inversionistas extranjeros a confiar en
que las reglas del juego no tendrán
variantes abruptas.
Todo esto ha hecho que, contra los
peores pronósticos, el clima del país
siga siendo, hasta ahora, de
tranquilidad. No se han reportado fugas
de dinero hacia el exterior, y las
actividades económicas y bancarias
continúan en su ritmo normal. Y nadie
parece estar deseando que ese clima se
trastorne, ni que sobrevenga ninguna
clase de inestabilidad, cuyos efectos no
podrían sino ser catastróficos para una
economía tan endeble, que depende en
mucho de la cooperación internacional.
Hay aún, sin embargo, un tema que no ha
sido completamente despejado, y es el
que se refiere a las relaciones de
Ortega con el gobierno de Estados
Unidos, que intervino abiertamente en su
contra en la campaña electoral. Gracias
principalmente a los buenos oficios del
presidente Carter, quien participó como
observador en las elecciones, las
declaraciones emitidas desde Washington
se han atemperado, y tampoco desde las
filas de Ortega se ha producido ningún
exabrupto. Son progresos, pero las
interferencias capaces de estimular
discrepancias, aparecen de manera
ominosa en el horizonte.
Tanto el presidente de Cuba, Fidel
Castro, como el de Venezuela, Hugo
Chávez, han saludado la victoria
sandinista como un triunfo contra el
imperialismo, una palabra que sigue
estando ausente, al menos en los últimos
meses, del vocabulario de Ortega. Y si
de observar buena conducta se trata, no
le será cómodo aparecer, como muchos
piensan que así será, formando parte del
eje de combate frontal contra Estados
Unidos que ya forman Cuba, Venezuela, y
de alguna manera Bolivia.
Las relaciones con Cuba tendrán
seguramente un carácter más que nada
político, y pocos serán capaces de
asustarse por eso, sobre todo hoy que la
guerra fría es un asunto lejano. Pero no
es lo mismo con la Venezuela de Chávez.
Ortega ha sido, por lo menos hasta antes
de la campaña electoral, partidario de
la Alternativa Bolivariana para la
América (ALBA), inventada por Chávez,
que busca abrir un espacio de
cooperación económica e intercambio
comercial entre los países
latinoamericanos, y que él mismo
presenta como incompatible con el libre
comercio con Estados Unidos.
Ortega deberá hilar muy fino para
conciliar el tratado comercial con
Estados Unidos, y la probable membresía
de Nicaragua en el ALBA. Está de por
medio el atractivo confite del petróleo
barato, que es lo que Chávez ya ha
ofrecido, y comenzó a enviar desde antes
para favorecer a Ortega en la campaña. Y
será sin duda un huésped frecuente en
Managua, incómodo pero necesario.
Aunque muchos no lo quieran, la suerte
de Nicaragua está ligada a la de Ortega
por los próximos cinco años. Y aún
aquellos que no quisieran verlo en la
presidencia, le están dando el beneficio
de la duda. Que pase de allí a disfrutar
el beneficio de la confianza, será un
asunto de los hechos.
Sergio Ramírez
Convenio La Insignia / Rel-UITA
14 de
noviembre de 2006