Santa Eugenia, el Pozo: Vallecas. Son nombres que para mí
tienen un valor especial; crecí con ellos, en calles que
entonces eran de chabolas blancas y hoy de torres de
ladrillo. Son los nombres del partido de fútbol con los
amigos, de los juegos, de los primeros amores, de la pobreza
por todas partes, de la ira que nace con la injusticia y de
la rabia que queda, así pasen los años, como un rumor
permanente que no se puede borrar, que no permite el
silencio. Pero también, y por encima de ninguna otra
consideración, es la escuela de la solidaridad y del
compromiso que llenaba nuestras vidas gracias al ejemplo de
tantos sindicalistas, militantes, vecinos e incluso
sacerdotes como José María Llanos, jesuita y comunista.
Mi barrio, San José, se encontraba en lo alto de un
promontorio desde el que se divisaba la ciudad. A veces nos
sentábamos en un descampado que ya no existe y
contemplábamos Madrid –o al menos, yo lo hacía– con el
intenso anhelo de cambiar las ratas, el barro, la exclusión
y los vertederos por el cielo de la Gran Vía y las
callejuelas de los Austrias. La puerta de aquel sueño era y
sigue siendo, por supuesto, Atocha; esa glorieta, plaza o
extensión indefinible que nunca asociamos a la calle del
mismo nombre sino a la vieja estación. En cierto sentido,
allí comenzaba el mundo. Y cuando crecimos, no hizo falta
que nadie nos explicara de dónde veníamos ni lo que podíamos
esperar: Atocha es la inmigración, Madrid en estado puro, un
caos diario de estudiantes, vendedores, trabajadores de
Alcalá, Guadalajara, Villaverde, viajeros del sur,
carteristas dispuestos a asaltar al turista que llega,
libreros en Moyano y despistados junto al Reina Sofía.
Espero que sepan disculpar el preámbulo, justificado no por
recuerdos y emociones tal vez sobrantes sino por la
necesidad de situar, en su ámbito preciso, la masacre. Que
los terroristas sabían perfectamente lo que hacían y que
sólo lamentarán no haber provocado una carnicería mayor, es
obvio; pero hay que subrayar que los lugares elegidos,
el dónde, son
tan poco casuales como
qué y cuándo: barrios obreros, muertes
indiscriminadas, penúltimo día de la campaña electoral.
A estas horas todavía no se ha confirmado la autoría de los
atentados, pero se trata de un factor que no oculta en modo
alguno la igualdad intrínseca de la barbarie, el idéntico
carácter del fascismo –por mucho que se presente bajo
distintas banderas– y el cinismo de los que facilitan y
justifican la muerte. Lo demás, su aspecto exterior, la
causa que enarbolan, es en esa medida irrelevante. Que los
Otegi y sus camisas pardas declaren lo que quieran en
Gara y
La Jornada, que
se cierren carpetas en los despachos donde se creó a Ben
Laden, que siga la conjura de necios en los púlpitos de
cierta prensa “alternativa” que todavía hoy, a pesar de los
hechos y contra toda razón, gasta ríos de tinta en
justificar a los verdugos y repetir de forma patética que
sus perros, esta vez, no han sido. ¿En qué se diferencia un
fascista de otro fascista? ¿En qué un asesino de otro? Si
creen que son preguntas retóricas o que se limitan a apelar
a la evidente inmoralidad de cualquier forma de terrorismo,
se equivocan. Tanto ETA como Al Qaeda son organizaciones que
encajan plenamente en lo que antes se denominaba terrorismo
“negro” en contraposición con otras formas de la misma
demencia. Haría mal quien se dejara confundir por los
objetivos que dicen perseguir y el lenguaje que utilizan,
aunque la mayoría de sus militantes crean –y lo creen, como
cree el torturador a su jefe– que luchan contra el
imperialismo yanqui o por una falsa y patética
Euskal Herria de
vascos puros.
Pero ya que a alguno parece preocuparle, busquemos
diferencias entre las dos viñetas. Y después, permítanme
unas palabras especialmente dirigidas a un sector de
personas, bienintencionadas en la mayoría de los casos, que
con su ignorancia de los hechos están ayudando a perpetuar
el baño de sangre en mi país:
Si los autores de los atentados en Madrid pertenecen al
ámbito o a la estructura de Al Qaeda, deténganse un momento
y vuelvan a valorar lo que comentaba antes: los detalles
principales son de carácter interior (lugares, fecha) y no
han sido elegidos a partir de ningún tipo de simbología
externa o asociada a grandes centros de poder (Torres
Gemelas). Bien al contrario, los terroristas optaron por la
red de cercanías de poblaciones y barrios de trabajadores
que son, no lo olviden, bastiones tradicionales del
movimiento obrero y de la izquierda. Para ser un simple
grupo de fundamentalistas, demostraron un curioso
conocimiento de la geografía económica de Madrid y una no
menos interesante intención de influir en las elecciones
generales de un país de segundo orden político que por otra
parte acumula dos factores muy conocidos en el mundo árabe:
ser el país que más se ha movilizado contra las invasiones
de Afganistán e Irak y el más solidario de Europa,
históricamente, con la causa palestina. Terrorismo negro
–decía–, e insisto. Y en la intencionalidad de fondo,
tampoco cabe excluir la posibilidad de que personas
relacionadas con el ámbito de ETA hayan decidido ampliar su
círculo de amigos.
La segunda opción, la autoría de la banda ultranacionalista
vasca, sólo le puede sorprender a los que siguen sin
enterarse de lo que ocurre en España. Por desgracia, ésta no
sería la primera vez que ETA atenta de forma indiscriminada
en mi país ni sería la primera vez que busca provocar el
mayor número de muertes, como bien recuerdan los familiares
y amigos de las víctimas de Hipercor. Incluso cabe añadir
que sus acciones se enmarcan en una estrategia menos
llamativa a corto plazo, pero más eficaz a medio y largo,
que se puede definir como una guerra de baja intensidad
dirigida precisamente a la población civil: una “limpieza
cultural” de los ciudadanos vascos críticos y de sus
representantes políticos, sindicales y académicos que se
apoya en una red de amenazas, extorsiones, persecuciones y
atentados de menor nivel. La barbarie de ETA no termina en
los mil muertos y decenas de miles de heridos. Su barbarie
muestra una virulencia aún mayor, si cabe, en el éxodo
provocado de un segmento muy amplio de la sociedad vasca y
en la extensión del miedo que la paraliza.
España no necesita que nadie venga a hablarle de terrorismo.
Mucho antes de los atentados del 11-S, antes del mundo que
se ha creado desde las embajadas de Estados Unidos e Israel
y de los juegos del FMI con naciones enteras, nosotros ya
poníamos los muertos. Uno de los recuerdos más intensos de
mi infancia fue el asesinato de un joven policía a escasos
metros de mi casa, cuando –huelga decirlo– el dictador ya
había fallecido y mi país había regresado a la senda
democrática destrozada en 1939. Los españoles vivimos desde
hace décadas bajo la amenaza del terrorismo y casi siempre,
hasta hace muy poco tiempo, hemos estado totalmente solos.
Como responsable de un periódico iberoamericano, que cree de
corazón y de pensamiento en la patria grande y sobre todo en
el viejo “patria es humanidad” de José Martí –gracias por
tus palabras, Guillermo– no puedo pasar por alto la
responsabilidad moral de sectores de la izquierda
latinoamericana que amparan y justifican a los asesinos y a
sus cómplices, que les prestan sus medios de comunicación,
sus estructuras organizativas, incluso su voz. Día tras día
debemos soportar, con indignación y asombro, el cúmulo de
despropósitos y barbaridades que vomitan esos finos
analistas y grandes conocedores de la realidad española. A
veces, están directamente manipulados por gentes de este
lado del Atlántico y se les ven tanto las cuerdas que más
que marionetas son caricaturas. A veces, casi siempre,
hablan por hablar. Pero a todos les deseo, sinceramente, que
no sufran nunca en sus países, en sus barrios y en sus
casas, la suerte de España.
Entre los lectores que hayan tenido la deferencia de llegar
hasta aquí, habrá pocos que no sean conscientes de la
ofensiva política y económica que sufre el mundo desde el
hundimiento de la URSS y la debacle de la izquierda; pero el
número será posiblemente inferior a la hora de discernir su
verdadero alcance. Despierten, dejen de caer en discursos
identitarios y nacionalismos de vía estrecha preparados a su
medida por los de siempre. No se trata sólo de destruir las
conquistas sociales allá donde se ganaron ni de robar
espacios para la usura y la explotación. Intentan destruir
el propio concepto de democracia, vaciándolo de contenido;
quieren desmontar el edificio del derecho y arrojarnos de
vuelta a una infancia histórica de Estados débiles, división
y tribus. ¿Por qué creen que el terrorismo de hoy se parece
tanto al antiguo terrorismo de la extrema derecha italiana?
¿Han llegado a pensar, en serio, que el imperio busca
petróleo cuando desestabiliza Oriente Próximo? ¿Quién ha
financiado el fundamentalismo islámico para eliminar a la
izquierda laica de los países musulmanes? Si amplían el
campo de visión, si empiezan a pensar como seres humanos y
ciudadanos de un mundo más amplio que sus pequeñas fronteras
nacionales y sus ombligos, verán que Al Qaeda y ETA son dos
piezas de la misma estrategia, en el mismo juego.
Mi país está de luto. Ni las notas de prensa ni los partes
ni la información que inunda los medios alcanzan a describir
el horror de una mañana de marzo que debía ser un día más.
Hablaba al principio de ira, de rabia, de compromiso, y a
ellos vuelvo a apelar para que los españoles sepamos
responder masivamente en las urnas el próximo domingo. Pero
suceda lo que suceda, queda el dolor, la solidaridad y la
fuerza de esta ciudad, Madrid, que no ha huido nunca, en
toda su historia y a diferencia de otras, ante ningún
enemigo. Y hoy, como ayer, no pasarán.