En Oslo, con un discurso que incluyó
pasajes que podrían ser
reivindicados por su predecesor
George Bush y lejos de lo que muchos
esperaban de él mismo, Barack Obama
desairó a quienes lo premiaron (a
cuenta y por supuestos futuros
méritos) con el Nobel de la Paz,
haciendo una reivindicación de la
guerra “justificada” (¿?).
En la misma ocasión, el presidente
norteamericano, que cada día se
parece más a sus antecesores salvo
por el color de su tez, dejó en
claro que por encima de todo es el
mandatario de la primera potencia
del mundo y –mientras ordenaba
enviar más fuerzas a Afganistán–
pretendió sacarse de encima el
adjetivo de cínico con el que sabía
que le apuntarían porque “hacer uso
de la fuerza es apenas reconocer la
historia y las imperfecciones del
hombre”.
Le faltó decir que para corregir el
rumbo de la historia y poner a raya
las imperfecciones está,
precisamente, el poder económico y
bélico de los Estados Unidos.
A su lado, Michelle, siempre tan
bien vestida, lo miraba con orgullo.
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