España
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¿Quién
comprará los juguetes?
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¿Quién
comprará los juguetes? Juan Francisco Martín Seco Por
Navidades, al menos antes, eran frecuentes las narraciones
sensibleras especialmente dirigidas a los niños para excitar
el sentido de la caridad. Cuentos, novelas o películas
incidían sobre parecidos temas. El niño pobre, casi siempre
huérfano, que nada tenía, y el rico, en cuya casa no faltaba
de nada. El vástago del banquero rodeado de juguetes por
todas partes, y el del portero que debía conformarse con
alguno usado cedido por algún vecino "altruista".
El otro día pudimos ver por televisión, no recuerdo en cuál,
un reportaje que hacía palidecer por anodino cualquiera de
estos cuentos. Y es que la realidad siempre supera a la
ficción, y en el proceso involutivo en que nos encontramos
va a ser verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor. El 65
por ciento de los juguetes que consumimos proviene de China,
donde, para fabricarlos, trabajan doce horas al día niños de
entre 12 y 14 años y por un dólar diario. La inmediatez de
la pantalla nos mostraba imágenes de esas enormes naves con
largas filas de pupitres en los que se sentaban cientos de
pequeños orientales. Daba la impresión de un colegio, sólo
que no estaban allí para estudiar sino para trabajar en
jornadas agotadoras. Los talleres son visitados, nos narraba
una voz en off, por los ejecutivos de las grandes empresas
del juguete que ya han reservado con enorme satisfacción y
deleite para su cuenta de resultados toda la producción del
próximo año. ¿Cómo no rememorar las circunstancias de las
factorías de la industria textil de la Inglaterra del siglo
XIX?
El cuento actual, nada de ficción, pura realidad, realiza
una contraposición mucho más brutal que los de antaño: nada
de hijos de porteros y banqueros, nada de huérfanos y
familias satisfechas; miles de niños chinos trabajando doce
horas diarias por un dólar para que sus homólogos del primer
mundo puedan recibir en estas fechas una multitud de
regalos, a los que, en muchas ocasiones, dejarán de prestar
atención a los pocos días. Es la globalización.
La llamada globalización económica, que algunos quieren
presentarnos como una necesidad ineludible, es tan sólo una
opción, la nueva forma que adopta en los momentos actuales
el sistema económico. Su diferencia con la etapa precedente
del sistema capitalista no radica tanto en las desigualdades
-en realidad éstas han estado siempre presentes a lo largo
de la historia de la humanidad- como en la total falta de
esperanza que el sistema transmite. En la etapa precedente,
fuesen cuales fuesen las condiciones de injusticia y
desigualdad, a los trabajadores se les prometía que, si la
economía crecía, mejorarían sus condiciones laborales y
sociales, y que irían participando poco a poco de la
prosperidad y del bienestar general; promesa que al menos en
los países desarrollados se ha venido cumpliendo, al margen
del juicio que cada uno tenga sobre el ritmo y la intensidad
con que este fenómeno se ha producido. Las jornadas
laborales se han reducido sustancialmente, los salarios a lo
largo de los años han incrementado su capacidad adquisitiva.
En mayor o menor medida, a los trabajadores se les ha ido
dotando de un sistema de seguridad social que les protegía
de la mayoría de las contingencias que pudieran acaecerles
en su vida. El sistema podía ser injusto, pero al menos
evolucionaba hacia situaciones de mayor progreso y equidad.
La nueva forma de capitalismo denominada globalización
invierte radicalmente los parámetros. El discurso es el
contrario. Para asegurar el crecimiento económico, los
trabajadores deben aceptar progresivamente peores
condiciones laborales, jornadas más largas de trabajo y
salarios más reducidos. Continuamente leemos en la prensa
que, bajo la amenaza de emigrar a otras latitudes más
propicias para el capital, grandes empresas fuerzan a sus
trabajadores a aceptar peores condiciones que las que regían
hasta el momento.
Una palabra se adueña del horizonte económico:
competitividad. Para ser competitivos, los trabajadores
españoles, franceses o alemanes deberán estar dispuestos a
todo tipo de sacrificios. Hasta hace poco sabíamos que los
salarios españoles eran bajos, pero aspirábamos a que
progresivamente se fuesen asimilando a los alemanes. Con la
globalización, la perspectiva se invierte y son los salarios
alemanes los que tendrán que irse aproximando a los de los
chinos si no quieren engrosar las filas de los parados.
Que nadie piense que el proceso implica una distribución
equitativa entre el primer mundo y los países
subdesarrollados. Los trabajadores de éstos tampoco saldrán
beneficiados, todo los contrario. Según las condiciones
laborales del primer mundo vayan deprimiéndose para evitar
la deslocalización, también se deprimirán aún más las del
tercer mundo para forzarla o al menos mantener el status
quo. Sólo el capital de uno u otro mundo saldrá beneficiado,
al menos a corto plazo, porque a largo plazo se adentrará en
la misma encrucijada en la que se encontró tiempo atrás, la
ley de bronce de los salarios. Y es que en realidad lo que
hoy llamamos globalización no es ni más ni menos que el
capitalismo salvaje y darvinista del siglo XIX.
La globalización no promete a los niños chinos gozar un día
del confort que disfrutan ahora los europeos. Pronostica más
bien que, si nada cambia y se mantiene la actual política,
serán los europeos los que terminen como los chinos. Pero
entonces, ¿quién comprará los juguetes?
Juan Francisco
Martín Seco
Estrella Digital
21 de diciembre de 2004
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