Importa tener presente los intereses y mecanismos del
capitalismo, por múltiples razones.
Ante todo porque la historia enseña
que ninguna clase renuncia
espontáneamente a sus privilegios.
Además, porque el debate y la lucha
de clases entre los sectores
privilegiados y los trabajadores se
libra en todo el mundo, y en
particular en América Latina.
Luce Fabbri,
una figura del anarquismo, enseña
que el fascismo y el nazismo no
fueron más que formas extremas de la
“contrarrevolución preventiva” que
las clases privilegiadas crearon
para detener el avance
revolucionario de las fuerzas
obreras.
Henri Claude
ha analizado cómo el mundo pasó,
ineludiblemente, de la crisis
económica a la guerra mundial,
confirmando a Jean Jaurés,
que observó que el capitalismo lleva
en su seno la guerra, como al rayo
la tormenta.
El 22 de octubre de 1929 –explica Henri Claude–
comenzó la crisis más grande
registrada desde el comienzo de la
era industrial. A partir de ese día
millones de dólares son lanzados al
mercado.
Algunas acciones pierden, en el día, la mitad de su valor. En
una semana, el valor total de las
acciones anotadas en Wall Street cae
en 57 mil millones de dólares.
El lucro es alcanzado por una parálisis fulminante. El signo
menos tiende a reemplazar al signo
más en la mayoría de los balances.
Las pérdidas netas de las sociedades anónimas llegan a 2.850
millones de dólares en 1931, a 5.200
millones en 1932 y a 2.110 millones
en 1933. Los beneficios de las
sociedades anónimas can en todos los
países.
Los agricultores sufren un panorama similar. La desaparición
del beneficio es la muerte
económica: la ruina de los
propietarios de la empresa y la
desocupación de los asalariados.
Entre 1929 y 1933 quiebran en
Estados Unidos 10 mil bancos.
Los propietarios deben pagar 6 por
ciento de intereses por tierras que
rinden sólo el equivalente a la
mitad de esa cantidad.
Las quiebras entrañan el cierre de las fábricas y el cierre
de las fábricas la desocupación.
En 1929 la industria estadounidense empleaba 8,8 millones de
trabajadores. En 1932 apenas 5,4
millones. La desaparición del lucro
provoca la detención progresiva de
toda la actividad económica. Los
salarios obreros caen y las
consecuencias del derrumbe del poder
económico de las masas golpean a
todas las ramas de la producción.
La crisis, al prolongarse, describe una espiral cuyo círculo
se restringe sin cesar. La caída del
lucro entraña la caída de los
ingresos y la disminución de las
ventas, esto arrastra nuevamente al
lucro y así se cierra el círculo.
La lucha por el lucro es la lucha de la burguesía por su
existencia como clase dirigente. La
defensa del beneficio tiene una
lógica que nada tiene que ver con la
lógica pura.
Si es absurdo que se queme trigo cuando millones de hombres
están subalimentados, que se
restrinja la fabricación de calzado
cuando millones están mal calzados o
andan descalzos, todas esas medidas
no dejan, por eso, de estar dictadas
por la necesidad de defender el
lucro y los intereses materiales
ligados a él.
La historia del mundo desde 1929 es la historia de los medios
puestos en acción por el capitalismo
para volver a hallar su beneficio
perdido.
Pero la crisis se extendió, y se hizo necesario intervenir
llevando socorro a las empresas en
dificultades El capitalismo no podía
dejar todo resuelto por el libre
juego de las fuerzas del mercado.
Era necesario intervenir, llevando
ayuda a las empresas en
dificultades. Sólo el Estado podía
acudir en su auxilio. En todas
partes se da el mismo proceso: los
industriales recurren a los bancos,
y estos al Estado.
Henri Claude
observa que “en todos los países
capitalistas el Estado practica una
política de subvenciones cuya
generosidad inusitada debería hacer
reflexionar a los que creen en la
neutralidad del Estado en materia
social”.
Los mismos gobiernos que antes no conseguían hallar algunos
millones que habrían salvado de la
miseria o del suicidio a los obreros
desocupados o a los ancianos
arruinados, hallaron como por
encanto millones para salvar a los
propietarios de los medios de
producción. La crisis del 29
inauguró un período más en la
historia del capitalismo: la del
capitalismo mendigo. Desde entonces,
la burguesía capitalista no existirá
más que de las limosnas directas o
indirectas del Estado.
Y el Estado presta sin inquietarse por saber cómo será
pagado ni si lo será alguna vez. Un
organismo creado para esos fines por
el gobierno estadounidense vierte
por sí sólo entre febrero de 1932 y
el 31 de marzo de 1933 una suma de
10.616 millones de dólares.
El Estado subvenciona los bancos, estén abiertos o cerrados,
compra acciones para hacer subir su
cotización, hace adelantos a los
ferrocarriles, a las compañías de
navegación marítima o aérea, a las
compañías de seguros, presta a la
industria, presta a los
agricultores. En todas partes
sustituye las deudas privadas con
altos intereses por deudas públicas
a bajo interés, según el mismo e
inmutable procedimiento que consiste
en salvar los beneficios
individuales socializando las
pérdidas.
Pero el Estado no podía limitarse a actuar de prestamista. No
bastaba adelantar dinero a las
empresas; era preciso además, que
ellas tuviesen la posibilidad de
vivir, es decir, de obtener
beneficios. No solamente había que
salvarlas del naufragio, era también
necesario asegurarles los medios de
existencia: los beneficios.
El lucro resulta de la diferencia entre el precio de costo de
una mercadería y su precio de venta.
La crisis había hecho bajar los
precios de venta por debajo de los
precios de costo. Por tanto, eran
posibles dos soluciones: volver a
llevar el precio de costo por debajo
del precio del mercado, o elevar el
precio de mercado por encima del
precio de costo.
La primera chocaba con la irreductibilidad de los precios de
costo. Quedaba la segunda. Pero,
¿cómo subir los precios? Estos
dependen de la cantidad de productos
ofrecidos en el mercado y del número
de clientes que se presentan a
comprar; están en función de la
oferta y la demanda.
Para subir los precios había que disminuir la cantidad de
artículos ofrecidos en el mercado o
provocar el crecimiento de la
clientela. El capitalismo, pues, va
a esforzarse por hacer subir los
precios bajando la cantidad de
productos ofrecidos en el mercado.
En el pensamiento de los
gobernantes, el alza de precios
provocada debía hacer reaparecer el
beneficio; la vuelta del beneficio
debía provocar a su vez la
reiniciación de la actividad, y ésta
más trabajo para los obreros,
disminuyendo los desocupados. La
industria volvería a encontrar sus
mercados y la crisis habría
terminado.
Cada Estado capitalista tenía un medio para disminuir la
oferta: cerrar el mercado nacional a
los productos extranjeros. A
mediados de 1929 se desencadena un
movimiento proteccionista sin
precedentes; hasta principios del 30
Estados Unidos elevó cerca de
900 tarifas de aduana.
Después de una política de grandes
obras que no ofrecían un mercado
suficientemente amplio, la situación
económica no mejoró. La producción
permanecía débil y la desocupación
era considerable. Para colocar la
producción era necesario un mercado
más rico. La política de armamentos
vino a complementar las grandes
obras públicas, y bien pronto se
comprobó que el único modo de ocupar
a un gran número de jóvenes era
meterlos en los cuarteles.
Era menos costoso mantener reclutas en los campos de
instrucción que dar auxilio a los
desocupados. Y fue necesaria nada
menos que la Segunda Guerra Mundial
para que la industria estadounidense
recuperara la actividad de 1929.
A partir de 1937 los armamentos se convirtieron en el soporte
(que tiende a ser único) de esa gran
actividad. El mercado creado por los
recursos destinados a armamentos se
convierte en el mercado más
importante de la industria en
general y de la industria pesada en
particular.
El sector destinado a la guerra se convertirá así en uno de
los mecanismos esenciales del
capitalismo. La guerra será la
prolongación lógica y necesaria de
la política armamentista, porque
será el único mercado para una
producción que no puede colocarse de
otro modo.