Al
priorizar la acumulación del capital
en detrimento de los derechos
humanos y del equilibrio ecológico
el capitalismo instaura en el
planeta una brutal desigualdad
social, además de promover la
devastación ambiental.
Hoy el 80 por ciento de la producción industrial del mundo es
absorbida por apenas el 20 por ciento de
la población, que vive en los países
ricos del hemisferio Norte. Los
Estados Unidos, que tienen sólo el 5
por ciento de la población mundial,
consumen el 30 por ciento de los
recursos del planeta.
El patrón de consumo de la sociedad
capitalista es insostenible y juega un
papel decisivo en el proceso de cambio
climático. Buena parte de ese consumo
está reservado a prácticas ostentatorias
de una reducida oligarquía. Según el
Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo, la suma de los ingresos de
las 500 personas más ricas del mundo
supera la de 416 millones de los más
pobres. ¡Un multimillonario gana más que
1 millón de personas!
Según la revista Forbes, que se dedica a radiografiar a los
dueños del mundo, esa gente suele pagar
160 mil dólares por un abrigo de piel,
3.480 por una docena de camisas de la
tienda londinense Turnbull&Asser, ó 241
mil en una noche en un centro nocturno
de strip tease, como hizo Robert
McCormick, presidente de la
Savvis, empresa que monitorea los
computadores de la bolsa de Nueva York.
Y puede comprar también el auto más caro
del mundo, un Bentley 728, que cuesta
1.200.000 dólares.
Los muros de los campos de concentración
del ingreso son demasiado altos para
permitir la entrada de la multitud de
excluidos. Pero son demasiado frágiles
como para impedir el riesgo de
implosión. Hay que buscar una
alternativa al actual modelo de
civilización. Y esa alternativa pasa
necesariamente por el cambio de valores,
y no sólo por el de mecanismos
económicos.
Si el mundo gira en torno a la economía,
y la economía gira en torno al mercado,
eso significa que éste, revestido de
carácter idolátrico, se mantiene por
encima de los derechos de las personas y
de los recursos de la Tierra. Se
presenta como un bien absoluto. Decide
la vida y la muerte de la naturaleza y
de la humanidad. De ese modo los fines
-la defensa de la vida en nuestro
planeta y la promoción de la felicidad
humana- quedan subordinados a la
acumulación privada de riquezas. No
importa que la riqueza de unos pocos
signifique la pobreza de muchos. Las
cifras de las cuentas bancarias son el
paradigma del mercado y no la dignidad
de las personas.
El principio supremo de la ciudadanía
mundial es el derecho de todos a la vida
y, como enfatiza Jesús, "vida en
plenitud" (Juan 10,10). ¿Cómo hacer eso
viable? Cualquier alternativa deberá
huir de los extremos que castigaron a
una parcela significativa de la
humanidad en el siglo 20: el libre
mercado y la planificación burocrática
centralizada. Ninguno de los dos
subordina la economía a los derechos del
ciudadano. El mercado merma las
oportunidades, concentrando la riqueza
en manos de pocos, y agrava el estado de
injusticia. La planificación
burocrática, aunque ejercida en nombre
del pueblo, de hecho excluye de las
decisiones y muchas veces restringe el
ejercicio de la libertad. Ambos son
incompatibles con el medio ambiente y
conducen al dramático proceso actual de
calentamiento global.
Para superar esa disyuntiva urge que la
lógica económica abandone el paradigma
de la acumulación privada, para
recuperar el del bien común y del
respeto a la naturaleza, de tal modo que
la ciudadanía se sobreponga al
consumismo, y los derechos sociales de
la mayoría a los privilegios
ostentatorios de la minoría.
El Foro Social Mundial es una luz que se
enciende al final del túnel, rescatando
la esperanza de tantos militantes de la
utopía que luchan contra un sistema que
imprime al pan valor de cambio, como
mercancía, y no valor de uso, como bien
indispensable para nuestra
supervivencia.
Repensar el socialismo supone no
identificarlo con el régimen derribado
por el muro de Berlín, así como la
historia de la Iglesia no se reduce a la
Inquisición. Si somos cristianos es
porque el Evangelio de Jesús encierra
determinados valores, como la naturaleza
sagrada de toda persona, que sirven
incluso de juicio condenatorio a lo que
representó la Inquisición.
Una propuesta alternativa de sociedad
debe partir de prácticas concretas, en
las que la economía política y la
ecología se ayuden. Una de las razones
de la brutal desigualdad social
imperante en Brasil (75,4 por
ciento de la riqueza nacional está en
manos de apenas el 10 por ciento de la
población, según datos del Ipea de mayo
2008) es la esquizofrenia neoliberal que
divorció la economía de la política, y
la política de lo social y lo ecológico.
La consolidación de la democracia y la
defensa de los ecosistemas en nuestro
país dependen ahora de la capacidad de
enfrentar esta cuestión prioritaria:
erradicar las desigualdades sociales.
Preservación ambiental y superación de
la miseria son inseparables.