América Latina nació para obedecer al
mercado mundial, cuando todavía el
mercado mundial no se llamaba así, y mal
que bien seguimos atados al deber de
obediencia.
Nuestros países se modernizan. Ahora el discurso oficial
manda honrar la deuda (aunque sea
deshonrosa), atraer inversiones (aunque
sean indignas) y entrar al mundo (aunque
sea por la puerta de servicio).¿Nos
seguimos creyendo los cuentos de
siempre?
América Latina nació para obedecer al mercado mundial, cuando
todavía el mercado mundial no se llamaba
así, y mal que bien seguimos atados al
deber de obediencia.
Esta triste rutina de los siglos empezó con el oro y la plata
y siguió con el azúcar, el tabaco, el
guano, el salitre, el cobre, el estaño,
el caucho, el cacao, la banana, el café,
el petróleo ¿Qué nos dejaron esos
esplendores? Nos dejaron sin herencia ni
querencia. Jardines convertidos en
desiertos, campos abandonados, montañas
agujereadas, aguas podridas, largas
caravanas de infelices condenados a la
muerte temprana, vacíos palacios donde
deambulan los fantasmas.
Ahora es el turno de la soja transgénica y de la celulosa. Y
otra vez se repite la historia de las
glorias fugaces, que al son de sus
trompetas nos anuncian desdichas largas.
¿Será mudo el pasado?
Nos negamos a escuchar las voces que nos advierten: los
sueños del mercado mundial son las
pesadillas de los países que a sus
caprichos se someten. Seguimos
aplaudiendo el secuestro de los bienes
naturales que Dios, o el diablo, nos ha
dado, y así trabajamos por nuestra
propia perdición y contribuimos al
exterminio de la poca naturaleza que
queda en este mundo.
Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos están
viviendo la fiebre de la soja
transgénica. Precios tentadores,
rendimientos multiplicados. Argentina
es, desde hace tiempo, el segundo
productor mundial de transgénicos,
después de Estados Unidos. En Brasil, el
gobierno de Lula ejecutó una de esas
piruetas que flaco favor hacen a la
democracia y dijo sí a la soja
transgénica, aunque su partido había
dicho no durante toda la campaña
electoral.
Esto es pan para hoy y hambre para mañana, como denuncian
algunos sindicatos rurales y
organizaciones ecologistas. Pero ya se
sabe que los paisanos ignorantes se
niegan a entender las ventajas del pasto
de plástico y de la vaca a motor, y que
los ecologistas son unos aguafiestas que
siempre escupen el asado.
Los abogados de los transgénicos afirman que no está probado
que perjudiquen la salud humana. En todo
caso, tampoco está probado que no la
perjudiquen. Y si tan inofensivos son,
¿por qué los fabricantes de soja
transgénica se niegan a aclarar, en los
envases, que venden lo que venden? ¿O
acaso la etiqueta de soja transgénica no
sería la mejor publicidad?
Y sí que hay evidencias de que estas invenciones del doctor
Frankenstein dañan la salud del suelo y
reducen la soberanía
nacional.¿Exportamos soja o exportamos
suelo? ¿Y acaso no quedamos atrapados en
las jaulas de Monsanto y otras grandes
empresas de cuyas semillas, herbicidas y
pesticidas pasamos a depender?
Tierras que producían de todo para el mercado local, ahora se
consagran a un solo producto para la
demanda extranjera. Me desarrollo hacia
fuera, y del adentro me olvido. El
monocultivo es una prisión, siempre lo
fue, y ahora, con los transgénicos,
mucho más. La diversidad, en cambio,
libera. La independencia se reduce al
himno y a la bandera si no se asienta en
la soberanía alimentaria. La
autodeterminación empieza por la boca.
Sólo la diversidad productiva puede
defendernos de los súbitos
derrumbamientos de precios que son
costumbre, mortífera costumbre, del
mercado mundial.
Las inmensas extensiones destinadas a la soja transgénica
están arrasando los bosques nativos y
expulsando a los campesinos pobres.
Pocos brazos ocupan estas explotaciones
altamente mecanizadas, que en cambio
exterminan los plantíos pequeños y las
huertas familiares con los venenos que
fumigan. Se multiplica el éxodo rural a
las grandes ciudades, donde se supone
que los expulsados van a consumir, si
los acompaña la suerte, lo que antes
producían. Es la agraria reforma: la
reforma agraria al revés.
La celulosa también se ha puesto de
moda, en varios países.
Uruguay, sin ir más lejos, está queriendo convertirse en un
centro mundial de producción de celulosa
para abastecer de materia prima barata a
lejanas fábricas de papel.
Se trata de monocultivos de exportación, en la más pura
tradición colonial: inmensas
plantaciones artificiales que dicen ser
bosques y se convierten en celulosa en
un proceso industrial que arroja
desechos químicos a los ríos y hace
irrespirable el aire.
Aquí empezaron siendo dos plantas enormes, una de las cuales
ya está a medio construir. Luego se
incorporó otro proyecto, y se habla de
otro y de otro más, mientras más y más
hectáreas se están destinando a la
fabricación de eucaliptos en serie. Las
grandes empresas internacionales nos han
descubierto en el mapa y se han brotado
de súbito amor por este Uruguay donde no
hay tecnología capaz de controlarlas, el
Estado les otorga subsidios y les evita
impuestos, los salarios son raquíticos y
los árboles brotan en un santiamén.
Todo indica que nuestro país chiquito no podrá soportar el
asfixiante abrazo de estos grandotes.
Como suele ocurrir, las bendiciones de
la naturaleza se convierten en
maldiciones de la historia. Nuestros
eucaliptos crecen 10 veces más rápido
que los de Finlandia, y esto se traduce
así: las plantaciones industriales serán
10 veces más devastadoras. Al ritmo de
explotación previsto, buena parte del
territorio nacional será exprimido hasta
la última gota de agua. Los gigantes
sedientos nos van a secar el suelo y el
subsuelo.
Trágica paradoja: éste ha sido el único lugar del mundo donde
se sometió a plebiscito la propiedad del
agua. Por abrumadora mayoría, los
uruguayos decidimos, en el año 2004, que
el agua sería de propiedad pública. ¿No
habrá manera de evitar este secuestro de
la voluntad popular?
La celulosa, hay que reconocerlo, se ha convertido en algo
así como una causa patriótica, y la
defensa de la naturaleza no despierta
entusiasmo. Y peor: en nuestro país,
enfermo de celulitis, algunas palabras
que no eran malas palabras, como
ecologista y ambientalista, se están
convirtiendo en insultos que crucifican
a los enemigos del progreso y a los
saboteadores del trabajo.
Se celebra la desgracia como si fuera una buena noticia. Más
vale morir de contaminación que morir de
hambre: muchos desocupados creen que no
hay más remedio que elegir entre dos
calamidades, y los vendedores de
ilusiones desembarcan ofreciendo miles y
miles de empleos. Pero una cosa es la
publicidad, y otra la realidad. El MST,
el movimiento de campesinos sin tierra,
ha difundido datos elocuentes, que no
sólo valen para Brasil: la celulosa
genera un empleo cada 185 hectáreas y la
agricultura familiar crea cinco empleos
por cada 10 hectáreas.
Las empresas prometen lo mejor. Trabajo a raudales,
millonarias inversiones, estrictos
controles, aire puro, agua limpia,
tierra intacta. Y uno se pregunta: ¿por
qué no instalan estas maravillas en
Punta del Este, para mejorar la calidad
de vida y estimular el turismo en
nuestro principal balneario?
Eduardo Galeano
Comfia
17 de agosto de 2006