"No
hemos hecho nada para librarnos del título de campeón
mundial de la
concentración de la renta. Otra deuda fue la de no haber
transformado Brasil en cantera para el debate de nuevas
ideas. No hemos dado un salto en la reforma agraria, no
hemos acabado con la violencia rural."
Recientemente, una joven turca, estudiante de Berkeley,
me contaba que en el año 2002 había que votar al Partido de
los Trabajadores brasileño. Sin conocer Brasil, era
partidaria de la elección de Lula. Como ella, millones de
jóvenes se mostraron partidarios de la elección de un
presidente de izquierdas en Brasil. Pasados 30 meses, los
miembros del PT estamos en deuda con esa juventud del mundo
entero, que soñó con la posibilidad de establecer una
alternativa al pensamiento único y a la globalización
neoliberal.
Esa deuda se deriva de otras muchas. La deuda mayor es con
los pobres brasileños. Brasil es un país dividido, dueño de
la mayor concentración de renta del mundo y de un modelo de
apartaçao, o apartheid social brasileño. El
Gobierno de Lula no ha presentado, en 30 meses, un programa
para abolir la exclusión social y hacer de Brasil una nación
integrada. Se trataba de algo perfectamente posible. Una
revolución educativa, un sistema fiscal y presupuestario
distributivo, un conjunto de leyes que incorporase a los
excluidos a los derechos de la ciudadanía habrían permitido
una revolución en el buen sentido. La renta del
sector público brasileño permitiría esas medidas sin
provocar rupturas en los pilares de la política económica.
Lula tenía credibilidad para pedir sacrificios a los
brasileños ricos, y argumentos para mostrar que se trataba
de un cambio positivo para todas las clases. Hemos perdido
la oportunidad de mostrar al mundo que es posible una
globalización sin exclusión. No hemos hecho nada para
librarnos del título de campeón mundial de la concentración
de la renta.
La idea de que la pobreza se resuelve mediante el mercado,
unida a las medidas asistenciales, ha impedido crear una
alternativa. La pobreza sigue viéndose como un asunto de la
economía privada, y no de las políticas públicas. Como
consecuencia, no hemos ofrecido opción alguna al modelo
económico heredado. Los límites financieros y económicos y
las restricciones impuestas por la realidad mundial impedían
ciertamente grandes cambios en el modelo económico. El
Gobierno de Lula se hizo cargo de una economía en crisis,
agravada por el temor internacional y nacional a las medidas
que pudiera tomar dicho Gobierno. Era preciso tranquilizar
al mercado, adquirir confianza, cambiar poco. Pero también
era preciso indicar que habría un cambio en el futuro. El
mundo lo esperaba del PT, como exigimos nosotros a los
gobiernos anteriores. Teníamos ideas y propuestas. No
teníamos derecho a seguir siendo lo mismo para siempre. Esa
continuidad es una deuda más.
Otra deuda fue la de no haber transformado Brasil en cantera
para el debate de nuevas ideas. Cuando estaba en la
oposición, el PT organizó el Foro Social Mundial; al llegar
al Gobierno se ensimismó en la arrogancia de que lo sabía
todo y de que el camino era no hacer nada nuevo, por falta
de alternativa. Dentro del PT, un bloque mayoritario asumió
el control, cercó a Lula con su aquiescencia e impidió el
debate interno. Los críticos fueron destituidos del
Gobierno, aislados y amenazados con la expulsión. El Brasil
de Lula se convirtió en un terreno sin debates. El
pensamiento único está más fuerte que antes, pues ha
desaparecido la crítica procedente del PT y de los
movimientos sociales, que han perdido voz y se han asustado.
La práctica del Gobierno desmoraliza las propuestas
alternativas y la oposición no precisa elaborar sus ideas,
porque ya las ha adoptado el Gobierno de Lula.
El miedo al debate y la arrogancia del poder han impedido al
Gobierno innovar democráticamente. El PT creó el presupuesto
participativo, pero su Gobierno no hizo un gesto para
democratizar la acción política. Al contrario, mantiene al
pueblo y a los cuadros del partido apartados de las
decisiones, controla las opiniones dentro del partido, abusa
de la manipulación publicitaria y, peor aún, ha permitido la
sospecha de la vergonzosa compra de votos a parlamentarios
de la oposición. El Gobierno de Lula y el PT están en deuda
por la falta de novedad en los instrumentos de la práctica
democrática, como habíamos hecho en los gobiernos estatales
y municipales que ocupamos, y como defendíamos para el
Gobierno federal. Sin democracia y sin transparencia,
estamos, para sorpresa general, en deuda debido a la imagen
de corrupción que están dando Gobierno y partido.
Independientemente de lo que concluyan las comisiones que
investigan las denuncias, el Gobierno no adoptó posturas
éticas en la vida pública, ni tampoco medidas para aumentar
la transparencia, la fiscalización y el castigo de desvíos
dentro de los gobiernos. Creyó que por ser petista estaría
libre de corrupción, así que prescindió de las medidas
preventivas. Perdió así la oportunidad de transformar
definitivamente la práctica política de Brasil. Y adquirió
una deuda adicional.
Sin ideales efervescentes y sin debate político, tampoco se
ha dado un tratamiento claro a los temas medioambientales.
Todos consideraban que el Gobierno de Lula demostraría al
mundo que somos capaces de cuidar la Amazonia, de combinar
crecimiento económico con protección medioambiental. Del
Brasil con un patrimonio amazónico y un gobierno de
izquierdas se esperaba la ejecución de un nuevo modelo de
desarrollo sostenible. En lugar de eso, tenemos que
disculparnos por la rapidez de la deforestación y de la
degradación ambiental; estamos en deuda con el mundo.
No hemos dado un salto en la reforma agraria, no hemos
acabado con la violencia rural. Brasil perpetúa la misma
estructura de la propiedad, agravada ahora por los
incentivos a la creación de las empresas agrarias, sin
control social (de las relaciones con la población local) o
ecológico (del impacto sobre el medio ambiente). Todas esas
deudas tienen una razón. La retórica del PT nunca se afirmó
como propuesta clara, alternativa, aglutinadora, en busca de
una nueva sociedad y de un futuro diferente para Brasil.
Nunca tuvimos una causa general; siempre fuimos un paraguas
de reivindicaciones sindicales y una tribuna de discursos
anticapitalistas. Cuando tuvimos que hacer concesiones para
llegar al Gobierno, no mantuvimos nuestros principios,
porque no teníamos unos objetivos claros. La falta de marco
ideológico se agravó con la arrogancia del núcleo que se
instaló en el poder; y con la postura de Lula, que actúa
como un presidente honorario unificador, y no como un líder
que dirige.
El PT llegó al poder sin una causa, sin un programa, sin
reciclarse como los partidos de izquierdas europeos antes de
llegar al poder, sin formular un programa de izquierdas. Tan
sólo teníamos el discurso, y para gobernar fue preciso
abandonarlo, sin tiempo para sustituirlo. No inventamos el
petismo. Ésa ha sido nuestra mayor deuda, y es la causa de
las demás.
Cristovam Buarque
*
Publicado en EL
PAIS de España
17 de agosto de 2005
* Senador del PT y catedrático de la
Universidad Federal de Brasilia.
|