Terminar con la
pobreza no es, en absoluto, ni sencillo ni rápido. Muchos
países pobres del Tercer Mundo que en décadas pasadas
recorrieron la senda del socialismo real, crearon
cuotas de mayor justicia en el reparto de su renta nacional
pero todavía no han podido superar esa lacra de la pobreza
en tanto fenómeno económico-social y cultural. De hecho,
funciona como círculo vicioso: la pobreza (que no es sólo
material: es una suma de carencias materiales y
espirituales) no permite el desarrollo integral, y sin él no
puede haber mejora en la calidad de vida. Si la educación,
la formación de capital humano, son la clave para superar la
pobreza, los sectores pobres son justamente los que menos
acceso tienen a esas posibilidades. Y donde con mayor
elocuencia se ve el fenómeno es en la niñez pobre.
La Organización
Internacional del Trabajo (OIT) señala que para el año 2002
a nivel mundial trabajaban alrededor de 352 millones de
niños. Del total, 246 millones participaban en formas de
trabajo infantil que deben erradicarse por ser altamente
peligrosas o entrañar explotación; además, 187 millones
tienen entre 5 y 14 años de edad. Por otro lado, 180
millones de niños ejercen las peores formas de trabajo
infantil, y al menos 8 millones realizan actividades de
prostitución o trabajo forzoso, incluidos en esta última
cifra aquellos que, sin ser trabajadores en sentido
estricto, participan en conflictos armados.
Un niño, niña o un
adolescente que trabajan constituyen un síntoma social;
hablan no sólo del presente de la comunidad a la que
pertenecen, sino también de su porvenir. El por qué un menor
trabaja está indisolublemente ligado a la situación de
pobreza. En cualquier país donde se da el fenómeno, siempre
hay que entender el mismo en la lógica de "ayuda" al
presupuesto familiar. En las áreas urbanas, según
estimaciones de la OIT igualmente, su trabajo puede aportar
entre un 20 y un 25 % del ingreso del hogar al que
pertenece. Y en áreas rurales, donde su trabajo no se
traduce monetariamente en forma directa, la ayuda es
inestimable porque sin ella -tanto en las faenas agrícolas
como en el ámbito doméstico- no se podrían sostener las
familias.
Por lo tanto, el
trabajo infantil llena una acuciante necesidad; eliminarlo
significa privar a una enorme cantidad de población adulta
de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida
irremediablemente en la indigencia total. Por lo que estamos
ante un complejo círculo vicioso: poblaciones
pobres-familias pobres-padres con pesadas cargas
familiares-niños que deben trabajar-niños que no acceden a
la educación formal-futuros adultos sin
capacitación-familias pobres-poblaciones pobres. Círculo,
entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?
Como dice la
Comisión Económica para América Latina (CEPAL): "Desactivar
los mecanismos de reproducción de la pobreza precisa de
políticas de inversión social que amplíen y potencien el
capital humano". Eso está claro; pero de no potenciarse el
capital humano, de no capacitarse en función de un
desarrollo humano integral y sostenible -como sucede con la
masa crítica de niños y niñas que a muy corta edad ya están
trabajando y no completarán sus estudios, ni siquiera los
primarios- no se ven entonces posibilidades reales de poder
superar la pobreza.
Un menor que
trabaja tiene hipotecado su futuro, y por lo tanto el de su
sociedad. La relación es inversamente proporcional: a mayor
cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de
estudio. Por tanto, el trabajo infantil puede salvar del
hambre aquí y ahora -como de hecho sucede- pero cercena a
futuro las posibilidades de desarrollo.
Por otro lado, el
trabajo infantil es cuestionable por otro cúmulo de razones.
Que un niño desarrolle determinadas tareas domésticas o
aprenda el oficio de sus padres, puede ser un gran
aliciente, tanto personal como colectivo. Es una forma de
contribuir a la socialización, de ir generando un espíritu
de responsabilidad, de solidaridad incluso. Pero el trabajo
al que nos referimos no es ése precisamente: se trata de
algo realizado en un clima de dependencia con todas las
cargas que sobrelleva un trabajador -cumplimiento de
horarios, exigencias, a veces una gran cuota de peligro- en
una edad en que ningún ser humano está preparado para ello,
aunque la urgencia de la vida lo fuerce a soportarlo. Es eso
lo que se denuncia como cuestionable; un menor que trabaja
pierde, además de sus estudios, la posibilidad de disfrutar
su infancia, de jugar, de la magia de ser niño; es decir:
sufre. Por decirlo de forma sencilla, la niñez es la
preparación para la edad adulta; por tanto, un niño debe ser
niño y no un adulto en pequeño.
Además, y
reforzando la historia de que el hilo se corta por el lado
más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve siempre,
comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor
precariedad. Muchas veces está invisibilizado como tal, y en
general no goza de prestaciones laborales ni derechos
específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado que
es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de
"pequeño" (prejuicio con el que deberíamos terminar alguna
vez), resulta más "fácil" para el empleador saltarse las
legislaciones.
Luchar contra el
trabajo infantil es luchar contra una grosera forma de
explotación. Está claro que la pobreza es un círculo
vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar
soluciones puntuales, aquí y ahora, que posibiliten comer
todos los días. Pero ahí está la cuestión; un niño
trabajador, al igual que un niño de la calle, un niño que
mendiga o que se droga, nos muestra que todavía falta
muchísimo por trabajar en pro de la justicia.