Cuentan los historiadores de la antigua Roma que,
refiriéndose a Herodes el Grande,
entonces rey de Judea, Julio César decía
que era más conveniente ser uno de sus
cerdos que uno de sus hijos. La tétrica
humorada tenía base en que Herodes había
diezmado su entorno asesinando a toda su
familia política, a dos de sus esposas y
a varios de sus hijos, sospechados de
conspirar contra su vida o su trono,
mientras que sus cerdos gozaban de una
larga vida beneficiados por la
prohibición religiosa de consumir su
carne.
Según la Biblia, pocos días después del nacimiento de Jesús
el poderoso Herodes ordenó matar a todos
los niños de la ciudad de Belén con
menos de dos años, pues se le había
informado que allí había nacido el
futuro rey de Israel.
La reciente masacre de Qaana, en el Líbano, y sobre todo la
indiferencia posterior del gobierno
israelí y la culpabilización de las
víctimas pregonada desde la mayoría de
los medios de comunicación de ese país,
remiten casi naturalmente a aquella
“Noche de los Inocentes” del año 1.
Herodes condenó a los niños de Belén por
haber nacido en el momento equivocado y
en el lugar equivocado. El actual
gobierno de Israel hace exactamente lo
mismo, y sus voceros disfrazados de
periodistas siembran la duda canalla de
que el edificio pudo haber sido volado
con los niños dentro por los propios
palestinos, ya que, según se empeñaba en
repetir hasta el asco una corresponsal
israelí para varias radios
internacionales, “la construcción se
derrumbó varias horas después de ser
bombardeada”. Esos cadáveres no se
enfriarán nunca. Y la continuidad de la
ofensiva augura y asegura más y mayores
hechos similares.
Lejos del estruendo de las bombas militares, de los
observadores de la ONU, de las cámaras y
los micrófonos de los medios globales,
millones de niños sufren otras
silenciosas amenazas de muerte. Algunas
de ellas se relacionan directamente con
la propia pobreza, como el hambre, las
enfermedades curables, los abusos, el
trabajo y la explotación infantiles, la
violencia urbana; otras se agregan a
esta condición, como por ejemplo ser
subrepticiamente utilizados como
conejillos de India por renombrados
laboratorios internacionales para
ensayar nuevas drogas, según se
descubrió recientemente en Perú. Pero
aun otras amenazas atraviesan
horizontalmente las clases o los
estratos socioeconómicos.
El uso indiscriminado de productos químicos en la agricultura
provoca contaminación del aire, del
agua, de la tierra y de los propios
alimentos que terminan llegando al plato
de nuestros niños. Los alimentos
industriales que se consumen masivamente
también contienen sustancias químicas
cuya acumulación y sinergia con las
otras provoca efectos completamente
desconocidos porque hasta ahora no han
sido investigados. O tal vez más
ignorados que desconocidos. Las
estadísticas de las entidades sanitarias
locales e internacionales recogen con
alborozo las cifras sobre curación del
cáncer, pero es mucho más difícil –si no
imposible- conocer la evolución de la
incidencia mundial de esa enfermedad en
los últimos 30 años. La lógica indica
que aún teniendo en cuenta el
crecimiento demográfico mundial,
proporcionalmente hay cada día más
enfermos de cáncer y de otros disturbios
sanitarios provocados por causas
“ambientales”, muchos de los cuales
conducirán a una muerte prematura.
Esta semana en Uruguay una fundación de “ayuda a los niños
con cáncer” realizó una suerte de
telemaratón en la cual durante horas se
fueron anunciando y sumando mini y macro
donaciones, todas revueltas y
entreveradas en una misma bolsa con
muchos títulos como “solidaridad”,
“sensibilidad”, “generosidad”, entre
otros. El pueblo, la gente común,
respondió al llamado como suele hacerlo:
con emoción y miedo. También colaboraron
con nombre y apellido muchas empresas de
plaza, y algunas transnacionales. Varias
de ellas son las mismas que fabrican y
comercializan los productos que provocan
cáncer en los mismos niños que después
reciben una segunda agresión: la caridad
del verdugo. La meta económica de la
telemaratón fue ampliamente superada,
sobretodo porque la corporación Philips
donó un resonador magnético “valor 600
mil euros” (aplausos rabiosos).
Es difícil que los aviones que atacaron Qaana, o las propias
bombas que destruyeron el edificio en
cuyo sótano se escondían los 37 niños
asesinados, no tuviesen algún componente
producido por esas transnacionales
“solidarias”, o podríamos decir:
“socialmente responsables”.
Con apenas un pequeño giro del calidoscopio todo se ve de
otra forma, pero la actualidad modelada
por el afán de lucro y de dominio
obnubila la mirada, falsea las pistas,
hace estruendo donde no pasa nada y
capta la atención para adormecerla y
matarla.
Vivo en una zona suburbana en la periferia del mundo, y casi
todas las tardes veo a una de las
gallinas de mi vecino pasar bajo mi
ventana, oronda y atenta, guiando a sus
polluelos atolondrados y saciados de
regreso a su gallinero. Ellos reciben de
“su comunidad” el respeto, la protección
y la dignidad que los humanos, en la
tradición de Herodes, no podemos
asegurarles a nuestros hijos.
Carlos Amorín
©
Rel-UITA
4
de agosto de 2006 |
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