En su “Historia Contemporánea de América Latina”, Tulio
Halperín sostiene que la
democratización de Latinoamérica
se dio de modo menos violento en el
extremo austral, es decir, en la
zona de Argentina y
Uruguay.
En Uruguay fue –sostiene– el desenlace de una compleja
evolución dentro del Partido
Colorado.
En los enfrentamientos de los partidos tradicionales a partir
de 1832 (en la batalla de
Carpintería), uno de los
contendientes, para distinguirse en
la pelea, tomó como divisa el blanco
de la bandera nacional. Como el
celeste tomado por sus adversarios,
expuesto a los rigores de la luz,
desteñía, el bando que había optado
por ese color lo sustituyó por el
colorado de la bayeta de los
ponchos.
Décadas después, en 1971, los partidos de la izquierda
(comunistas, socialistas y otros) se
unieron con sectores progresistas
desprendidos de los partidos
tradicionales y crearon el Frente
Amplio, que en poco tiempo se
transformó en el más importante del
país y actualmente está en el
gobierno.
En 1904 tuvo lugar en Uruguay la última y más
sangrienta de las guerras civiles.
Paralelamente, el país concretó
reformas legislativas que abrieron
un camino de modernización. La
intervención estatal en la economía
fue una característica de esa
experiencia uruguaya. Surgieron
entonces monopolios de seguros, por
ejemplo, complementando una
legislación aduanera proteccionista.
A partir de 1920 se impulsó la construcción de carreteras,
para liberar al país del monopolio
británico en ferrocarriles.
Para quitar riesgos a la división política se planteó la
posibilidad de un Poder Ejecutivo
colegiado que, aún desde una
posición subordinada, le permitiera
a la minoría blanca compartir el
poder.
El proyecto fue recogido a medias en la Constituyente de 1917
que propuso funciones de
administración para el Consejo de
Gobierno, reservando las funciones
políticas y militares para el
Presidente de la República.
Pero las bases del llamado “Uruguay batllista” eran
frágiles. En lo político se basaban
sobre todo en la figura de su
creador, José Batlle y Ordóñez;
pero éste, vencedor de los caudillos
era, él mismo, un caudillo. Y su
prestigio, según Halperín,
era personal hasta tal punto que
luego de su muerte el dilema de la
sucesión se planteó como un problema
dinástico.
La Primera Guerra
Mundial favoreció el clima económico
que permitió florecer al “Uruguay
batllista”. Y el país ofreció el
ejemplo de la más feliz
democratización política y
modernización social que se dio en
esa etapa latinoamericana. Por
comparación, las experiencias
chilena y argentina resultaron menos
logradas.
El proceso que se da en Uruguay tuvo consecuencias,
como la despoblación ganadera, a la
que se sumó la abundancia de
ocupantes ilegales de tierras y la
inseguridad permanente del medio
rural.
La Guerra Grande, las invasiones
riograndenses, la oposición entre
blancos y colorados entre caudillos
rurales y doctores urbanos marcan a
la campaña uruguaya de modo difícil
de borrar. La paz no vuelve, el
desorden continúa, y la riqueza
aumenta lentamente.
Surge un régimen parlamentario que pronto sucumbe ante las
consecuencias locales de la crisis
económica de 1873. Lo remplaza la
dictadura. Pero no la de un caudillo
rural sino la de un militar
profesional, Lorenzo Latorre,
que gobierna en nombre del Ejército
e impone, de hecho, un régimen de
trabajo obligatorio en las
estancias. Paralelamente, apoya un
sistema de enseñanza que encabeza un
opositor político: José Pedro
Varela.
Crecen las exportaciones, fundamentalmente de cueros y lanas.
Finalmente, en 1880 Latorre
abandona el gobierno, desde el cual
ha tomado severas medidas contra la
oposición política. El Uruguay
que deja es muy distinto al que
había encontrado al asumir el
gobierno. La disciplina militar ha
impuesto
–según Halperín– un
credo autoritario y progresista.