La triple humillación de Bush

Indudablemente resulta una humillación tremenda para la superpotencia que detenta, sin posible parangón, el mayor poderío militar del planeta, Estados Unidos, el tener el presidente que realmente tiene, pese a haber sido elegido, como es bien sabido, de forma poco clara y de lo más controvertida. Pero las cosas son lo que son.

 

Nadie habría llegado siquiera a imaginarse, ni aun los adversarios más acérrimos de la invasión de Iraq (y yo fui uno de ellos, como mis eventuales votantes en las pasadas elecciones europeas recordarán), que las consecuencias del desastre iban a ser tan graves tanto para Estados Unidos como para el orden mundial. Pero lo han sido. En segundo lugar, la perspectiva de unas elecciones en el horizonte (cada vez más inciertas) contribuye también a pesar en las actitudes y puntos de vista del iluminado George W. Bush.

 

Indudablemente, el presidente Bush no quiere perder las elecciones, cuestión que constituye, en la actualidad, cuestión preferente de su agenda. En realidad aspira a estar en condiciones de proseguir su obra de devastadoras consecuencias para la paz y el equilibrio del mundo; de ahí que esté dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para encontrar una solución, a corto plazo, a la desastrosa situación de Iraq –y también en Afganistán– a fin de evitar la creciente pérdida de vidas humanas y lograr la vuelta a casa –cuanto antes– de las tropas norteamericanas destacadas en Oriente Medio. Requisitos todos ellos imprescindibles para contar con alguna oportunidad de ganar las elecciones.

 

Los neoconservadores que aconsejaron a Bush lanzarse a la invasión de Iraq (Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Dick Cheney, Richard Perle, etcétera) se enfrentan diariamente a renovadas críticas de la opinión pública norteamericana ante el error colosal cometido y la evidente falta de preparación de las fuerzas armadas con relación al día siguiente de la previsible victoria militar. Ignoraban por completo la naturaleza del tejido social, religioso y político –el atolladero– adonde arrojaban a las tropas, lo que fue de una ligereza inconcebible y sin excusa posible.

 

En este momento, ante la desfavorable reacción de la opinión pública –impresionada todavía por la revelación de las torturas infligidas, como cosa habitual, en cárceles como Abu Ghraib y también Guantánamo– se ven obligados a dar marcha atrás, desfiguran los hechos u ofrecen pretextos y parecen prestos a todo, incluso a prescindir de sus sacrosantos principios de carácter político-religioso, con tal de tratar de no perder las elecciones presidenciales del próximo noviembre. Proclaman, reiteradamente, que “es menester hallar una salida”.

 

En este contexto desalentador, Bush se decidió a realizar un periplo por la vieja Europa para intentar atraer a los aliados tradicionales de Estados Unidos a sus puntos de vista, aliados cuyos consejos, por cierto, había desdeñado con tanta arrogancia. Naturalmente, el giro en cuestión –de una necesidad difícilmente cuestionable– había de empezar por las Naciones Unidas. Sin la legitimidad política conferida por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no cabía emprender iniciativa alguna. De ahí la laboriosa elaboración de la resolución 1546 que el Consejo de Seguridad acaba de aprobar, por unanimidad, con algunas cláusulas muy estrictas. Tal ha sido la porimera humillación de Bush: haberse inclinado ante Kofi Annan y haber desistido de su teoría de la guerra preventiva y de su famosa estrategia del unilateralismo estadounidense, ignorando a las Naciones Unidas. No obstante, ello no bastaba.

 

Era menester la bendición del Papa, cabeza visible de la Iglesia católica y representante en la tierra de una religión universal que repugna a los evangelistas ortodoxos (correligionarios y amigos de Bush). El Papa recibió a Bush en audiencia un apresurado cuarto de hora –extremo que resaltó la prensa– para recordarle (en un texto leído) su irreductible oposición a la guerra y a las torturas infligidas a los prisioneros, y su política favorable al diálogo ecuménico y a la paz. Tal fue la segunda humillación de Bush.

 

La tercera tuvo lugar en Normandía, con el pretexto de la celebración del sexuagésimo aniversario del heroico desembarco aliado (¡en el que perdieron la vida tantos norteamericanos por la libertad!) que señaló el principio del fin de la guerra, en Europa, contra los nazis. El presidente Chirac, el magnánimo, recibió a varios jefes de Estado y de Gobierno: Bush (¡por la América de Roosevelt y Eisenhower!), Blair (¡por el Reino Unido de Churchill!) y Putin (¡por la Rusia de Stalin!): los tres grandes de la primavera de 1944 que anunció el término de la Segunda Guerra Mundial. Pero también a Schröder (por la Alemania vencida). El acontecimiento rememoró el momento –de sufrimiento y heroísmo– del final de la guerra pero también la exaltación de la paz, la reconciliación entre los vencidos y los vencedores, el rechazo de las humillaciones y las torturas de las cámaras de gas y los campos de concentración de nefasta memoria. Tal fue la tercera humillación de Bush.

 

¿Se halla ahora expedita la senda de la victoria electoral en noviembre? No me parece que pueda afirmarse con certeza. Bush desacreditó a Estados Unidos en su calidad de país líder del mundo occidental. Con su política unilateralista (ahora abandonada) creó graves divisiones tanto en Europa como entre sus aliados, así como notables desconfianzas en el seno del mundo islámico. Alimentó el conflicto palestino-israelí que alcanzó, con Sharon, cimas exponenciales de violencia gratuita; y este conflicto, como es sabido, es la clave principal de la paz en Oriente Medio. Fomentó el terrorismo global y convirtió a Iraq en un excelente campo de instrucción de terroristas. Abandonó a África y a Latinoamérica a la deriva. Abrió la vía al fortalecimiento político-diplomático de dos grandes potencias mundiales: Rusia y China. Creó hondas divisiones en el seno del propio Estados Unidos y la Unión Europea.

 

Ahora Blair –perpetuo acólito aunque político de extrema ductilidad– le guiña el ojo a Zapatero (como antaño a Aznar... ahora olvidado) pero en vano. Propone que la OTAN se ocupe también de Iraq, aunque la oposición con que ha topado en el G-8 (siempre la misma confusión de organizaciones y legitimidades) no le permite ir tan lejos... En buena hora.

 

Porque, en orden al cumplimiento del calendario de la transición aprobado según la resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, todo depende del éxito del actual gobierno del presidente Ghazi Al Yauar y del primer ministro, Iyad Alaui. Cosa que, dadas las dosis de improvisación generalizada, dista de verse garantizada. Entre tanto, la violencia regresa a Falluja, víctima de tan grandes sacrificios. Y, por su parte, John Ashcroft el fiscal general, rehúsa dar a conocer los informes o instrucciones que, al más alto nivel, posibilitaron las torturas.

 

En estos momentos, a Bush las complicaciones le afloran bajo las plantas de los pies.

 

 

M. Soares*

La Vanguardia

COMFIA – CCOO

14 de junio de 2004

 * Presidente de Portugal entre 1986-1996

  

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