Un
nuevo comienzo para el Perú |
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El día 14 de mayo
falleció en Lima, en el Hospital de Neoplásicas, el filósofo
y educador Juan Abugattas. Abugattas fue uno de los
analistas políticos más importantes de los últimos años en
el Perú, consultor en temas de educación, miembro del grupo
de asesores principales de la Comisión de la Verdad,
ensayista de variada producción y excelente maestro
universitario. Éste es uno de sus últimos artículos, sobre
una de las cuestiones por las cuales apostaba: el humanismo.
Un mito muy extendido entre nosotros pretende justificar
nuestras limitaciones como comunidad señalando que somos un
"país joven" o, en todo caso, como decía Luis Alberto
Sánchez, "adolescente". Nada más falso. Las republicas
latinoamericanas, entre ellas la nuestra, se cuentan entre
las más antiguas del mundo. Haití acaba de cumplir
doscientos años de existencia, y los países sudamericanos ya
nos acercamos a esa fecha. Algunos de los países europeos
más exitosos han tenido una existencia mucho más corta como
repúblicas modernas. Tal es el caso de Italia y Alemania.
El problema pues no es de juventud, sino de diseño: nuestras
repúblicas y, en especial el Perú, no fueron bien
construidas; no, en todo caso, para facilitar el logro de
objetivos comunes a todos sus ciudadanos ni menos para
asegurarles un nivel de vida y unas expectativas de
felicidad razonables. Los datos básicos sobre pobreza,
marginación, desnutrición, muertes prematuras,
desigualdades, etc., muestran a todas luces que estos caso
doscientos años transcurridos han sido una aventura
fracasada, frustrada. La promesa de la vida peruana, de la
que hablaba Basadre, está lejos, muy lejos de cumplirse.
Una visión del Perú de esta índole plantea una agenda
política definida y una meta muy clara: ningún objetivo
menor a la reconstrucción del Perú como espacio político y
social acogedor, englobante, eficaz para el planteamiento y
el logro de tareas y sueños comunes es adecuado. El Perú
fundado en 1821 se ha agotado. Lo que se requiere es un
nuevo Perú, una nueva y vigorosa república, esta vez sí
verdaderamente democrática y realmente próspera. La cuestión
es cómo lograr eso en tiempos tan difíciles como estos de
globalización neoliberal y partiendo de las condiciones
desfavorables de las que los peruanos y latinoamericanos en
general debemos partir dadas las correlaciones de poder
absolutamente adversas que imperan.
En los últimos decenios hemos visto derrumbarse las recetas
que se imaginaron y que generaron entusiasmo en los dos
siglos pasados: el liberalismo, el populismo, el comunismo,
las diversas formas de los socialismos, sin duda las más
exitosas en términos de sus logros reales, pues construyeron
el Estado de Bienestar, se han mostrado insuficientes y, por
lo demás, ninguna de ellas ha funcionado en América Latina a
pesar de que todas han sido experimentadas.
El imperativo de la época es, en consecuencia, una demanda
de innovación, de apertura a la realidad y a las
experiencias, y de creatividad. Pero todo esto tiene una
condición previa: que los peruanos en verdad estemos
dispuestos a enfrentar colectivamente el futuro, como una
comunidad que acepta un reto y que se embarca en una
aventura histórica compartida con seriedad y entereza. Esta
decisión significaría, ella sola, superar nuestra mayor
traba para la acción concertada, la compensación del inmenso
déficit de solidaridad que nos ha afectado a través de toda
la historia.
Pocos países del planeta son tan poco solidarios como los
latinoamericanos. Pero el nuestro lo es especialmente. El
ideal deformado, maligno que se ha impuesto en el Perú es el
del "vivo", es decir, el del sujeto de solidaridad limitada,
que piensa principalmente en sí mismo y en su entorno
inmediato (parientes, cofrades, compadres) y que trata a
todos los demás con absoluto desdén y desprecio, casi como a
enemigos declarados. Esta iniquidad esta en la base de
nuestra moral pública y privada torcida y se refleja en
todos los aspectos de nuestras vidas. En la esfera de lo
familiar, con enormes cantidades de niños abandonados o no
reconocidos, en la esfera de los negocios, con prácticas
delictivas comúnmente aceptadas, en el campo de la política,
con niveles de corrupción extraordinariamente altos. Esta
misma falta de solidaridad es lo que ha determinado que la
inmensa mayoría de nuestra población esté excluida,
marginada, reducida a la miseria más abyecta. El racismo, el
desprecio por la variedad étnica y lingüística del país, el
no reconocimiento y la no valoración de las diferencias
culturales, que marcan la vida nacional, todo ello se
explica de esta manera.
La conclusión se impone entonces por sí misma: solamente una
opción humanista, una decisión de amarnos y respetarnos a
nosotros mismos y a nuestros compañeros de aventura,
aceptándolos como son y respetando sus peculiaridades, será
capaz de darnos visión y materia suficientes como para
construir una propuesta eficaz de reconstrucción y
reinvención del país. El humanismo aquí propuesto es el más
tradicional en Occidente. Se trata simplemente de adoptar
como punto de partida de toda acción colectiva y de toda
interrelación humana tres convicciones básicas: que los
seres humanos poseen dignidad intrínseca, es decir, que nada
hay más valioso que un ser humano sobre la tierra; que la
libertad es el bien más preciado en la vida de una persona
humana; que la búsqueda de la felicidad propia no solamente
no debe colisionar con la búsqueda similar que hagan otras
personas, sino que la suma de esfuerzos puede garantizar
mejores resultados que la confrontación o la enemistad.
El primero de estos principios o convicciones tiene una
fortaleza política inmensa. De hecho, descarta toda opción
como el comunismo o el neo-liberalismo, que consideran
aceptables los sacrificios de generaciones enteras de seres
humanos en aras de felicidades futuras o de promesas de
prosperidad a mediano o largo plazo. Si cada ser humano es
valioso en sí mismo, entonces, como decís el filósofo Kant,
ninguna puede ser sacrificado por otro, ninguno puede ser
usado como instrumento en beneficio de otro. Otra manera de
decir esto mismo es que el humanismo es incompatible con
cualquier limitación a la plena vigencia y al pleno respeto
a los derechos humanos.
El segundo principio invalida toda forma de organización
política que no sea absolutamente democrática y que no esté
basada en el derecho de cada persona de decidir sobre su
propia vida y cobre todo aquello que la afecte directamente.
Nada que limite la libertad de las personas es aceptable. El
único curso posible de la historia es, en consecuencia, el
que garantice una ampliación de los márgenes de libertad,
autonomía y autodeterminación de las personas.
El tercer principio es, en realidad, el que consagra la
solidaridad y la cooperación como las bases mismas del
tejido social y de las interacciones entre individuos y
grupos de individuos. El humanismo apuesta por la
cooperación, antes que por la competencia o el
enfrentamiento como la vía más eficaz para obtener
resultados positivos en cualquier proyecto de acción
colectiva.
¿Cómo se refleja esto en términos de propuestas políticas
concretas y en posiciones respecto de los temas más álgidos
del debate actual? Si de la acción política y de opciones
estratégicas se trata, el humanista obviamente no puede
escoger sino aquellas compatibles con la dignidad de las
personas y el respeto a los derechos humanos. Es decir,
ninguna opción violentista es aceptable para él. Esto no
significa que el humanista tenga que ser pacifista, pues hay
una caso en que el recurso a la violencia puede ser
legítimo, esto es, cuando se trata de legítima defensa o
cuando de por medio está la defensa de la democracia y de
las libertades. Al igual que la doctrina liberal clásica, el
humanista puede reivindicar el principio de insurgencia.
Pero es evidente que su opción preferencial ha de ser la
acción política enmarcada en los principios democráticos y
en la vías pacíficas de movilización, protesta y
resistencia. El humanista confía en la naturaleza humana,
está seguro que la vía de la persuasión, del debate libre y
alturado, de la búsqueda de consensos y acuerdos, de la
negociación franca y abierta, son los mecanismos más
adecuados para la administración política de la sociedad y
de los proyectos de acción colectivos.
Por ejemplo, ¿qué tipo de estado aceptaría un humanista y
qué funciones le perecerían legítimamente delegables por
parte del poder soberano del pueblo? Solamente un estado que
tenga como meta respetar y hacer respetar las libertades y
los derechos humanos y facilitar los proyectos de acción
colectivos, puede parecer legítimo y legitimable a un
humanista. El estado es concebido como un simple
instrumento, que sirve en la medida en que facilita la
acción de los individuos y que hace más fácil y potencia las
formas de cooperación interindividuales y colectivas.
El estado debe estar por ende permanentemente sujeto al
poder soberano del pueblo. Todos los ámbitos de su acción
entran en esta norma. La política, la economía, la defensa.
Nada es ajeno a los ciudadanos y a su poder de decisión en
un estado democrático humanista.
Este control ciudadano puede ejercerse de varias maneras. A
través de algún sistema de representación, pero también a
partir de mecanismos de control más directos, propios de la
democracia directa, especialmente en los niveles más
cercanos a la vida cotidiana. El humanismo demanda una
democracia integral y radical, pero a la vez eficiente. Es
decir, el humanismo no tiene por qué sacrificar la capacidad
de acción efectiva del estado a un democratismo extremo,
sino que busca un equilibrio permanente entre la legitimidad
democrática y la eficacia.
Pero a lo que no puede renunciar el humanismo democrático es
a la demanda de que toda decisión trascendental para el
conjunto de los ciudadanos o que comprometa el futuro
mediato de la sociedad y, por ende, a varias generaciones,
sea matera de consulta popular. Esto incluye temas como la
definición de la política de defensa, y por ende, los
niveles de compromiso en gastos militares, los cambios
jurídicos importantes, las decisiones económicas, como el
endeudamiento, que no son ni pueden ser tratadas como
materias puramente técnicas, debido a sus consecuencias, que
la historia reciente de la América Latina ha registrado tan
trágicamente.
En lo que atañe a la economía y al régimen económico y de
propiedad compatible con el humanismo la cosa es también muy
clara. No hay antagonismo entre la propiedad y la iniciativa
privadas y una opción humanista. Al contrario, incentivas el
esfuerzo individual, liberar las fuerzas creativas y
productivas de los individuos es una tarea típicamente
humanista. Lo único que debe cuidarse es que el desarrollo
individual sea compatible y ayude a empujar el desarrollo
colectivo. Las únicas actividades aconómicas no legítimas
son aquellas que perjudican claramente al conjunto o que
ponen en peligro en bienestar presente o futuro de la
comunidad. Ninguna actividad depredatoria, ninguna actividad
que implique la destrucción sistemática del habitat o del
medio ambiente, ninguna actividad que implique el
empobrecimiento o la baja de calidad de vida de las mayorías
es legítima. Pero lo son y deberían ser apoyas e
incentivadas todas aquellas que generen riqueza, trabajo y
bienestar. El estado democrático humanista, en este sentido,
puede caracterizarse como un estado impulsor, incentivador,
pero a la vez regulador y supervisor. El que se haga rico
dentro de la ley deberá ser premiado; el que pretenda
hacerlo contra la ley y el bienestar general, deberá ser
castigado.
Las políticas sociales del humanismo son evidentes y se
derivan de los principios arriba señalados. Ninguna persona,
menos aún los más débiles, pueden quedar desamparados,
ninguna persona debe padecer hambre, ninguno debe morir
prematuramente, ninguno debe permanecer en la ignorancia o
sin acceso a la educación. Los gastos prioritarios en un
estado humanista democrático están dirigidos garantizar que
nada de esto suceda. Cuando hablamos de derechos humanos,
por ende, desde un punto de vista humanista, estamos
hablando de los derechos sociales, políticos y económicos
reconocidos por los instrumentos relevantes de las Naciones
Unidas. Esta es una materia no negociable, pues al final de
cuentas la diferencia entre una sociedad humanista y una que
no lo sea es simplemente que en la primera no existe el
desamparo ni la posibilidad de chantajear ni manipular a
ninguna persona en función a sus carencias o al temor al
hambre y a la miseria. No hay libertad verdadera para el
desamparado o para el hambriento. La libertad tiene como
condición la equidad y la seguridad.
Ya hemos visto como en el caso nuestro la conformación de
una sociedad inclusiva demanda el reconocimiento y la
aceptación gozosa de nuestra riqueza humana y cultural como
una ventaja, como algo positivo y no como una rémora. Esto
trasciende la demanda de tolerancia. Tolerar es soportar.
Aquí se trata no se soportar o aguantar al otro, sino de
hermanarnos con el otro para construir una sociedad amable,
respetuosa y, por ello mismo, eficiente y capaz de
plantearse una aventura histórica de envergadura, capaz de
entusiasmar a nuestros jóvenes.
El llamado a participar en esta tarea debe ser universal. De
allí la importancia de superar para siempre las distorsiones
del centralismo. Ningún rincón del Perú puede volver a ser
ignorado. Ninguno de sus habitantes excluidos. Ese es el
significado político más profundo y real de la
regionalización y de la descentralización.
La pregunta es, ¿a qué convocamos los humanistas a los
jóvenes del Perú? La respuesta, si queremos vencer la
desconfianza, la falta de esperanza, el bajo nivel de las
expectativas, deberá ser a una aventura de creación
histórica inmensa, novedosa. Es menester por ello convencer
a los jóvenes que aquí y ahora, en este lugar hoy aislado,
pobre y débil del planeta, se puede forjar en no mucho
tiempo una sociedad libre, próspera, segura de sí,
entusiasta, comparable o mejor en calidad a cualquier otra
que exista en el mundo. Un proyecto de esta envergadura
implica sin embargo que veamos muy claramente la posición
del Perú en el mundo y en la América. En tiempos de
globalización no es posible apostar al aislamiento. Es
momento de alianzas, de suma de esfuerzos de convergencias.
¿Con quién debemos converger los peruanos en este momento?
La respuesta es obvia: sin enfrentarnos al resto del
planeta, lo claro es que nuestros aliados más cercanos son
los demás pueblos latinoamericanos y, en especial, los
sudamericanos. Con ello, salvo absurdos prejuicios, todo nos
une. Nuestro horizonte inmediato más eficaz de acción
política es la integración real, acelerada, con los demás
países de América del Sur, pero muy especialmente, con los
más afines a nosotros, Bolivia y Ecuador. Con ellos
podríamos plantear, más allá de absurdos y obsoletos
chauvinismos, una integración inmediata y efectiva que se
traduzca, por ejemplo, en una confederación. Esto mientras
avanzamos sin pausa en la integración con los demás pueblos
de nuestra América.
Como fácilmente se echa de ver, el humanismo es pues la
ideología más adecuada a la época y, seguramente, la más
revolucionaria, en el sentido que puede ser inspiradora y
guía de los cambios más profundos y positivos que son
posibles en las presentes circunstancias históricas. El
Perú, que es una de los territorios del planeta donde se han
realizado más experimentos políticos desde los albores de la
historia de la humanidad, puede por ello volver a ser
escenario de un experimento, de una gran aventura
emancipatoria, capaz de establecer una sociedad libre,
próspera y ejemplarmente respetuosa de la dignidad humana.
Juan Abugattas
Presentación: Rocío Silva Santisteban
Convenio La Insignia / Rel-UITA
17 de junio de 2005.
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