Nicaragua
Como un pasajero
cualquiera
Olof Palme y el
ejercicio de la política
Por Sergio Ramírez |
Olof
Palme vino a Nicaragua en 1984, hace ahora veinte años, una
fecha para recordar. Lo había conocido dos años atrás, en
una brillante y fría mañana de primavera, la mañana de un
primero de mayo, cuando se celebraba en las calles de
Estocolmo el día mundial de los trabajadores. Le acompañé en
el desfile que culminó con un mitin en una plaza colmada. Y
cuando le tocaba ya su turno de hablar, el del cierre,
mientras la multitud coreaba ¡Olaf! ¡Olaf! ¡Olaf!, lo
vi, en la culata de la tarima, -quitarse el abrigo,
ajustarse la chaqueta de franela, acicalarse la corbata- y
arreglar su cabello frente a un espejo de mano. Humilde
vanidad la suya, visible quizás solamente para los ojos de
un escritor convertido entonces, por la fuerza de la
necesidad, en dirigente de gobierno.
Fue uno de los tres
grandes del escenario europeo de la postguerra a quienes
tuve la fortuna de conocer durante mi carrera política. Olof
Palme, Willy Brandt y Bruno Kreisky. A Brandt, con quien me
relacioné de primero, debo mi fama de social demócrata,
cuando en los tiempos revueltos de la revolución de la que
me tocó ser protagonista, aquella no dejaba de ser una mala
fama frente a los recalcitrantes mitos ideológicos, ahora
calcinados.
En 1978, cuando a
la cabeza del Grupo de los Doce dejamos el generoso exilio
de Costa Rica para regresar a Nicaragua, en desafío de la
orden de prisión de la dictadura de la familia Somoza, -Brandt
me hizo llegar una carta de respaldo- para que la hiciéramos
pública, en busca seguramente de protegernos de alguna
manera, metiéndonos como íbamos a meternos dentro de la boca
misma del lobo. Y su imagen de rodillas frente al monumento
de los asesinados en el ghetto de Varsovia, mostró a toda
una generación, la mía, el valor inconmensurable del acto de
pedir perdón, cuando lo común eran los grandes
enfrentamientos en un mundo dividido.
Con Bruno Kreisky
me encontré no pocas veces en Viena, largas conversaciones
aleccionadoras en su oficina de primer ministro, o en su
apartamento, ya en la oposición, y la ultima vez por
teléfono, antes de su muerte, él desde Mallorca en su
retiro, cuando en ausencia suya llegué a recibir el premio
-a los derechos humanos que lleva su nombre- y que me había
sido otorgado
De la visita única
de Olor Palme a Nicaragua tengo también recuerdos que quizás
pueden parecer banales, insisto, menos a un escritor que
vela a todas horas las armas de su oficio, y que encontrará
sus mejores personajes entre aquellos que más detesta, o que
más admira.
Cuando bajó del
avión le esperaba al pie de la escalinata la alfombra roja
que habíamos heredado del régimen de Somoza junto con la
banda militar de música. Los músicos se habían desbandado
junto con el resto de los soldados y oficiales del ejército,
y tuvimos que buscarlos uno por uno en sus casas y
convencerlos de que volvieran, tan necesarios eran para las
ceremonias protocolares que entonces empezábamos a
improvisar. Entre los guerrilleros, no había filarmónicos.
Una alfombra roja,
una banda de música, una guardia de honor. Cuando revisaba
la tropa, no lo olvido, su paso no era marcial, ni su traje
el de un hombre de estado en visita oficial. Vestía una
sencilla guayabera, a la mejor usanza del trópico
inclemente, y bajo el brazo llevaba el periódico que
seguramente venia leyendo en el avión. Como un pasajero
cualquiera que al descender la escalerilla se encuentra con
toda una parafernalia de bienvenida, y se sorprende al
descubrir que todo aquello ha sido preparado en su homenaje.
Quienes a la edad
que entonces teníamos nos ejercitábamos en los usos y las
costumbres del poder, necesitábamos aprender lecciones de
sencillez. Nunca llegamos a aprenderlas todas, y algunos de
entre nosotros no aprendieron nunca una sola de ellas.
Regresar a la misma casa que se tenÍa antes, y no vivir para
siempre asediados por la lujuria del boato cortesano. Bajar
de un avión de la misma manera, sea que se ejerza como jefe
de estado, o como ciudadano común, que es también un honroso
oficio.
He recordado otras
veces el recado que nos envió con Pierre Schori, ya de
regreso en Estocolmo: "se están alejando del pueblo". Una
advertencia sabia. Una advertencia civil. Extraña para unos
lideres que conducían una revolución popular, la advertencia
de no alejarse del pueblo.
Las trampas del
poder, él lo sabía, eran muchas, y la más peligrosa entre
ellas, la de entregarse de manera recurrente a la
autocontemplación en el espejo del poder mismo, un rostro
solitario al que no acompaña ningún paisaje humano. Los
rostros de la multitud pueden seguir allí, como un telón de
fondo, pero ya no son reales. No es la humilde vanidad de
arreglarse el cabello en un espejo de mano antes de la
comparecencia en una tarima un primero de mayo, sino la
terrible vanidad de arreglarse las charreteras en un espejo
con moldura de oropeles.
Alejarse del pueblo
significó mas tarde que los valores éticos que una vez
fueron defendidos con ardor, resultaron olvidados, y peor,
mancillados. La democracia es en fin de cuentas un asunto de
rendición de cuentas.
Y qué cerca está la
sencillez de la decencia. Y que cerca también de la bala de
un fanático asesino, cuando aquel que baja de un avión como
un ciudadano cualquiera para enfrentar un pelotón de
ceremonias, cede a la sencilla tentación de irse una noche
al cine con su mujer, y tomar luego el metro hacia su casa.
Su casa de siempre.
Sergio Ramírez
Convenio: La Insignia - Rel-UITA
10 de marzo del 2004
|