Uruguay,

el imperio y el espionaje

 

Las oficinas especializadas de Estados Unidos actúan en numerosos países “en concepto de propietarios”. No ocultan siquiera sus acciones de espionaje. Pero ha sucedido que algunos de los contratados para esas tareas han revelado los entretelones de las mismas.

 

Con el transcurso del tiempo, por tanto, el periodismo está en condiciones de despejar la verdad sobre hechos realmente graves. Se han conocido así operativos sorprendentes para contratar y controlar planes de espionaje, así como el envío de especialistas para enseñar diversas formas de torturas.

 

Un hecho que tuvo gran repercusión en los medios de prensa de casi todo el mundo fue el ajusticiamiento por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros del asesor en torturas Dan Mitrione, italiano nacionalizado estadounidense, acusado de organizar ese tipo de tareas y, sobre todo, bajo la cobertura de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID, por sus siglas en inglés), de impartir “cursos de tortura” y de conducir los suplicios “demostrativos” por la frontera entre la vida y la muerte.

 

En sus “clases” Mitrione experimentó con marginados y prostitutas sin familiares que pudieran protestar. Y en esa “docencia” provocó varias muertes. Todos esos hechos se dieron en un marco de corrupción generalizada que escudaba el espionaje, la traición y las torturas tras pretextos como la “defensa de la democracia”,  “del mundo libre” o de “la civilización occidental y cristiana”.

 

En el libro “Pasaporte 11.333”, un funcionario cubano, Manuel Hevia Cosculluela, informa sobre un proceso de corrupción en el que participaron funcionarios de la embajada uruguaya en La Habana. Esos hechos, que se sucedieron de 1959 en adelante,  llegaron a tales límites que el encargado de negocios, Gualberto Urtiaga, llevaba una vida tan disipada que sus colegas de otros países prácticamente lo habían  excluido del trato social.

 

Los funcionarios de la embajada de Uruguay habían convertido el asilo en una industria. Cada asilo era cotizado en elevadas sumas. Cuatrocientos asilados, en su mayoría delincuentes y prostitutas, permanecían en una casa especialmente arrendada por Urtiaga, funcionario de Uruguay, al resultar insuficientes las dependencias de la embajada.

Uno de los funcionarios, Mario E. Saravia, y un empleado llamado Pepín, se dedicaban al contrabando de divisas y joyas y eran los proveedores de droga para los numerosos adictos asilados.

 

Los manejos de Urtiaga y otros diplomáticos perjudicaban también al Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay. Ellos tomaban en concesión propiedades de contrarrevolucionarios exiliados, o aún residentes en Cuba, que actuaban así con la esperanza de eludir la ley de reforma urbana. Hacían aparecer esas casas como alquiladas, guardándose para sí los imaginarios alquileres que hacían pagar a su Ministerio.

 

El gobierno uruguayo envió una misión integrada por tres militares: el teniente coronel Willie Purstcher, el capitán Carlos Salaberry y el teniente Danilo Micale¸ director general del Ministerio del Interior. Les acompañaban dos diplomáticos de carrera: Emilio Bonifacio y Carlos M, Romero, asesor letrado de la Cancillería. Su desempeño no fue nada amistoso hacia el gobierno cubano.

 

Antes de marcharse, Purtscher y Micale  le manifestaron a Cosculluela que si algún día resolvía marcharse de Cuba podría asilarse en la embajada de Uruguay; y Micale prometió que, en ese caso, podía conseguirle trabajo en Montevideo. Si decidía asilarse debía solicitarlo al capitán Salaberry que permanecería un tiempo más en La Habana, o en su defecto a Bonifacio, quien quedaría como segundo secretario de la embajada.

 

Le informó que para viajar se necesitaba visa de Estados Unidos, país de escala obligada, pero que los yanquis ponían condiciones para otorgársela, señalándole con toda crudeza (demostrando, en hechos, su actitud de servicio a Estados Unidos), que la CIA le haría llegar unos pliegos de papel en blanco, impregnados en una sustancia química que permitía disimular una escritura bajo otra. En esos pliegos debía escribir los datos que se le solicitaran; entre ellos debería aportar la lista de técnicos, de países socialistas y capitalistas, que se encontraban en Cuba, sus datos filiatorios, los organismos donde estaban ubicados y las funciones que realizaban. También tenían interés en conocer  los convenios de asistencia financiera, así como los futuros proyectos, los nombres de los técnicos de países capitalistas y de organismos internacionales que simpatizaban con Cuba y pensaban viajar a la isla, además de las prioridades que daba el gobierno cubano a las distintas necesidades técnicas y las especialidades que más escaseaban o que se consideraban críticas.

 

Si rechazaba la propuesta se le negaría la visa de entrada a Estados Unidos, y  obtener el visado de otro país era casi imposible. Los actos de intervención imperial se sucedían.

 

Antes de salir de Cuba, Micale, director general del Ministerio del Interior de Uuguay, recibió la visita informal de Flores, funcionario de la Sección Política de la embajada estadounidense en Uruguay, quien le solicitó, “como contribución a la lucha del mundo libre”, que indagara discretamente entre los funcionarios y técnicos cubanos con quienes debería relacionarse para conocer si estaban dispuestos a colaborar con los servicios de información yanquis o, en todo caso, a desertar de la revolución.

 

Pocos años antes, en 1954, se había registrado un hecho definitorio: la invasión a Guatemala, que demostró que cualquier gobierno progresista de América Latina  que quisiera meramente colocar a su país en el una posición independiente, tendría  que hacerlo no sólo a espaldas de Estados Unidos sino contra dicho país.

 

Los hechos demuestran que esa es la realidad insoslayable.

 

 

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

24 de octubre de 2008

 

 

 

 

 

 

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