La cultura contemporánea de
Estados Unidos proviene de una fuente insuperable: el parque de atracciones
Luna Park, que funcionaba desde el siglo diecinueve en Coney Island. Ni
Hollywood, ni Disneyland, ni Las Vegas, pueden explicarse sin aquella fuente
de ilusiones de la que habría de manar el gusto masivo por el espectáculo de
inmensos escenarios, y la atracción invencible por la representación, o
imitación, de toda suerte de catástrofes, terremotos, incendios,
inundaciones, bacilos mortales fuera de control, y meteoros que chocan
contra la Tierra.
Los inmigrantes
hispanos en Estados Unidos han representado, al mejor estilo de
Coney Island, un ensayo de desastre, en vivo y a todo color.
Decidieron desaparecer por un día, el primero de mayo. Quienes
han sido educados en el gusto por las catástrofes han visto la
puesta escénica en la que han participado millones en todo el
territorio. La conspiración de los invisibles. |
Phineas Taylor Barnum, el
rey del circo, que iba por el mundo buscando rarezas, desde sirenas
disecadas a enanos con voz de tenor, Walt Disney, que reprodujo las más
aventuradas fantasías a escala natural, Cecil B. de Mille, que convirtió los
episodios bíblicos representados por miles de extras en atracciones de
matinée, y Bugsy Siegel, que inventó en el desierto de Nevada un parque de
atracciones con juego y pecado incluidos, son los herederos directos de
Coney Island, y los padres de toda una civilización que se solaza en el amor
por lo falso, y en el miedo.
En Coney Island, por un
módico precio, el visitante podía presenciar el tornado del siglo movido por
ventiladores gigantes, que se llevaba por los aires un pueblo de Kansas con
todos sus habitantes, o la caída de un torrente de montaña sobre una aldea
minera, un millón de galones derramados y luego reciclados en un tanque
subterráneo de 250 mil pies cúbicos.
También estaba el
espectáculo bíblico llamado Luces y sombras. El que pagaba su boleto
vivía la experiencia de vagar por la laguna Estigia en la barca conducida
por Caronte, y escuchaba los alaridos de los condenados sujetos al tormento
eterno, hasta que la barca salía a plena luz y los magnavoces daban el aviso
de que todos los pasajeros de la barca habían resucitado en la gloria de
Dios.
Pero la atracción que
encuentro más singular era La cacería humana. Trescientos jinetes,
hombres y mujeres, aparecían al galope por la pradera persiguiendo entre
disparos de armas de fuego y gritos de muerte a un greaser
(mexicano), que huía desesperado por delante de la cabalgata, dando
traspiés. Por fin le daban caza lazándolo, lo arrastraban hasta una pila de
leña, lo amarraban a un poste, y lo hacían arder en la hoguera fingida.
De esa estirpe es la
película Vanilla Sky. Cuando David Aames, el joven multimillonario
que tiene el mundo en su mano sale a las calles de Nueva York, se encuentra
que no hay un alma a la vista. Todo está desierto. Camina asombrado hacia
Time Square, el lugar más bullicioso del mundo, y parece un cementerio. La
soledad del personaje se vuelve una hecatombe silenciosa. La máquina de la
civilización se ha detenido.
Un tema recurrente en esta
clase de cine que atrae siempre a millones a las salas de proyección, y que
tiene su marca de origen en Coney Island, es la propuesta del día después.
Ocurre la tragedia. Un meteoro ha chocado con la tierra. El casquete polar
ártico se ha disuelto, y las aguas suben hasta cubrir la estatua de la
libertad. Una guerra nuclear. ¿Y el día después? ¿Qué pasará el día después?
Los inmigrantes hispanos en
Estados Unidos han representado, al mejor estilo de Coney Island, un ensayo
de desastre, en vivo y a todo color. Decidieron desaparecer por un día, el
primero de mayo. Quienes han sido educados en el gusto por las catástrofes
han visto la puesta escénica en la que han participado millones en todo el
territorio. La conspiración de los invisibles.
Legiones de obreros en las
fábricas de piezas electrónicas en Silicon Valley, decenas de miles de
mujeres en las fábricas de prendas de vestir en Las Cruces, Mecánicos
automotrices en San Luis, operadores de sistemas de comunicación en Phoenix,
trabajadores claves de las líneas de ensamblaje de autos en San Antonio,
empleados y cajeros de banco en Chicago. Guardias de seguridad de los
grandes centros de compras en Atlanta, camareros de restaurantes en Newark,
cocineros en Orlando, despachadores de gasolina en Baltimore, maestros de
escuela en Los Ángeles, empleados de tiendas en Washington. Las estrellas
del beisbol. Las estrellas de la música pop. Todos desaparecidos por un día.
Primero estuvieron en las
calles día tras día, semana tras semana, llenando las avenidas y las plazas,
para que todos vieran que existen, que son reales, que son millones, y que
son necesarios. Y el primero de mayo se esfumaron, como en el peor de los
sueños.
¿Qué pasaría si no fuera un
ensayo sino la puesta en escena definitiva, y todos regresaran otra vez al
sur, de donde vinieron? Un tema favorito para quienes sienten esa atracción
fatal por la representación de las grandes catástrofes incubada en las
tramoyas y poleas de Coney Island y en la mente de los padres fundadores del
espectáculo a escala terrorífica.
¿Qué pasaría el día
después? Prueben a imaginar la catástrofe los consumidores del miedo y el
asombro; experiencia no les falta.
Sergio Ramirez
Convenio La Insignia / Rel-UITA
3 de mayo de 2006