La
realidad del mundo capitalista
actual confirma que la economía debe
estar al servicio de la gente y que
no puede surgir un mundo justo de la
llamada libre acción del mercado.
El último informe de Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano
describe una extrema polarización;
nunca estuvo más concentrada la
riqueza ni la pobreza más extendida:
358 personas disponen de más
ingresos que el 45 por ciento de los
6.000 millones, aproximadamente, que
forman la población humana.
El informe advierte que “de continuar las tendencias
actuales, las disparidades
económicas entre países
industrializados y países en
desarrollo ya no sólo serán
inequitativas sino que pasarán a ser
inhumanas”.
El avance tecnológico ha logrado que una sola bomba (similar
a las lanzadas sobre Hiroshima
o Nagasaki) pueda extinguir
300 mil vidas humanas. Pero, sin luz
deslumbrante ni hongo atómico, el
hambre y las desigualdades sociales
provocan, por año, un número de
muertes similar al que determinaría
el estallido de 50 bombas atómicas.
Ese hecho, las “Hiroshimas del
hambre”, no resultan tan
espectaculares. Son, como diría
Nerhu, “una cosa de horror lenta
y reptante”.
Pero ese crimen resulta insoslayable: cada año mueren -de
hambre o de enfermedades
directamente vinculadas al hambre y
la desnutrición- 15 millones de
niños.
En reuniones internacionales, los países industrializados
responsables de la organización de
la desigualdad, suelen hablar de "la
ayuda a los países pobres” y de una
"solidaridad", que su política
económica desmiente.
Hay casos en que ese “espíritu de ayuda” se ha revelado en su
verdadera dimensión. En 1970, por
ejemplo, en los fondos oceánicos,
que no pertenecen a propietario
alguno, apareció una riqueza
fabulosa, inexplicable: nódulos que
contienen metales cuya explotación
podría duplicar las reservas
mundiales de níquel, cuadruplicar
las de cobalto, doblar largamente
las de manganeso, aumentar casi 20
por ciento las de cobre.
El descubrimiento fue algo similar a un milagro. Y se declaró
que esa riqueza era patrimonio común
de la humanidad. Con ella se podría
ayudar a los países pobres sin tocar
en absoluto el bolsillo de los
ricos. Era posible hacer algo de
justicia sin incidir en la realidad
de las clases sociales.
De acuerdo a una Convención aprobada en la Asamblea de
Naciones Unidas por 135 votos a
favor y 2 en contra, esa fortuna
debía ser explotada en beneficio de
todos los pueblos, en especial de
los países en desarrollo.
Pero poco después Estados Unidos declaró que está “a
favor de la competencia y en contra
de la colectivización: a favor de
que todos tengan las mismas
oportunidades para enriquecerse y en
contra del reparto forzoso de la
riqueza; a favor de la libertad de
los mares, desde la superficie hasta
el fondo”. Estados Unidos
sostuvo que la explotación debía
concederse “al mejor postor”.
La realidad ha demostrado que “la mano invisible del
mercado”, como “la teoría de las
ventajas comparativas”, no mejora la
realidad sino que la depredan.
No lo entienden así los voceros del mundo unipolar. Para
ellos la actividad económica está
sometida a leyes naturales e
inevitables. Hacen de la libertad
económica una especie de dogma. Como
la mano invisible del mercado sería
la única que puede moldear la
felicidad humana, se busca
“restringir el obrar de las personas
y grupos económicos menos
favorecidos que intentan corregir
los efectos socialmente indeseables
del funcionamiento del mercado”,
como señala el profesor Héctor
Hugo Barbagelata en su libro:“El
particularismo en el derecho del
trabajo”.
Bernard Shaw
ha dicho que “el liberalismo
económico es, quizás, el peor de los
dogmas racionalistas que en el curso
de la historia humana han conducido,
a razonadores complacientes, a
defender y cometer villanías que
sublevarían a los criminales
profesionales”.
El pasado 5 de mayo se cumplieron 191 años del nacimiento de
Carlos Marx, uno de los
intelectuales cuyo pensamiento ha
influido más sobre las luchas
sociales libradas por la clase
obrera. El mundo actual revigoriza
la esencia de su pensamiento y llama
a revisitar sus análisis y
propuestas.