El 26 de junio de 1973, un Senado de la
República que actuó con ejemplar
dignidad, sesionó en dos oportunidades:
la segunda culminó ya el 27, día en que
comenzó la
“era militar”, una de las
etapas más sombrías de la
historia de la
República Oriental del Uruguay.
En esa primera sesión el senador Amílcar Vasconcellos
dio lectura a un expediente judicial
donde constaban gravísimas torturas a un
grupo de ciudadanos de Paysandú,
una ciudad al norte de Montevideo.
Atrocidades que en sí mismas definen.
Por ejemplo: a una profesora que se
quejó porque, a pesar de que estaba
embarazada la mantenían en un calabozo
húmedo, la trasladaron colocándola sobre
un hormiguero.
Por primera vez, ante una nueva denuncia de torturas, el
Senado aceptó formar una comisión
investigadora que, obviamente, no
alcanzó a reunirse.
Wilson Ferreira
denunció el golpe como “una revancha
histórica del Partido Colorado contra el
Partido Nacional”, porque ellos saben
que perdieron la elección, saben que son
menos “y están condenados a seguir
siendo cada vez menos”; “saben que ya no
existen como columna cívica”.
“A veces tengo la impresión -agregó en otro pasaje de su
discurso- que queda un solo batllista,
que es Amílcar Vasconcellos, que
cumple el triste papel de terminar
proporcionando sus votos con la vieja
invocación de los ideales de José
Batlle para quienes representan
la negación de todo lo que Batlle
significó en la vida del país”.
A las 0:25 del 27 de junio, con la entrada a sala del senador
Carminillo Mederos (del
Movimiento de Rocha-Partido Nacional) se
alcanzó el quórum para sesionar. Se le
concedió la palabra a Ferreira
Aldunate quien, con notoria emoción,
dijo: “En el día de hoy han venido
circulando insistentes rumores, ya casi
transformados en noticia. Estaría por
culminar un proceso que finalizaría con
la violación por José María
Bordaberry de su juramento
constitucional y con el asalto a las
instituciones y libertades públicas. Si
esto llegara a confirmarse, es corriente
decir que a Bordaberry y a sus
cómplices los juzgará la historia. Pero
antes de que ello suceda, éste, nuestro
pueblo oriental de hoy, va a exigirles
su responsabilidad. Si llega a
concretarse lo que se anuncia, el
Partido Nacional se considerará en
guerra contra Juan María Bordaberry,
enemigo del pueblo. Me permitirán que
con mi emoción más intensa, antes de
retirarme de sala, arroje al rostro del
autor de ese atentado, el nombre de su
más radical e irreconciliable enemigo
que, no lo duden, será el vengador de la
República: ¡Viva el Partido Nacional!”.
Al definirse categóricamente la posición del amplio sector
antigolpista del Partido Nacional, los
campos quedaron definidos. En el decreto
de disolución del Parlamento, el
entonces presidente Bordaberrry
-cuya posición absolutamente
reaccionaria hoy se conoce a partir de
sus propios escritos- prohibió “atribuir
propósitos dictatoriales al Poder
Ejecutivo”. El semanario Marcha publicó,
en primera página, el decreto (textual,
sin comentario alguno) con el título “No
es dictadura”, y fue clausurado.
En todo el país comenzó una huelga general organizada por la
Convención Nacional de Trabajadores (CNT).
El 30 de junio fueron clausuradas
diversas publicaciones y se impidió el
ingreso de la prensa extranjera. El 1 de
julio la Junta de Comandantes emplazó a
los trabajadores en huelga y al día
siguiente fue disuelta la CNT. El
Partido Nacional y el Frente Amplio
plantearon un recurso ante la Suprema
Corte de Justicia contra la disolución
de las Cámaras. El Partido Colorado se
negó a participar en esa acción
unitaria.
El 9 de julio se realizó una manifestación multitudinaria por
la principal avenida de Montevideo
que había sido hábilmente convocada por
un espacio radial de Ruben Castillo,
que reiteradamente leyó el poema “Llanto
por Ignacio Sánchez Mejías”, de
Federico García Lorca, que reitera
una y otra vez el verso “a las cinco en
punto de la tarde”.
Hubo una violenta represión y numerosos arrestos, entre ellos
el de los generales (r) Líber Seregni
y Víctor Licandro, y del coronel
Carlos Zufriategui. Al día
siguiente fue asesinado el estudiante
socialista y canillita* Walter Medina
cuando pintaba una leyenda reclamando
consulta popular.
El movimiento obrero desencadenó la huelga general y, a lo
largo de años, a pesar de las prisiones,
torturas y expulsión de muchos
militantes de sus lugares de trabajo, el
movimiento popular culminó su acción
determinando la soledad de las armas, y
todos los orientales terminaron
repudiando a los militares militaristas,
y exaltando cada vez más al Padre
Artigas -“que en nada parecía un
general”, según la descripción de
Larrañaga- y a los militares
artiguistas que han tomado partido por
la causa de los orientales.
Durante la larga etapa de la dictadura, más allá de las
decisiones oficiales, una gran cantidad
de uruguayos sentimos más que nunca la
esencia de lo oriental, lo
entrañablemente uruguayo. La solidaridad
contra el régimen militar soldó
amistades y nos enseñó a todos -más allá
de puntos de vista diversos- a admirar y
sentir como compañeros a personas y
personalidades que, como Wilson,
como Seregni, como Gerardo
Gatti y León Duarte, por
citar sólo a algunos de una larga lista,
coinciden en cosas esenciales como el
amor a esta tierra, a la que se puede
cantar, como Neruda a su Chile:
“Perdón si cuando quiero/ contar mi
vida/ es tierra lo que cuento/ Crece en
tu vida y crece/ Si se apaga en tu
sangre/ tú te apagas”.