Nicaragua
XXV
aniversario de la revolución sandinista
La
revolución que no fue (I) |
Una madrugada de comienzos de
este año, Manuel Salvador Monge, "El Chirizo", fue asesinado
a estocadas de bayoneta durante una riña de cantina en el
barrio de Monimbó, en Masaya. La víctima pasaba los
cincuenta años, y a la hora de su muerte discutía con el
hechor, un adolescente que ni siquiera lo conocía, acerca de
quién de los dos era más hombre, dice la crónica policial.
El adolescente ignoraba que había matado a uno de los
integrantes del comando que bajo la jefatura de Edén Pastora
tomó por asalto el Palacio Nacional en Managua, el 22 de
agosto de 1978, uno de los hechos decisivos en la caída de
la dictadura dinástica de la familia Somoza. Un héroe, pobre
toda su vida, y olvidado, había caído en un oscuro pleito de
borrachos.
Pero no sólo los héroes que
sobrevivieron a la lucha contra el último de los Somoza se
pierden hoy en el olvido. También los que cayeron
combatiendo entonces van siendo relegados, y sus nombres,
con los que al triunfo de la revolución fueron bautizados
barrios, hospitales, mercados, escuelas, pasan al destierro
o comparten glorias con los nombres que esos sitios tenían
bajo la dictadura. Amargas ironías. Un barrio de Managua,
que se llamaba Colonia Salvadorita en honor a la esposa del
primero de los Somoza, pasó a llamarse Colonia Cristián
Pérez, en homenaje a un mártir de la resistencia urbana
asesinado en Managua pocos meses antes de la victoria. Hoy
la colonia se conoce como Salvadorita-Cristián Pérez.
Un viajero que tras estos
veinticinco años regresara a Nicaragua, o viniera por
primera vez, habría de preguntarse si aquí hubo alguna vez
una revolución. No hay huellas visibles, a no ser por la
retórica, cada vez más confusa, del líder del Frente
Sandinista, Daniel Ortega, quien igual ataca con la misma
virulencia de antes al imperialismo norteamericano, y
felicita cumplidamente a Fidel Castro en su cumpleaños, que
propone a su antiguo adversario, el cardenal Miguel Obando y
Bravo, como candidato al Premio Nóbel de la Paz, mientras
sus diputados en la Asamblea Nacional tocan retirada a la
hora de discutirse una ley sobre el aborto, y fieles a la
nueva alianza con la jerarquía de la iglesia católica,
rechazan aún el aborto terapéutico en caso de violaciones de
menores.
¿Hubo alguna vez una revolución?
Nunca antes la riqueza ha estado peor repartida, ni han sido
tantos los pobres que arañan en los basureros de Acahualinca
sobrevolados por los zopilotes, o que recorren en bandadas
las vecindades de los semáforos en las calles de Managua
vendiendo de todo, desde animalitos expulsados de las selvas
que retroceden ante la inclemente depredación de las mafias
madereras, a bisuterías y artículos de contrabando, y que
cuando cae la noche regresan a las barriadas de casas
improvisadas con ripios y desechos de empaque, y que se
multiplican a diario, con lo que la ciudad, lejos de las
luces de los mágicos centros de compra, parece un enorme
campamento de damnificados.
¿Y los ideales? Desaparecidos
bajo un alud de desesperanza, de frustraciones, de confusión
ideológica, de retórica vacía, y, otra vez, de olvido. El
setenta por ciento de la población actual de Nicaragua no
pasa de los treinta años, con lo que la memoria que los
jóvenes tienen de la revolución es precaria; tampoco se
enseña mucho sobre ella en las escuelas, y los juicios de
quienes la vivieron siguen polarizados como antes. Un
amanecer radiante para unos, la noche oscura para otros,
según la frase acuñada por el Papa Juan Pablo II en su
segunda visita de 1996 a Nicaragua.
Desde el comienzo de los años
noventa, tras la derrota electoral del sandinismo, los
ideales de solidaridad y entrega a los más pobres y
necesitados pasaron a ser sustituida por el culto exacerbado
al individuo. El reino prometido es hoy para los jóvenes el
de las oportunidades personales, y la nueva filosofía sin
cuestionamiento dice que yo soy mi propio prójimo. Por
supuesto, el sálvese quien pueda campea hoy en América
Latina; pero sólo en Nicaragua hubo una revolución.
Y sólo Nicaragua proclamó con
terquedad en el continente su derecho de país pequeño a la
independencia política, lejos de la sombra tradicional de
los Estados Unidos, presente en la historia desde que
William Walker, el filibustero sureño, se proclamó
presidente del país a mediados del siglo XIX, un dominio que
tras repetidas intervenciones militares duró hasta el fin
del reinado de la familia Somoza. Esa defensa de la
soberanía, parte de los ideales de rescate de la nación,
llevó al extremo del enfrentamiento y la agresión durante la
era Reagan. Hoy, el sentido de soberanía parece disolverse
en obsequiosa complacencia, como en los peores tiempos, y
hay quienes piensan, otra vez, que el destino manifiesto de
Nicaragua es adelantarse a los deseos de Washington. El
envío de una pequeña tropa a Irak, una operación para la que
el gobierno tuvo que buscar su propio financiamiento, es un
ejemplo.
¿Y qué se hicieron las
transformaciones revolucionarias? La severa enemistad de
Reagan, que puso la máquina del imperio a trabajar en contra
de un pequeño país en rebeldía como si se tratara de una
potencia mundial, hizo que el gobierno sandinista tuviera
que concentrar todos sus esfuerzos en la guerra, y dejara en
el camino sus mejores ambiciones de transformación de la
sociedad. El lema de la Cruzada Nacional de Alfabetización,
"convirtiendo la oscurana en claridad", que logró unir en
1980 al país para que miles de jóvenes salieran por todo el
territorio a enseñar, daría paso luego a otro contrario:
"todo para los frentes de guerra". El empeño bélico consumió
recursos y disparó el gasto publico más allá de toda
posibilidad material, e hizo colapsar la precaria economía,
con graves consecuencias de desabastecimiento e inflación,
y, sobre todo, de inconformidad.
Hoy no sobrevive la
alfabetización, ni el ensueño de la educación popular que
llevaría a todos los estudiantes de la escuela primaria
hasta el cuarto grado. Los índices de analfabetismo han
retrocedido hasta niveles de ayer, y un millón de niños, la
mitad de la población de edad escolar, no tienen escuelas
adonde ir. En los hospitales públicos las carencias son
tales que los familiares de los pacientes tienen que aportar
el plasma, y hasta el hilo de sutura para las cirugías. Y de
la reforma agraria, que pretendió entregar la tierra a los
campesinos, sólo quedan escombros.
Sergio Ramírez
Convenio La Insignia / Rel-UITA
19 de julio de 2004
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