Haití
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Campesino casi esclavo,
casi libre
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Sedwàn Louis despertó a las 3:30 horas y comenzó a prepararse
para el trabajo en el campo. Se puso la ropa, buscó las
herramientas. Volvió en sí: ya no trabajaba más. Después de
26 años cortando caña de azúcar en Batahona, República
Dominicana, el campesino nacido en Haití, no consigue
desprenderse de la rutina del campo. No consigue dormir
hasta más tarde.
En la República Dominicana, era casi esclavo, casi libre. Es
así como Louis explica su rutina de 15 horas de trabajo por
día, recibiendo, en promedio, unos 40 pesos (cerca de dos
dólares) por la jornada. A veces, nada recibía. Dormía en
una casucha, con otros treinta campesinos. Se acostaban en
el piso, pues no había camas. Eran despertados, todas las
madrugadas, con latigazos y baldes de agua helada. Los
matones de los hacendados cambiaban los horarios en que
venían a despertarnos. Entonces, no teníamos como estar
listos.
En 2002, Louis fue expulsado de Batahona por policías
dominicanos. Dijeron que yo era ilegal, que no tenía
documentos y que tenía que volver a Haití. Él pensó que no
tendría como sobrevivir en su país natal, que había
abandonado a causa de la miseria y de la sequía. Pensó que
el motivo de la expulsión era su edad –45 años– y que el
patrón no lo quería más, pues podía contratar a alguien más
joven.
Encuentro familiar
Fue dejado en la frontera, en la región de la Selle, en el
sudoeste haitiano. No tenía a quien recurrir. Sólo le
restaba volver a Belle Fontaine, comuna donde nació, para
intentar encontrar algún familiar. Supo que su único hermano
había fallecido recientemente.
Caminó durante un mes. De favor, durmió en el huerto o en el
jardín de pequeños agricultores, en pueblitos por los cuales
pasaba. No tenía nada, salvo las ropas del cuerpo. Nunca
sobraba dinero. Tienen un mercado en la hacienda, en el cual
somos obligados a comprar. El precio es muy alto, y gastamos
todo allá. Hasta tenemos deudas. No tenía esposa, no tenía
hijos.
En Belle Fontaine, “bella fuente” en francés, encontró
miseria y sequía. Como esperaba. Golpeó a la puerta de
campesinos de la comuna, pidiendo informaciones. Uno de
ellos lo llevó a una casa donde encontraría personas de su
familia. Una sobrina nieta. Se presentó. Ella había oído
hablar de él. Dejó que me quedara, lo que me trajo mucha
felicidad.
La casa, sin ventanas, está hecha de piedras de calcáreo,
llamadas tifs. No tienen pintura. No tienen cemento. Dentro,
dos compartimentos. Sin baño, sin cocina. Una mesa. Dos
asientos. Trece personas. Para no incomodar, Louis improvisó
una choza de paja, del lado de afuera, donde duerme.
La historia de Louis tiene un final feliz, según él mismo.
Encontró su familia. Para 300 mil haitianos, el desenlace es
otro. Expulsados de haciendas en la República Dominicana,
donde trabajan, muchas veces por décadas, o hasta nacen, no
encuentran medios para sobrevivir en Haití.
Sin identidad
Son descartados por los empleadores que, muchas veces, los
mantenían bajo régimen de esclavitud, pero les daban un
mínimo de alimentos. Son personas que sufrieron algún tipo
de accidente y no consiguen seguir trabajando. Personas que
quedaron enfermas o son consideradas demasiado viejas. Son
descartadas y se coloca a alguien más joven y fuerte en su
lugar, explica Colette Lespinasse, de la entidad Grupo de
Apoyo a los Repatriados y Refugiados (GARR), que trabaja con
esos campesinos.
En Haití, los agricultores no tienen recursos ni contactos
para sobrevivir. Muchos se convierten en mendigos. Algunos
participan de cooperativas organizadas por el GARR. Otros
intentan, desesperadamente, volver a República Dominicana.
Muchos mueren. La violencia contra ellos se ejerce a todos
los niveles. No son aceptados en el país donde pasaron la
mayor parte de su vida, y no se adaptan a la vida en Haití.
Quedan sin identidad, comenta Colette.
Sin tierra, sin dinero, sin familia, sin identidad, sin país.
La mayoría de los trabajadores no tienen opción. Vagan y
sobreviven, solos, según la integrante del GARR.
En República Dominicana,
explotación
Huyendo de la sequía y de la miseria, cientos de miles de
campesinos y jóvenes abandonan Haití todos los años. Van en
búsqueda de comida, empleo, dinero. La mayoría toma el
camino de la vecina República Dominicana. Van a trabajar
como braceros, cortadores de caña de azúcar, aceptando
salarios más bajos que los trabajadores locales. Según un
estudio del Grupo de Apoyo a los Repatriados y Refugiados (GARR),
los haitianos representan el 83,4% de la mano de obra de los
cultivos dominicanos.
Cuando parten hacia las haciendas del país vecino, los
haitianos no saben cuánto van a recibir. Escuchan de los
buscones, empleados de los grandes propietarios dominicanos
y responsables del reclutamiento de trabajadores, que van a
volverse ricos. Es la desesperación, en el país más pobre de
las Américas, que lleva a los haitianos a creer todo lo que
le dicen. Fui un ingenuo, reconoce el campesino Aristomon
Jules. En 2004, abandonó su familia, en Belle Fontaine, en
el oeste de Haití, y fue a tentar la vida en República
Dominicana. Nuestro peor problema es el hambre. Decidí
partir y hacer cualquier cosa para no ver a mis hijos morir.
Cruzando la frontera
Jules pagó a uno de los buscones, que lo llevó a la frontera.
En el camión, vía las barreras policiales dominicanas, que
permitían el pasaje del vehículo, sin fiscalizar. Saludaban
con señas. Con él, en la parte de atrás, decenas de
trabajadores debajo de una manta, que les impedía respirar.
Casi me desmayé, pues éramos muchos, apretados unos contra
otros. Una persona no nos dejaba asomar la cabeza hacia
afuera, cuenta.
De acuerdo con Colette Lespinasse, del Grupo de Apoyo para
Repatriados y Refugiados, la travesía de la frontera es
realizada en forma ilegal, ya que los trabajadores no tienen
la documentación requerida por el Estado dominicano. No se
trata, sin embargo, de una travesía clandestina, pues el
fenómeno es algo generalizado y consentido por las
autoridades de los dos países, explica.
Jules recuerda que, al llegar a Batahona, en Republica
Dominicana, fue empujado hacia afuera del camión. Hombres
armados, que más tarde reconocería como funcionarios de la
hacienda, le ordenaron entrar en un galpón, una vivienda
rústica, donde iba a vivir. Estaba oscuro, entró.
Condición inhumana
Al día siguiente, fue despertado con un latigazo. Entraba en
la estadística del Grupo de Apoyo para Repatriados y
Refugiados, según la cual el 36% de los trabajadores
haitianos son azotados en las haciendas dominicanas. El
golpe le dejó una cicatriz permanente en la espalda. Sin
comer, sin beber agua, fue llevado hacia los cultivos.
Me dieron una herramienta, parecida a un cuchillo grande, más
largo tal vez, y me dijeron que comenzara a cortar. Dijeron
que no protestara y que no hablara, pues tenía suerte de
haber sido empleado, porque yo era un haitiano inútil, dice
Jules. El primer día, trabajó 17 horas. No le pagaron. Ni
recibiría pago por su servicio en toda la primera semana.
Dijeron que era una prueba, pero he ahí que no tenía qué
comer. Era para que nos endeudásemos en el mercado del
terrateniente, así tendrían algo en contra nuestra, una
deuda, y tendríamos que sentirnos obligados a trabajar,
explica. Ganando algo así como dos dólares por día, el
campesino aguantó dos meses. Huyó. Fue perseguido por
funcionarios de la hacienda. No lo encontraron. Tan pobre
como cuando se fue, volvió a Belle Fontaine. Y dice: Sólo
aprendí una cosa, ¡cómo duele la humillación!.
A pesar de la sequía, hay
esperanza
El lugar parece recubierto por un manto de polvareda. Belle
Fontaine, en el oeste de Haití, no tiene nada que ver con la
traducción de su nombre, “bella fuente” en francés. Es una
de las áreas más secas del país. En ella viven
aproximadamente cien mil personas, consideradas miserables
incluso hasta por los mismos haitianos, que son muy pobres,
analiza Marius Saint-Pierre, campesino de la región. Los
ríos, otrora grandes, desaparecieron, como resultado de la
devastación forestal, que tuvo comienzo en los años 60.
Para llegar a Belle Fontaine, es necesario caminar seis
horas. Los automóviles no suben las laderas. La población,
aislada, mira con curiosidad a todo extraño. Saluda. Ofrece
agua. Conversa. Las plantaciones, principal fuente de renta
y comida, son de cactus. Única vegetación que crece en el
suelo seco de la región.
Para impedir la erosión de la tierra, los campesinos
construyen pequeños muros de piedra. Vistas desde lejos, las
colinas, serpenteadas por las barreras, parecen llevar a una
vuelta atrás en el tiempo. Recuerdan la prehistoria. Al lado
de las construcciones, algunas cabezas de ganado. Para
darles agua, las mujeres llegan a caminar cinco kilómetros,
hasta el río más próximo.
Agencia
de Información Frai Tito
3 de marzo
de 2005
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