Europa

Debate: La localización

Trabajar, ¿cuánto?

 

DECIDIDAMENTE NADA es como antes y todo parece apuntar a que la travesía hacia la tierra prometida del ocio será larga todavía.

 

Conseguir la limitación del tiempo de trabajo ha constituido históricamente uno de los ejes de las reivindicaciones laborales. En efecto, acabar con las interminables jornadas de trabajo existentes a la sazón, en especial en el caso de los menores, fue un objetivo irrenunciable durante el siglo XIX y los albores del siglo XX. La evolución del Derecho del Trabajo, en su función tuitiva, está precisamente entroncada con la limitación de la jornada laboral, hasta el punto de que el primer convenio de la OIT trataba precisamente de este asunto.

 

Corría el año 1919 y la OIT acogía en este convenio lo que había constituido el desideratum reivindicativo durante décadas: la jornada laboral máxima de ocho horas diarias y cuarenta y ocho horas semanales. En ese mismo año, se implantaba en España esta medida y en 1931 la Ley de Jornada Máxima acomodaba nuestro ordenamiento laboral al convenio de la OIT. Desde ese momento, los acontecimientos evolucionaron hacia la disminución paulatina del tiempo de trabajo. El nuevo objetivo fue la jornada de cuarenta horas semanales, que en 1935 fue objeto de otro convenio de la OIT. En España, fue establecida en el año 1983.

 

El paso siguiente fue la semana laboral de treinta y cinco horas. Se trataba de una decisión esforzada, cuya puesta en práctica, en el caso de Francia, produjo, ya en el ocaso del siglo XX, enconados debates y fuertes controversias. Trabajar menos para trabajar todos fue el lema con el que, desde la perspectiva del reparto del empleo, se quería justificar la medida.

 

Pero con el nuevo siglo, nada es ya como antes. Cuando creíamos tener al alcance de la mano la tierra prometida de la civilización del ocio, en la que las máquinas trabajarían por nosotros, resulta, en contra de todas las previsiones, que no es así. La decisión de los trabajadores de la factoría Bosch, de Vénissieux (Francia), de aceptar un incremento del tiempo de trabajo, sin el correspondiente aumento salarial, a cambio de que la producción no sea deslocalizada a la República Checa, representa un cambio de perspectiva que plantea, al menos, tres incógnitas.

 

La primera es si este viraje afectará sólo a casos aislados o si acabará generalizándose. Aunque no me atrevo a responder con certeza, sí debo recordar que la OCDE, en su último informe sobre las perspectivas del empleo, pone de relieve la tendencia, en los últimos cien años, al acortamiento de la semana laboral. Sin embargo, constata la desaceleración de esta orientación e, incluso, su paralización en algunos países. La semana laboral más frecuente estaría en torno a las treinta y ocho horas, pero bastantes personas trabajarían más de cuarenta y cinco horas y su número estaría aumentando. Además, la decisión de los trabajadores franceses tiene precedentes en Alemania, donde en la Siemens se ha vuelto a las treinta y nueve horas semanales, sin aumento de sueldo, para que la producción no sea deslocalizada a Hungría. Otras empresas alemanas y francesas se aprestan a entablar negociaciones similares.

 

Así pues, da la impresión de que algunos empresarios alemanes y franceses agitan, a guisa de espantajo, la deslocalización hacia los nuevos países miembros de la Unión Europea. En tal sentido, descartado de antemano, por improbable, el desplazamiento masivo de trabajadores de estos países hacia los quince y protegidos, por añadidura, los mercados laborales por las restricciones temporales a la libertad de circulación, parece que se han dicho: si estos trabajadores no vienen hacia nosotros, seremos nosotros los que iremos hacia ellos.

 

La segunda incógnita se refiere a la actitud de los interlocutores sociales. Supuesta la posición de la patronal, ¿cual será la de los sindicatos? Nada es ya como antes y tampoco éstos lo son. En efecto, tomemos como ejemplo los sindicatos italianos, cuyos afiliados se dividen prácticamente al cincuenta por ciento entre trabajadores en activo y pensionistas. Pues bien, esta dualidad podría producir divergencias internas a la hora de adoptar criterios sobre el trueque entre aumento de jornada y renuncia a la deslocalización. Los intereses de unos y de otros pueden, en efecto, no ser coincidentes, por no decir que pueden llegar a ser contrapuestos.

 

La tercera incógnita consiste en adivinar hasta dónde podría llegar, de consolidarse, la tendencia a aumentar las horas de trabajo. A este respecto, las propuestas extremas hablan incluso de un promedio flexible de cincuenta horas semanales, lo que significaría quebrar, al cabo de ochenta y cinco años, la regla de las cuarenta y ocho horas. Para calibrar el alcance de tales propuestas puede ser útil recordar que el promedio de la duración semanal del trabajo en el conjunto de la Unión Europea se acerca, para los contratos a tiempo completo, a las cuarenta horas.

 

La propuesta parece exagerada, pero he de reconocer que carezco de una respuesta cierta a la pregunta. Es necesario, sin embargo, recordar que el incremento del tiempo de trabajo puede derivarse no sólo del posible aumento de la semana laboral, sino también de la tendencia a la prolongación de vida activa, a causa del envejecimiento de la población y de sus repercusiones sobre la viabilidad de los sistemas de previsión social.

 

Decididamente, nada es ya como antes y todo parece apuntar a que la travesía del desierto hacia la tierra prometida del ocio será larga todavía. Por el momento, del lema Trabajar menos para trabajar todos se ha pasado al de Trabajar más para trabajar todos. La cuestión, sin embargo, puede llegar a ser otra: trabajar más..., tal vez, pero trabajar, ¿cuánto?

 

Manuel Aznar López*

9 de setiembre de 2004

 

 

* M. AZNAR, miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

 

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