¿Dónde están
los hombres?
Una de las características
principales que uno observa cuando empieza a estudiar y
trabajar en la introducción de la perspectiva del género en
el desarrollo es precisamente la fácil confusión entre los
temas de género y los temas de mujeres o para mujeres. La
introducción del enfoque de género debería entenderse
precisamente como un método a través del cual se evidencian
las relaciones entre ambos géneros, generalmente desiguales,
y cómo cualquier acción afecta de manera diferente a hombres
y mujeres. Sin embargo, en la práctica parece que introducir
la perspectiva de género en las acciones de desarrollo se
reduce mayoritariamente a atender y cubrir las necesidades
básicas específicas de las mujeres, en ocasiones tratadas
como un elemento aislado, sin tener en cuenta verdaderamente
las relaciones desiguales entre hombres y mujeres y, sobre
todo, sin avanzar hacia un reequilibrio en esas relaciones;
es decir, se trabaja más por paliar las consecuencias de una
sumisión económica, política y cultural que por identificar
y eliminar las causas de esa sumisión. Es precisamente en
ese trabajo donde se observa una destacada ausencia de los
hombres, una ausencia que llama la atención.
Sin duda alguna la introducción
de la perspectiva de género en el desarrollo lleva a un
trabajo profundo por mejorar la situación de las mujeres y
empoderarlas, pues son las más discriminadas, sometidas y
subyugadas. Sin embargo, en mi opinión, este avance no puede
ni debe hacerse al margen de los hombres, sin tener en
cuenta la interrelación entre ambos, pero sobre todo sin
incluirlos en el mismo avance. Cambiar las relaciones
desiguales de poder significa no sólo cambiar la situación
de las mujeres, significa también cambiar a los mismos
hombres. Para entendernos, y desde un punto de vista
estratégico, de poco sirve prestar atención y servicios a
las mujeres víctimas de violencia si no pretendemos
erradicarla, y la erradicación se fragua tanto en la mente
femenina (educada para vivir en la sumisión), como
especialmente en la masculina (educada para someter), pues
es donde se origina buena parte de esta violencia. Las
labores de prevención y los trabajos de masculinidad en los
hombres son básicos para erradicar la violencia. Lo mismo
podemos decir de otros campos como la salud sexual y
reproductiva, la corresponsabilidad familiar, etc. No se
trata solamente de “hacer más llevadera la vida de las
mujeres que sufren”, se trata de eliminar las causas de ese
sufrimiento.
¿Por qué esta
ausencia masculina?
Las causas son diversas, pero
principalmente podemos apuntar dos: en primer lugar se debe
a la tendencia a confundir género con mujer, a creer que el
hombre no tiene género; y, en segundo lugar, a un miedo al
cambio, a perder privilegios y a descubrir que vivir la
masculinidad crea no sólo molestares sino también
malestares. Ambos elementos tienen una misma raíz, el modelo
más extendido de construcción cultural de la masculinidad,
denominada masculinidad hegemónica.
Si bien existen diversas formas
de entender la masculinidad, según edad, etnia, cultura,
orientación sexual, clase social, existe un modelo
hegemónico que se caracteriza por confundir al hombre con lo
absoluto, con la norma, siendo la mujer lo diferente, lo que
se sale de la norma. Ser hombre supone estar arriba, ser
superior, tener poder, ser valiente, ser fuerte, y en
contraposición dicho modelo entiende a la mujer como la que
está por debajo, la sometida, la débil. Así pues, las
mujeres tienen una serie de características específicas que
las separan de un modelo absoluto, y por ello se suele
considerar que ser mujer significa tener género, es decir se
entiende por género todo ese conjunto de especificidades y
problemáticas que se desprenden de esa situación de
inferioridad. Sin embargo, ese modelo hegemónico también
conlleva problemáticas específicas en los hombres, es decir,
los hombres también tenemos género. A los hombres se nos
educa para dominar, dirigir y sentirnos privilegiados por
ser hombres, por estar en la cima de la sociedad, es lo que
viene en llamarse 'pedagogía del privilegio'. Esta
concepción acarrea una invisibilidad de las características
de la masculinidad hegemónica, invisible para los mismos
hombres. Sin embargo, todos en algún momento hemos sentido
la presión de tener que responder a ese modelo, de tener que
reafirmar nuestra pertenencia a esa masculinidad hegemónica,
lo cual demuestra que es un modelo a todas luces
insostenible y mayormente forzado, pues a lo largo de
nuestra vida nos vemos con la obligación de demostrar que
somos hombres.
Pero esta invisibilidad no es la
única resistencia existente al intentar asociar al hombre
con los temas de género. Descubrir que los hombres tenemos
género y que ese modelo nos otorga una serie de privilegios,
hace que en muchas ocasiones nos resistamos a perderlos, se
produce entonces el miedo al cambio, el miedo a la agenda de
género.
Hace falta
una pedagogía para el cambio
Desde el momento en que se
constata que ser hombre es algo tan relativo como ser mujer,
y no algo absoluto, aparece una sensación de inseguridad que
está reñida con el mismo modelo hegemónico. El hombre no
puede mostrar inseguridad, ni debilidad, eso es algo
asociado a la mujer. Hacer a los hombres partícipes de los
avances en género y desarrollo, hacer que el desarrollo sea
una responsabilidad compartida, necesita antes de ciertos
replanteamientos por parte de los hombres, de un autoexamen
de nuestra condición, y de una reeducación de nuestros roles
de género, y no siempre se está dispuesto a asumir esa
revisión tanto individual como colectiva.
En el campo concreto de la salud
cabe destacar la aparición del enfoque de la masculinidad
como factor de riesgo, que ayuda a visibilizar las
consecuencias que para mujeres y especialmente para hombres
supone seguir el modelo hegemónico. Dicho modelo y los
comportamientos y actitudes que conlleva demuestran que la
masculinidad se puede convertir en un factor de riesgo para
la salud: en primer lugar para la salud de las mujeres, pero
también para la salud de otros hombres y para la salud de
uno mismo. La necesidad de afirmarse como hombres a través
de la asunción de riesgos, de la violencia, de una
sexualidad compulsiva y dominante, o de la negación de la
emotividad, son indicadores que se desprenden de la
introducción del análisis de género en la salud. Este tipo
de enfoques puede ayudar a reconocer que seguir el modelo
hegemónico limita las capacidades del hombre y es causa en
muchas ocasiones de dolor y enfermedad, e incluso de
mortalidad.
Existen tres elementos básicos y
estratégicos para avanzar en la construcción de una
condición masculina con perspectiva de género: la
sexualidad, la paternidad y la violencia. A través de todos
ellos se pueden construir modelos masculinos más
igualitarios, más corresponsables con las mujeres, y más
acordes con lo que debe ser un desarrollo humano más justo y
equilibrado. El desafío es sin duda importante, las
dificultades y resistencias enormes, pero el cambio vale la
pena, y no sólo porque ello supone una mejora de las
condiciones de vida de las mujeres; el cambio hay que
entenderlo también como una mejora de la vida y del
bienestar de los mismos hombres. Es pues más necesario que
nunca que las organizaciones y personas que trabajamos en
desarrollo y cooperación, y que trabajamos por introducir la
perspectiva de género en el desarrollo aprendamos a
identificar qué problemáticas específicas y en qué
proporción están causadas por los modelos de masculinidad
imperantes en cada sociedad y cultura y cómo revertir este
sistema.
Enric Royo*
Agencia de Información
Solidaria
navarra@medicusmundi.es
10
de Mayo de 2004
*
Responsable de proyectos de la Fundación CIDOB
Colaborador de la Revista “El Sur” de la ONG Medicus
Mundi