Uruguay

Más vale ser hombre analfabeto

que mujer instruida

 

 

En estos días se replanteó en la Cámara de Senadores de Uruguay el tema de la cuotificación de la mujer en la integración de las listas electorales. Décadas atrás, en la Asamblea Constituyente que elaboró el texto constitucional que comenzó a regir en 1917, se discutió el derecho de la mujer a votar. Desde los sectores conservadores, la oposición a la participación de la mujer en política asumió tonos encendidos.

 

En un pasaje de ese debate, el constituyente Juan José Segundo (del Partido Nacional) mantuvo una enérgica polémica con los legisladores de izquierda Emilio Frugoni y Celestino Mibelli. Segundo planteó que Frugoni y Mibelli, que con frecuencia se referían al problema de la pobreza y de los inquilinatos donde los niños viven sucios y en harapos, en lugar de inquietarse para que las mujeres fueran a votar deberían preocuparse porque fueran a bañar y cuidar a sus hijos.

 

Frugoni replicó que esa realidad demostraba que el propio constituyente Segundo debería preocuparse en mejorar las condiciones económicas de las mujeres y los niños.

 

El constituyente nacionalista, que incluso apeló al humor, expresando que se tendría fe como candidato entre las mujeres, recibió la respuesta enérgica de Celestino Mibelli: “Si las mujeres tuvieran derecho al voto, probablemente harían que fueran otras personas a bañarse”.

 

Frente a quienes sostenían que “la política podría destruir en las personas de sexo femenino las tradicionales virtudes domésticas”, Frugoni planteó que esas virtudes serán muy apreciables pero no deben transformarse en un obstáculo para el pleno desarrollo jurídico, político e intelectual de la mujer. “En esta asamblea se ha dicho: ‘la mujer para el hogar’ -indicó-, pero quienes tal cosa dicen no advierten que más lógico sería decir: el hogar para la mujer (…) Si queremos que el hogar sea para la mujer no sólo debemos tratar de que lo tenga, sino también mejorar su situación dentro de él, haciéndoselo agradable por el bienestar que en él encuentre y por la posición que en él ocupe. La familia proletaria no tiene hogar. Hacinada en el cuarto de un inmundo e insalubre tugurio, sus miembros, con excepción acaso de la madre, que lava la ropa y hace la comida, cuando no va también a la fábrica, apenas están en casa el tiempo preciso para comer y dormir. Decidles a los hijos de una de esas familias -obligadas, para no morirse de hambre, a trabajar en la fábrica, el taller o en la oficina- que deben dedicarse exclusivamente a los cuidados del hogar, y esas palabras parecerán encerrar el más sangriento de los sarcasmos; para ser mujeres de la casa es preciso tenerla, y ellos no la tienen”.

 

“No es por cierto envidiable la situación de las mujeres sometidas a tareas abrumadoras y mal remuneradas -agregó Frugoni más adelante-, pero no es mejor la suerte de las que deben permanecer en sus casas de la mañana hasta la noche, trabajando sin descanso, cosiendo, por ejemplo, en cuartos privados de aire y luz. Yo pregunto qué gana la sociedad y qué gana la especie cuando las obreras que llenan un taller son consignadas, por conveniencia de sus mismos patronos, a sus respectivos domicilios para hacer allí lo que podrían hacer en la fábrica en mejor local, generalmente con mejores jornales y siempre amparadas, cuando menos, por leyes limitativas del horario y por medidas higiénicas que en su hogar no tienen entrada. Nada gana la sociedad, y nada gana la especie, sino que, por el contrario, pierden mucho, pues todo ello se traduce en disminución de los jornales y aniquilamiento de la salud. Y entretanto un deber surge claro: el de reconocer a todas las mujeres que así se ganan el pan con el sudor de su frente -según el precepto bíblico- y así se incorporan con dolor al movimiento productivo de la colectividad, los derechos civiles que les aseguren el goce de su salario y la administración de sus propios bienes; y junto con esos derechos civiles, el derecho político de intervenir en la elaboración de las leyes que las pongan a cubierto de los excesos de la explotación industrial”.

 

En la Constituyente se había aceptado el voto de los analfabetos. “Aunque pudiera creerse que ello resultaría favorable a la reacción, nos hemos resuelto a proponerlo sin ningún género de vacilaciones”, sostuvo Frugoni, que agregó: “¿Por qué hemos de creer que sean más favorables a las tendencias modernas y estén más libres de sugestiones extrañas los hombres absolutamente ignorantes que las mujeres instruidas, a quienes les negamos lo que a ellos concedemos? Y ello nos coloca frente a la mayor falta de equidad a que da motivo la negación de la ciudadanía política femenina, porque no puede haber injusticia más irritante que la que resulta de considerar incapaces para el ejercicio de las funciones cívicas a las maestras, a las bachilleres, a las doctoras, a las mujeres intelectuales, y considerar, en cambio, perfectamente habilitados a hombres que no saben leer y escribir”.

 

La izquierda reclamó en la Constituyente que se diera a la mujer personería en la vida institucional. “De esa manera -planteó Frugoni- habremos hecho obra de reparación, de franqueza  y de lealtad, siendo fieles en un todo a los verdaderos principios de la democracia y a los dictados de un verdadero sentimiento de justicia”.

 

Los argumentos fueron muchos y brillantemente expuestos. Pero el derecho al voto de la mujer se reconoció muchos años después. Correspondería esperar que para la cuotificación que incluya a la mujer en las listas electorales se acepten las demandas planteadas ya desde hace varios años en Uruguay.

 

  

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

30 de mayo de 2008

 

 

 

 

 

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