Laura fue durante
años el cuerpo en el que practicó la tortura un ex agente
del grupo especial antisecuestros de la Procuraduría de
Nuevo León, señor José Ramón Hernández Castillón, originario
de Torreón, Coahuila, y entrenado por especialistas
israelíes.
Por su parte,
Roberta fue la esposa de un narcotraficante de Quintana Roo,
José Alfredo Jiménez Potenciano, quien pretendió utilizar a
su hijo de sólo cuatro años para traficar droga.
Como muchas otras
madres que llegan a este refugio, Laura y Roberta (nombres
ficticios) fueron acogidas con sus hijos y sanadas y
cuidadas. Hoy en día, ambas residen en otras ciudades e
intentan olvidar la pesadilla que consumió la infancia de
sus menores, y dejó baldados sus cuerpos.
Pero el rencor de
estos dos hombres ha provocado que la pesadilla se haya
trasladado al personal del refugio. Desesperados por
recuperar a sus víctimas, y temerosos de que la información
que sus esposas tienen de sus actividades delictivas pueda
incriminarles, el narco y el supuesto agente de la AFI se
han dedicado a intimidar, perseguir y amenazar de muerte a
la directora y al personal del centro (CIAM).
Tales amenazas han
sido documentadas y denunciadas, pero ambos delincuentes
presumen la protección de la que gozan, y continúan acosando
personalmente en las oficinas del CIAM, portando armas
reservadas para el uso del Ejército.
La respuesta de las
autoridades constituye una verdadera confesión de
impotencia. El gobierno estatal y la Procuraduría de
Quintana Roo han aconsejado a la directora del CIAM salir
del país. Como si fuera ella la delincuente. Igualmente
descorazonadora ha sido la respuesta de la PGR y de la
propia AFI: con distintos tonos le han dicho a Lydia Cacho,
directora del centro, que con "narcos no hay que meterse",
como si hubiese sido una elección voluntaria.
El delegado de la
PGR en el estado de Quintana Roo, quien supuestamente
investigaba estos hechos, fue detenido por las autoridades
federales bajo sospechas de estar coludido con el crimen
organizado.
Ante la inoperancia
de los tribunales y los cuerpos policiacos, las ONG
nacionales enteradas del acoso que padecía el CIAM llevaron
su caso a los organismos internacionales. Como resultado, el
gobierno mexicano fue reconvenido por el Observatorio para
la Protección de los Defensores de Derechos Humanos,
programa conjunto de la Organización Mundial contra la
Tortura (OMCT) y de la Federación Internacional de Derechos
Humanos (FIDH), mediante una carta dirigida al presidente
Fox. Pese a ello, Lydia Cacho sigue recibiendo amenazas de
muerte y los responsables hacen ostensión de la protección
oficial de la que gozan. Más allá de la tragedia personal
que representa el riesgo de muerte que significan estas
amenazas, el caso es sintomático de un orden de cosas muy
preocupante: primero, de la incapacidad flagrante del Estado
para impedir que el crimen organizado vaya sentando sus
reales en la vida pública; que las autoridades recomienden
salir de país y sean incapaces de evitar un ataque a un
centro asistencial por parte de un ex policía, revela la
indefensión en que se encuentra el aparato de justicia, ya
no digamos las instituciones mismas. Segundo, el relativo
desprecio que existe por parte de las autoridades hacia el
trabajo de muchas ONG.
Pese a que con
frecuencia, como en el caso del CIAM, son instituciones que
cubren los vacíos que en materia asistencial deja el Estado,
los funcionarios tienden a ignorar e incluso a hostilizar el
trabajo de estas redes de civiles. El año pasado, 73 mujeres
en Quintana Roo murieron a manos de sus consortes y miles
sufrieron golpes que ameritaron atención médica. En el CIAM
vivieron varios cientos de mujeres y sus hijos, mientras
recibían atención legal, física y laboral para rehacer sus
vidas.
El centro opera con
40% de donaciones privadas y 60% de recursos públicos,
arrancados trabajosamente a distintos programas federales y
estatales. Ha tenido que protegerse de los maridos violentos
con sus propios recursos, ante el desdén de las autoridades
para ofrecer justicia o financiamiento.
Tercero, el tema de
la violencia contra las mujeres está en camino de
convertirse en un fenómeno endémico de proporciones
mayúsculas, sin que el Estado lo haya percibido. El acceso
creciente de las mujeres a la educación y su mayor
participación en el mercado laboral, aunado a la permanencia
de códigos culturales machistas, hacen una mezcla explosiva.
Las mujeres que
llegan al CIAM son violentadas porque se rehusaban a dejar
de trabajar, porque se atrevieron a dar una opinión, porque
cuestionaron el alcoholismo del marido o exigieron cuadernos
para sus hijos.
Detrás de las
amenazas de muerte hay pues una dolorosa historia de
inoperancia del Estado y desdén por el trabajo de otros.
Pero hay también una hermosa historia de algunas mujeres que
se han dado cuenta de lo que se viene encima y no están
dispuestas a ceder ante la cobardía y la impunidad aun a
costa de su propia vida.
Requerimos una
reforma total en materia de procedimientos legales sobre
violencia de género, mejor capacitación de la justicia para
bregar con estos temas, programas que aborden las causas y
los fenómenos del machismo en los hogares, y una política de
apoyo a las redes sociales que trabajan en esta área. Pero
podríamos comenzar por proteger las vidas de Lydia Cacho y
sus colegas; no hace falta su sacrificio para saber que
hemos tocado fondo y algo urgente debe hacerse. Las
autoridades tienen la palabra.