La necesaria protección de las víctimas
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Muchas mujeres son torturadas día a día por sus maridos en
todo el mundo. La protección a las víctimas es básica para
poder cambiar esta realidad.
Veinticinco
de noviembre de 2005. Deberíamos haber tomado la ciudad para
pedir el fin de una violencia que humilla, denigra y
avergüenza a cada persona con conciencia de serlo. Pero no
fue así. La vida continuaba como si nada pasase, como si ese
día no fuesen torturadas muchas mujeres en nuestro país, y
en el resto del mundo, como si ese día, como el resto de los
días del año, el dolor no fuese el protagonista de la
existencia de un número excesivamente elevado de personas a
las que un modelo basado en la desigualdad priva de libertad
para elegir una vida digna.
El
esfuerzo que se hace en algunos países para atajar la
violencia que se ejerce sobre las mujeres es importante,
pero no basta, desgraciadamente, no basta. Siguen siendo
asesinadas muchas mujeres, y no daré cifras porque
cualquiera puede imaginar que detrás de muchos suicidios
también hay asesinatos, más sutiles y sofisticados. La
tortura a la que se somete a las mujeres es física y es
psicológica, y no se acabará con ella sin afrontarla
honestamente y poniendo todos los medios para dar seguridad
y apoyo a las víctimas, desde todos los ámbitos.
A las
mujeres les cuesta denunciar a los agresores. Es normal.
Unas veces temen por su vida, otras por la de sus hijos. En
algunos casos su sentimiento de culpa es tan profundo que
llegan a creer seriamente que si cambia su comportamiento y
ceden a las demandas del hombre que dice amarlas, él dejará
de humillarlas, insultarlas, despreciarlas, dejará de pegar
o de atormentar. No olvidemos que ellos las conocen, saben
cuál es su punto débil, y las suelen llevar lentamente hacia
un desprecio profundo hacia sí mismas mientras se erigen en
víctimas. Las hay que creen que sin ellos no podrán valerse
en la vida y las hay que se avergüenzan tanto de su
situación que prefieren llevar una doble vida, laboral y
social, mientras temen el momento en que se cierra la puerta
de casa y se adentran en el infierno.
Los
torturadores no son siempre energúmenos que insultan, acosan
y desprecian a sus mujeres en público, ni las arrastran de
los pelos, no las apalean, ni las amenazan ante otras
personas. Algunos las cogen de la mano, las abrazan, las
alaban ante amigos y familiares. Otros no, otros aprovechan
cualquier ocasión para aludir a sus “defectos físicos” o a
su “inferioridad intelectual”, o para despreciar el trabajo
que las incapacita para “ocuparse adecuadamente de la
familia”. Los hay que, en apariencia, defienden los derechos
humanos y muestran su indignación ante la injusticia social,
que se emocionan en el cine con historias de amor, y los hay
que insultan y hacen chistes soeces sobre mujeres, y
arreglarían en dos días el mundo destruyendo a una parte
considerable de la población. Los torturadores no tienen
posición social concreta, ni un nivel cultural específico,
no son pobres ni ricos, no ejercen profesiones especiales,
ni son drogadictos, alcohólicos ni padecen alguna enfermedad
mental.
Partiendo de esta compleja realidad, hay que entender que a
muchas mujeres les cueste dar el paso para salir del
infierno en que habitan. Y cuando lo hacen se encuentran con
más infierno. Son muchas veces juzgadas, acusadas de haber
soportado lo que soportaron, culpabilizándolas una vez más.
Deben enfrentarse a una justicia que no siempre las entiende
ni las apoya en la medida adecuada, especialmente cuando no
llegan con su cuerpo golpeado y sus ojos colgando. Deben
enfrentarse, además, con psicólogos no siempre preparados
que quedan, a veces, deslumbrados por manipuladores hábiles
que las acusan de mentirosas, y de aprovechar la
sensibilidad social hacia la violencia machista. Pierden sus
trabajos porque las empresas no comprenden sus ausencias
prolongadas, para acudir a juicios que se hacen
interminables, especialmente si necesitan proteger a sus
hijos, pues con demasiada frivolidad se dice que el
comportamiento hacia la madre es “una cosa” y los hijos
“otra bien distinta”.
Hay
algunos abogados sin escrúpulos que arruinan a las mujeres
en situación crítica. Y es difícil asumir el alto coste de
psicólogos y forenses de parte. Todo es duro para la mujer
torturada si quiere al fin vencer y alcanzar la libertad. No
todas pueden, y nuestra sociedad debe poner los medios
económicos y las personas preparadas para ayudar realmente a
quienes lo necesitan.
La
protección clara, contundente y eficaz es esencial si
queremos cambiar la realidad. O habrá más mujeres
asesinadas, más mujeres que se suiciden y muchas más que
callarán para no enfrentarse a otro infierno. No basta con
saber, no basta con denunciar. Hay que seguir, y para seguir
hay que tener la seguridad de que desde todos los ámbitos la
colaboración, la protección y la Justicia estarán siempre
con las víctimas.
Isabel
Tajahuerce
CCS - España
19 de diciembre de
*
Vicerrectora de Cultura, Deporte y Política Social de la
Universidad Complutense
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