Los
homicidios, torturas y violaciones cometidos durante 1994 en
Ruanda constituyen una de las peores tragedias de derechos
humanos del siglo XX.
Un genocidio que tuvo lugar en
el contexto del conflicto que enfrentó a las fuerzas
gubernamentales ruandesas, hutus, y el grupo tutsi, Frente
Patriótico Ruandés (FPR), hoy en el gobierno. Como resultado
de este enfrentamiento, aproximadamente 1 millón de
ruandeses fueron asesinados. El FPR subió al poder tras su
victoria militar en 1994 y ratificó su permanencia en el
gobierno en las elecciones de 2003.
Paralelamente, en estos últimos
10 años en Burundi se desarrolla un conflicto armado en el
que ya han muerto cerca de 300.000 personas, la mayoría
civiles en los enfrentamientos entre las fuerzas armadas
gubernamentales y los grupos políticos armados de oposición.
En ambos países se han producido
desplazamientos de cientos de miles de personas a lugares
supuestamente más seguros dentro del país o a países vecinos
donde se extienden y se complican los conflictos armados
como es el caso de la República Democrática del Congo, donde
existen grupos armados apoyados por Ruanda y Burundi,
algunos de los cuales se disputan las minas de columbita y
tantalio, minerales necesarios para las industrias de las
nuevas tecnologías.
La comunidad internacional tiene
una gran responsabilidad en los conflictos de esta región de
los Grandes Lagos tanto por los intereses que allí se juegan
en cuanto a la explotación de los recursos naturales como
por la omisión de su responsabilidad en el control del
tráfico de armas y en evitar el genocidio que tuvo lugar en
Ruanda en el año 1994.
En abril de 2000 el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas reconoció su responsabilidad
por no haber evitado el genocidio y lo definió como "un
fracaso de las Naciones Unidas en su conjunto".
Efectivamente las tropas de las Naciones Unidas se retiraron
de las zonas de las matanzas en los primeros días del
conflicto.
El motivo de preocupación de la
comunidad internacional respecto a estos países debería ser
hoy las secuelas de ese genocidio y de la guerra posterior
al mismo en Ruanda y de la guerra aún en curso de Burundi.
Dentro de estas secuelas adquieren especial dimensión las
que afectan a los eslabones más débiles de la sociedad: las
mujeres y los niños.
Todas las partes beligerantes en
estos dos países han empleado la violencia sexual contra las
mujeres como un arma bélica para aterrorizar a la población
civil, degradar y humillar. En Ruanda son responsables de
estas violaciones las fuerzas armadas que durante el
genocidio respondían al Movimiento Republicano Nacional para
la Democracia y el Desarrollo y su aliado, la Coalición para
la Defensa de la República, ambos hutus, pero también
utilizaron sistemáticamente la violación como arma de guerra
el Frente Patriótico Ruandés, tutsi, que conquistó el poder
después del genocidio. En Burundi la mayor parte de los
responsables son miembros de las fuerzas armadas burundesas,
grupos políticos armados de oposición y bandas delictivas
armadas.
En 1996 un informe especial de
la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas
estimaba entre 250.000 y 500.000 las mujeres que fueron
violadas durante el genocidio de Ruanda, una cifra
extrapolada del número de embarazos que hubo a consecuencia
de las violaciones. La Asociación de Viudas del Genocidio (AVEGA),
estimaba que el 70% de las mujeres que sobrevivieron
contrajeron SIDA y el 80% permanecen "severamente
traumatizadas". En 2003, las ONG de derechos humanos y ayuda
humanitaria nacionales e internacionales y los organismos
internacionales informaron de un aumento alarmante del
número de casos de violaciones de mujeres en el conflicto
armado de Burundi. El SIDA y otras enfermedades de
trasmisión sexual ha afectado a las víctimas de tales
violaciones.
La inmensa mayoría de los
violadores, ya sean soldados gubernamentales, miembros de
los grupos políticos armados de oposición o particulares no
han comparecido ante la justicia y raramente son perseguidos
o juzgados.
Muchas de las mujeres violadas
en estos 10 últimos años murieron y solamente unas pocas
recibieron tratamiento retroviral prolongado. La mayoría no
ha tenido acceso a alimentos suficientes para ellas y sus
familias. A todo lo anterior se suma la estigmatización que
sufren por haber sido violadas y haber contraído el virus
del SIDA: son vistas como "inmorales" e "improductivas".
Incluso en sus propias familias son tratadas, muchas veces,
con el mismo desdén porque se considera, falsamente, que
todos los miembros portan el SIDA.
La enfermedad, la pobreza y la
marginación de estas mujeres las vuelven vulnerables a todo
tipo de abusos incluida la violación sexual. Sus hijos
también son vulnerables y tienen dificultades para conseguir
alimentos o acudir a la escuela. Cuando quedan huérfanos
tiene dificultades para reclamar sus derechos y herencias
quedando muchas veces sin cobijo y sin protección contra la
violencia. Además, es sabido que todos los grupos armados
reclutan niños para sus milicias.
Estas condiciones dramáticas de
las mujeres en Ruanda y Burundi se inscriben en un contexto
de empobrecimiento generalizado como consecuencia de la
guerra. La población es incapaz de pagar un tratamiento
adecuado para paliar los efectos del SIDA. Los servicios
públicos de salud cuentan con pocos médicos, escasa dotación
y hay poblaciones que viven alejadas de los mismos o en
zonas de conflicto.
Por sorprendente que pueda
parecer, estos países son objeto de presión por parte de
instituciones internacionales como el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial para que limiten la
atención médica gratuita. En 2002, coincidiendo con el
momento en que la población de Burundi estaba más necesitada
de atención médica adecuada asequible, el gobierno del país
estableció una política de recuperación de costes en los
centros de salud, es decir, los pacientes tenían que pagar
los servicios médicos proporcionados. Si no fuera por la
ayuda de las organizaciones humanitarias muchos habitantes
de Burundi y Ruanda no tendrían acceso a ningún tipo de
servicios.
La dejación de responsabilidades
de la comunidad internacional en la zona de los Grandes
Lagos durante el genocidio y las guerras en estos últimos 10
años puede agravarse si se desentiende de las secuelas que
persisten y que afectan sobre todo a las cientos de miles de
mujeres violadas y portadoras de VIH sin que puedan tener
acceso al tratamiento gratuito retroviral.
La observación general 14 del
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales indica claramente la obligación contraída por los
Estados Partes en el Pacto de "reconocer el papel
fundamental de la cooperación internacional y cumplir su
compromiso de adoptar medidas conjuntas o individuales para
la plena efectividad al derecho a la salud. A este respecto,
se remite a los Estados Partes a la Declaración de Alma Ata,
que proclama que la grave desigualdad existente en el estado
de salud de la población, especialmente entre los países
ricos y los países pobres, así como dentro de cada país es
política, social y económicamente inaceptable y, por tanto,
motivo de preocupación común a todos los países...
Análogamente, los Estados parte tienen la obligación de
velar porque sus acciones, en cuanto miembros de
organizaciones internacionales, tengan debidamente en cuenta
el derecho a la salud. Por consiguiente, los Estados Partes
que sean miembros de instituciones financieras
internacionales, sobre todo el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y los bancos regionales de
desarrollo, deben prestar mayor atención a la protección del
derecho a la salud influyendo en las políticas y acuerdos
crediticios y las medidas internacionales adoptadas por esas
instituciones.
Más allá de los programas de
cooperación a los que obligan los pactos internacionales, la
comunidad internacional debería estar con la frágil
situación de las mujeres de Ruanda y Burundi, víctimas de la
guerra y la injusticia.
Juan Lucas (*)
Agencia de Información
Solidaria
24 de
mayo de 2004
(*) Presidente de Amnistía
Internacional en España