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Cuidar la T(t)ierra

 

Filosofía y práctica de la sostenibilidad

 

De las muchas cosas que lleva ya escritas Jorge Riechmann sobre problemas sustantivos relacionados con la crisis ecológica, la última publicada, Cuidar la T(t)ierra, es seguramente la más notable. Y, sin duda, es la aportación más sugestiva que ha aparecido por estos pagos al concepto de sostenibilidad y a su práctica en el mundo actual (1).

Se trata de un libro de más seiscientas páginas en el que el lector atento apreciará un montón de cosas que sólo excepcionalmente suelen darse juntas: la considerable información acumulada sobre la moderna agricultura industrial y sus impactos ecológicos; la documentación manejada sobre cultivos alternativos y seguridad alimentaria; el equilibrio con que se desarrolla la hipótesis de una agricultura sostenible que sea de verdad sostenible; la atención prestada a controversias recientes sobre ecología y sociedad, que tocan problemas en verdad de fondo y que afectan a millones de personas en nuestro mundo de hoy; la capacidad para argumentar a favor de un cambio de modelo; la filosofía de la sostenibilidad subyacente; y la sensibilidad a la hora de hacer propuestas alternativas atendiendo a lo que piensan y dicen los principalmente afectados por el modelo de desarrollo hoy dominante.

Todas esas cosas juntas hacen de Cuidar la T(t)ierra un volumen fascinante. El libro se ha beneficiado materialmente de una beca concedida por la Fundación barcelonesa Víctor Grífols y espiritualmente de los estudios pioneros llevados a cabo en nuestro país (y fuera de él) por José Manuel Naredo, Joan Martínez Alier, Joaquín Araujo, Antonio Bello, José Luis Porcuna, Miguel A. Altieri, Oscar Carpintero, Joaquim Sempere y otros economistas, sociólogos, agroecólogos y pensadores sensibles. El resultado es algo más que un ensayo (y el libro tiene mucho de ensayo): es un manual que leerá con igual provecho la persona interesada en las políticas agrarias y alimentarias, el experto en agroecología, el economista atento a las implicaciones medioambientales de nuestra forma dominante de producir, consumir y vivir, el activista que viene trabajando desde hace tiempo en la educación medioambiental de los ciudadanos o el filósofo preocupado por la falta de correspondencia entre lo que los dirigentes políticos llaman "desarrollo sostenible", cuando hacen programas o leyes, y el concepto mismo de sostenibilidad.

II

El concepto de sostenibilidad o desarrollo sostenible se ha hecho popular en los medios de comunicación a raíz del documento titulado Nuestro futuro común, que fue elaborado en 1987 por la entonces Primera Ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland. En este documento se define como sostenible "aquel desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades".

En las dos últimas décadas las palabras sostenibilidad y desarrollo sostenible aparecen reiteradamente en los estudios académico-científicos, en los documentos de las principales organizaciones internacionales, en la agenda de los partidos políticos y en todas las propuestas normativas que tienen que ver con las políticas públicas, tanto cuando se trata de economía en general como cuando se trata de medioambiente, urbanismo, sanidad o educación. Pero, como suele ocurrir en estos casos, la palabra no siempre tiene detrás un concepto, ni siquiera aquel al que, vagamente, alude la definición de G.O. Brundtland. Bastará con un solo ejemplo a este respecto: la Estrategia Española de Desarrollo Sostenible (EEDS), presentada por el gobierno del Estado, y recientemente criticada como modelo de política insostenible por las principales organizaciones ecologistas del país (2).

El uso de la palabra sin concepto es lo que obliga, también en este caso, a la reflexión filosófica. ¿De qué hablamos en realidad cuando hablamos de sostenibilidad o desarrollo sostenible? (3) En el origen del concepto de sostenibilidad hay dos cosas: la percepción de la gravedad de los desequilibrios medioambientales observados en diferentes lugares del mundo y la conciencia de la posibilidad de una crisis ecológica global con consecuencias imprevisibles (pero previsiblemente catastróficas) para el futuro de nuestro planeta y de la mayoría de las especies que habitan en él. La idea de sostenibilidad es, pues, una respuesta preventiva ante la perspectiva de colapso global o parcial del modelo de civilización hoy dominante.

No han sido filósofos de profesión los primeros en formular el concepto y desarrollarlo, sino científicos que desde la década de los sesenta del siglo XX advirtieron el riesgo de colapso en la base material de mantenimiento de la vida en el planeta tierra y tuvieron la sensibilidad de reflexionar, o sea, de pensar filosóficamente sobre la cuestión. Entre ellos ha habido un puñado de ecólogos, biólogos, economistas, urbanistas y, naturalmente, también unos pocos filósofos, como Hans Jonas, Wolfang Harich o Manuel Sacristán, atentos a lo que estaban diciendo los científicos sensibles (Rachel L Carson, Barry Commoner, Edward Goldsmith, Georgescu-Roegen y, entre nosotros, Margalef, Naredo y Martínez Alier). De ahí han nacido las ideas básicas de lo que hoy se entiende, cuando la palabra corresponde al concepto, por sostenibilidad -o sustentabilidad, como prefiere decir Jorge Riechmann (4)-.

III

En los últimos veinte años el concepto de sostenibilidad se ha ido perfilando también filosóficamente. Para empezar, se ha establecido una diferencia de importancia entre crecimiento y desarrollo, entendiendo que el desarrollo de una sociedad no equivale sin más al crecimiento económico simplistamente medido por unas cuantas variables cuantitativamente expresadas. En segundo lugar, se ha matizado la noción misma de desarrollo atendiendo, por una parte, a la compatibilidad del mismo con los ecosistemas y, por otra, tomando en consideración índices de bienestar que ya no quedan reducidos a lo que sea en un momento dado el producto interior bruto. Se entiende entonces que el desarrollo al que hay que aspirar no es un desarrollo cualquiera, sino un desarrollo en equilibrio dinámico, autocentrado, racionalmente planificado y, en la medida de lo posible, basado en la biomímesis, es decir, en la imitación de la economía natural de los ecosistemas (5).

Esta noción de sostenibilidad implica una reinserción de los sistemas humanos dentro de los sistemas naturales, pero también una ampliación de la noción de bienestar que incluya indicadores socio-culturales como los ingresos medios de la población, la redistribución de la riqueza, el valor del trabajo doméstico, la adecuación de las tecnologías empleadas, la atención a la biodiversidad y el respeto de los ecosistemas en que se insertan las sociedades humanas. Se puede considerar, pues, que, hablando con propiedad, sostenibilidad implica una nueva filosofía de la economía. En un doble sentido. Primero, porque introduce la compatibilidad medioambiental como variable sustantiva en la consideración del desarrollo económico, lo que equivale a propugnar una economía ecológicamente fundamentada. Y luego, porque problematiza varios de los supuestos (filosóficos, psicológicos, antropológicos) de la teoría económica standard, que era, en lo esencial, una crematística basada en la maximización del beneficio individual, privado, a corto plazo.

Pero la filosofía de la sostenibilidad no se reduce a la crítica de la teoría económica standard o neoclásica, ni siquiera a las consideraciones estrictamente económicas. Va más allá. La idea de que el desarrollo, para ser sostenible, no tiene que comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades, cuando se expresa en términos positivos, implica una filosofía de la responsabilidad. Responsabilidad respecto del espacio en que tiene lugar el economizar (uso de los recursos locales disponibles de manera ecológicamente viable) y responsabilidad en el tiempo (lo que se suele llamar distribución intergeneracional de los recursos escasos y no renovables).

Esto último es un reto también para la ética (privada y pública), pues obliga a la filosofía moral (y política) a repensar y valorar las virtudes del individuo y del ciudadano teniendo en cuenta la dimensión temporal, la proyección de nuestras acciones económico-ecológicas y tecnológicas hacia un futuro no inmediato en el que quedarán afectados los seres humanos por venir y el medioambiente.

La filosofía que inspira la propuesta de desarrollo sostenible rectamente entendida, en equilibrio dinámico y autocentrado, es, en última instancia, una filosofía del límite, de la limitación o, por mejor decir, de la autolimitación de los humanos. En este ámbito tal filosofía tiene más de un punto de contacto con la idea de límite que expresó Albert Camus, en El hombre rebelde, al referirse al "pensamiento meridiano".

A veces la filosofía de la sostenibilidad se presenta como una filosofía biocentrista, en el sentido de negar que el ser humano tenga que ser la medida de todas las cosas y afirmar, en cambio, que formamos parte de un sistema vivo, la tierra, sintomáticamente llamado gaia. Pero, por lo general, y en sus formulaciones más razonables, la autolimitación que conlleva la sostenibilidad se entiende como una corrección drástica o radical del antropocentrismo que ha dominado la filosofía occidental durante siglos, o sea, como un reconocimiento del límite natural de una civilización expansiva o como aceptación de que no toda necesidad humana, culturalmente inducida, puede ser satisfecha, por el riesgo que esto supondría para la parte mayoritaria de la especie de que formamos parte y, tal vez, para toda la especie. Desde esta perspectiva se puede decir que la conciencia de especie, sensible a la vez a los problemas del entorno, es el motor espiritual que mueve la práctica de la sustentabilidad económico-ecológica en el mundo actual.

La filosofía de la sostenibilidad se puede presentar como un pensamiento conservador y revolucionario a la vez.

Conservador en la medida en que considera esencial atenerse al principio de precaución. Este principio se formula así: "Cuando una actividad se plantea como una amenaza para la salud humana o el medio ambiente, deben tomarse medidas precautorias aun cuando algunas de las relaciones de causa a efecto no se hayan establecido de manera científica en su totalidad, lo que implica que han de ser los proponentes de una actividad, y no el público, quienes deben asumir la carga de la prueba" (6).

Revolucionario, como ha escrito el ensayista australiano Dick Nichols, en la medida en que tomarse en serio el concepto de sustentabilidad, sin quedarse en la palabra, significa cuestionar los actuales modelos de producción y consumo, o sea, la forma de producir y consumir que hoy impera en nuestras sociedades.

IV

Cuidar la T(tierra) se puede leer como una concreción específica de la filosofía de la sostenibilidad, que pone el acento en la biomímesis, y como una aplicación del principio de precaución, entendido como autolimitación, a los problemas de la agricultura mundial contemporánea. Al descender a las concreciones, defendiendo un cambio de modelo, Jorge Riechmann ha puesto acertadamente el acento en el análisis de la actividad agrícola y en las propuestas alternativas que, mientras tanto, han ido surgiendo en todo el mundo, ya sea yendo de la mano de campesinos sensibles, ya inspirándose en las reflexiones de agroecólogos sensibles, a su vez, a los problemas de quienes viven de la tierra cuidando la Tierra. Esta concreción de la filosofía de sostenibilidad arranca de la convicción de que "no hay posible solución de la crisis ecológica global sin una ecologización a fondo del sector agroalimentario" (7).

En lo que puede considerarse capítulo central de su libro, el capítulo VIII, Jorge Riechmann, que ha argumentado ya (con la colaboración de Joaquim Sempere) las ventajas de la agroecología respecto de lo que se llamó "revolución verde" (8), perfila los principios, criterios y requisitos por los que debería regirse una agricultura sostenible "que sea de verdad sostenible". Establece entonces que el núcleo de la idea de sustentabilidad (o sostenibilidad) es que los sistemas económicos en general, y los agrosistemas en particular, han de ser indefinidamente reproducibles sin deterioro de los ecosistemas sobre los que se apoyan (9). El interés principal de este capítulo es que la argumentación a favor de la agricultura ecológica no se queda, como ocurre a veces, en mera declaración de principios ni en la crítica a lo que suele llamarse agricultura integrada, sino que se apoya convenientemente en la observación empírica a través del análisis de modelos o paradigmas en una serie amplia de casos y experiencias concretas, tanto de las distintas comunidades autónomas del estado español como de la Unión europea y de los EE.UU.

Este enfoque permite establecer una serie de requisitos mínimos que, además de ser razonablemente aceptables, concuerdan bien con el núcleo de la idea de sostenibilidad y con los principios que de ella se derivan. En opinión de Jorge Reichmann, tales requisitos serían cinco: usar los recursos renovables a un ritmo menor al de regeneración; emitir desechos a una tasa menor a la de su absorción por el medio ambiente; optimizar el aprovechamiento de los subproductos; no incurrir en deterioros irreversibles; y evitar los tóxicos persistentes y bioacumulables (10).

V

Aunque el título del libro puede sugerir una orientación lírica (impresión acentuada por la condición de poeta del autor), Cuidar la T(t)ierra tiene poco que ver, en su desarrollo, con las derivaciones ecologistas de la actual ética del cuidado; y menos aún con los filosofemas y las efusiones metafóricas de la ecología profunda. Tiene que ver, sí, en su arranque, con la sensibilidad de la mirada de John Berger sobre lo que ha sido y está siendo la evolución del mundo del campesinado (cuyo réquiem se pronunció seguramente de forma prematura, en nombre de los dioses del industrialismo, para sorprenderse luego ante su capacidad de supervivencia).

Pero, sobre todo, y a diferencia de una parte importante de la literatura reciente sobre la crisis ecológica y los asuntos medio-ambientales, este libro pone al servicio del ecologismo social, que cuestiona los actuales modelos de producción y consumo, una atención sin precedentes a los desarrollos de la ciencia; no de la Ciencia en general y con mayúscula, en la vieja acepción positivista y progresista de la misma, sino de las ciencias en particular, esto es, de aquellos conocimientos científicos nuevos que, renovando la argumentación racional, no ocultan su pretensión de mejorar la suerte de los humanos (frente al hambre, la escasez de alimentos, la miseria, la desigualdad social y la degradación del medio) sino que la declaran, sin complejos, ya desde su constitución como disciplinas separadas, con objeto propio. A eso es a lo que se llama hoy ciencia con conciencia. En este caso con conciencia filosófica de lo que pueda llegar a querer decir sostenibilidad para seres humanos que han probado ya al menos un par de veces el fruto agridulce del árbol del conocimiento.

 

Francisco Fernández Buey
La Insignia

España, septiembre del 2003

 

 

Rel-UITA es una de las organizaciones coeditoras del libro.

 

 

Notas


1   Jorge Riechmann, Cuidar la T(tierra). Políticas agrarias y alimentarias sostenibles para entrar en el siglo XXI. Icaria, Barcelona, 2003.

2   Véase un extracto de la alternativa elaborada por Ecologistas en Acción, Greenpeace, SEO/BirdLife y WWF/Adena en anejo a Cuidar la T(t)ierra, págs. 573-580

3   De esta cuestión se había ocupado ya Jorge Riechman en "Desarrollo sostenible: la lucha por la interpretación", en AA.VV. De la economía a la ecología. Tretota, Madrid, 1995.

4   En Cuidar la T(tierra) Jorge Riechmann matiza y sugiere traducir la voz inglesa sustainable por durable, inspirándose en el uso que hizo de este adjetivo el poeta José Martí. Cf. ed. cit. pág. 304, nota 2.

5   Jorge Riechmann había elaborado ya la idea de biomímesis en "Biomímesis: el camino hacia la sustentabilidad", donde se lee que no podemos concebir una sociedad sustantable que no se base sobre la energía solar, la fotosíntesis y el "cierre de ciclos" de los materiales.

6   En J. Riechmann y J. Tickner (coords), El principio de precaución. Icaria, Barcelona, 2002.

7   Cuidar la T(tierra), ed. cit. pág. 36.

8   En Cuidar la T(tierra), ed. cit. pág. 266 y ss.

9   Ibid., pág. 307

10 Ibid. pág. 347

 

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