Nacido de una matriz bélica y pensado para lucrar, no para durar, el actual modelo agrícola da evidentes señales de estar agotado, de haber erosionado y contaminado los suelos, y de haber moldeado un agricultor títere, dependiente. Unos cuantos decidieron zafar, y con sus manos escribirán su historia. |
Carlos Amorín
El modelo agrícola más comúnmente utilizado en la actualidad, también llamado “convencional”, surge de cierta forma de comprender la realidad, o dicho de otro modo, de una forma de pensar que considera necesario apropiarse de la mayor cantidad de bienes y dinero en la menor cantidad de tiempo y a cualquier precio. Pero no sólo eso. La agricultura convencional también es tributaria de un legado cultural “racionalista”, de una construcción teórica definida como “la ciencia”, que de un plumazo elimina cualquier forma de conocimiento no tamizada por la criba académica. Ese modelo agrícola, pues, se engarza con exquisita perfección en una construcción más grande, más abarcadora, que es un modelo de sociedad, y más aun, en un modelo de civilización.
LA MATRIZ BÉLICA. Los primeros amagues de introducción de sustancias químicas en la agricultura surgieron durante la Primera Guerra Mundial, cuando Alemania, privada del salitre americano, promovió la investigación científica que condujera a su sustitución. Así nacieron los abonos nitrogenados a partir de nitrógeno sintetizado del aire por medio del proceso Haber-Bosch. En la misma época comenzaron a patentarse las semillas híbridas, procedimiento perfectamente complementario con el posterior desarrollo de la industria química.
Recién durante la Segunda Guerra Mundial los gobiernos volvieron a invertir masivamente en ese sector para lograr armas capaces de matar a sus enemigos, pero también de arruinarles sus cosechas para agregar el hambre a las miserias habituales de la guerra y minar así la retaguardia de los ejércitos contrarios. La Segunda Guerra terminó, y los principales ganadores fueron, precisamente, las industrias químicas que habían logrado acumular un gran capital y habían tenido la investigación subvencionada al cien por ciento durante varios años, lo que había generado centenas de nuevas sustancias y una enormidad de flamantes conocimientos apenas inventariados, cuyas aplicaciones prácticas aún eran bastante desconocidas.
El primer batacazo fue el Parathión, y luego el “mágico ddt”. Desfoliantes, herbicidas, insecticidas, la industria química descubrió que aquellos mismos productos que pudieron servir para matar cosechas harían lo mismo con las malas hierbas, y que lo que estaba diseñado para provocarle la muerte a un ser humano, con pequeñas variaciones sería bueno para matar insectos. Pero era necesario tener un “mercado” lo suficientemente amplio como para absorber los estocs bélicos y, luego, la enorme capacidad instalada para producir venenos mortales.
Así fue que se creó un modelo agrícola adaptado a la industria química. Una vez definido el perro, sólo faltaba ponerle un collar, escribir los versos, crear las imágenes, obtener las complicidades. El dinero estaba allí, a paladas, sólo era necesario salir a recogerlo. Entonces surgió la idea mágica, enunciada con palabras mágicas e ilustrada con imágenes mágicas: la revolución verde. Palabras que evocan otras como cambio radical, transformación natural y, por tanto, benigna, desiertos que se convierten en productivos valles, un vergel infinito. En respaldo venía “la ciencia”, una ciencia muy química y nada agrícola, pero nadie reparó en eso. Las imágenes fueron aquellas en blanco y negro de la Alianza para el Progreso, otra palabra esencial que quedaría indisolublemente ligada a toda la “tecnología”, y también a la agrícola. El progreso sería entonces adaptarse a los cambios propuestos por la ciencia, que al llegar a la producción se transforma en tecnología. Si éramos capaces de hacer eso, llegaríamos a vivir, a ser como aquellas maravillosas familias rubias que inundaban la televisión, la radio, los cines, los discos, los diarios. La presión fue –es– tan grande que cualquier desviación, cualquier variante, cualquier desconfianza, y más aun las atrevidas y tenaces, eran calificadas de “actitudes atrasadas”. Así, el campesino que continuó durante algunos años más cultivando su campo de la misma manera, agachándose sobre el surco para carpir la hierba en lugar de lanzarle el herbicida a mano sin doblar la espina. Nadie pudo resistir una revolución que fue mucho más que verde, fue civilizatoria.
Para remachar la imposición del “paquete tecnológico” agrícola que implicaba la obligatoriedad de usar determinados fertilizantes, con tales semillas y no otras, y luego los pesticidas prescritos por “los técnicos” –en muchos casos, ingenieros agrónomos–, las agencias internacionales (léase fondosmonetarios, bides, beemes y otros) comenzaron a prestar dinero a los bancos para que éstos, a su vez, lo prestaran a los agricultores que, en realidad, al principio realmente no lo necesitaban, pero los gobiernos los lanzaron a los tiburones con los manos y los pies atados, y encima con los ojos vendados. Porque los obligaron a aceptar los préstamos, porque así era como se haría en adelante, porque eso era moderno, y porque había que comprar tractores y cosechadoras y combustible y eso implicaba inversión. En fin, los campesinos se abrazaron a la nueva maravilla que venía del país que había ganado la guerra armada, y que ahora se aprestaba a ganar la guerra de la paz.
La máquina entró al campo, la química también, el monocultivo, las deudas, la emigración, la pérdida de rumbo, el olvido de las tradiciones productivas, del respeto por la tierra, por lo que con ella se produce, el olvido de sí mismos, ya meros sujetos de papeles bancarios que van y vienen, presos de intermediarios que mandan lo que hay que plantar, de comerciantes que adelantan insumos y semillas a cuenta de cosechas, en medio de una ausencia total de alternativas, ya que ni siquiera los partidos renovadores han hecho un análisis crítico del modelo agrícola, del modelo científico, del modelo civilizatorio que los sostiene.
lo que el viento no se llevó. Las palabras, las imágenes, las promesas, los espejitos, las productividades, los nichos de mercado, las exportaciones salvadoras, el progreso, todo se lo llevó el viento, y con ello la salud o la vida de miles de agricultores y de trabajadores rurales. Lo que quedó son deudas, campesinos confundidos, temerosos, dependientes del saber ajeno, millones de millones de toneladas de sustancias químicas persistentes que impactarán todavía en el futuro del planeta durante un período que nadie puede estimar, suelos agotados, aguas contaminadas, el campo vacío, los bancos llenos, fotos, fotos y fotos de políticos cortando cintas, asistiendo a la Rural del Prado, mintiendo a cara de perro con los brazos levantados y sonriendo.
Hoy está claro, o debería estarlo, para la mayor parte de los agricultores que este modelo sirve si se planta un monocultivo a gran escala y se tiene el beneficio de exenciones impositivas, subsidios encubiertos o visibles, ayuda del Estado, porque si no, ni así sirve. Este modelo que hasta ahora no ha tenido realmente la oposición de los sectores productivos, ni de los sindicatos, ni de los consumidores, comienza a encontrar límites entre los vecinos, organizados o no, que entienden que están siendo víctimas directas de un envenenamiento masivo y tolerado. Está empezando a encontrar alternativas en grupos de productores marginalizados por la agricultura para los ricos que empiezan a practicar la de los pobres, la que no exige gastar para trabajar. Así vienen los agricultores orgánicos de Bella Unión, de Tacuarembó, de Canelones, de Montevideo, de Salto y Paysandú, decepcionados de mil “novedades”, de cien “polos de desarrollo”, de un sinfín de “cultivos de punta”. Ellos empiezan a encontrarse con lo que ya sabían, a aprender lo que ignoraban, a crear lo que haga falta, a usar tecnologías que liberen y no las que esclavizan. Y también sacan cuentas, y comprueban que no sólo hay otras formas de producir fuera del “modelo convencional”, sino que las alternativas son mejores, más beneficiosas para el bolsillo, para la salud, para el ambiente, para el ánimo y para la sonrisa.
es hora de parar y pensar. El modelo de la revolución verde ha fracasado estruendosamente, pero sus costos son muy elevados. Son tantos que quizás aún no se conozcan todos. Lo que sí se sabe es que a nivel planetario, en todos los puntos cardinales y sistemas políticos, capitalismo y socialismo, la destrucción es demasiado grande como para ocultarla. Hay legiones de muertos y damnificados, hay destrucción social permanente, hay pérdidas culturales irreparables y hay contaminación ambiental invaluable. Todo fue, es y seguirá siendo dicho en centenares de foros internacionales por delegados trajeados y bien peinados, en miles de discursos como los que se dirán este lunes 3 de diciembre, declarado Día Mundial sin Plaguicidas, en escenarios relucientes y bien iluminados. Mientras tanto, otros seguirán difundiendo su opción, como lo harán los agricultores orgánicos de Montevideo y aledaños este domingo 2 en la feria del Parque Rodó, donde distribuirán un producto orgánico a quienes se interesen en saber de qué se trata y se acerquen a su ubicación, tirando para 21 de Setiembre, junto a las calesitas.
Un gesto ridículo, dirán algunos, y comparado con la información y los testimonios que aquí se aportan, por lo menos podría parecer ingenuo. Pero lo que hay que esperar es que esos productos orgánicos regalados tal vez consigan despertar curiosidades, quizás ansias por empezar a optar de manera consciente, deliberada, por la vida.
UITA - Secretaría Regional Latinoamericana - Montevideo - Uruguay
Wilson Ferreira Aldunate 1229 / 201 - Tel. (598 2) 900 7473 - 902 1048 - Fax 903 0905