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La Problemática de los Agrotóxicos
Cuando un agricultor orgánico hace determinados tratamientos con substancias no tóxicas, para fortalecer la planta, entonces, si, deberíamos usar la palabra "defensivo". Por esto, agrónomos conscientes lanzaron la palabra "agrotóxicos" para designar a los biocidas de la agroquímica. No se trata de querer agredir a la industria, se trata de precisión en el lenguaje. |
José Lutzenberger
¿Cómo surgió y proliferó la agroquímica? Es interesante notar que la misma no fue desencadenada por presión de la agricultura. La gran industria agroquímica que impone su paradigma a la agricultura moderna es resultado del esfuerzo bélico de las dos grandes guerras mundiales, 1914-18 y 1939-45.
La primera dio origen a los abonos nitrogenados solubles de síntesis. Alemania, aislada del salitre de Chile por el bloqueo de los Aliados, para la fabricación de explosivos en gran escala, se vio obligada a fijar el nitrógeno del aire por el proceso Haber-Bosch. Después de la guerra, las grandes instalaciones de síntesis del amoníaco llevaron a la industria química a buscar nuevos mercados. La agricultura se presentó como el mercado ideal.
Así, al terminar la segunda de las guerras mundiales, la agricultura surge, nuevamente, como mercado para desarrollos que aparecieron con intenciones destructivas, no constructivas.
Al servicio del Ministerio de la Guerra, químicos de las fuerzas armadas americanas trabajaban febrilmente en la búsqueda de sustancias que pudieran ser aplicadas desde un avión para destruir las cosechas de los enemigos. Otro grupo, igualmente interesado en la devastación se les adelantó. Cuando explotó la primera bomba atómica, en el verano de 1945, viajaba en dirección a Japón un barco americano con una carga de fitocidas, entonces declarados como LN 8LN 14, suficientes para destruir 30% de las cosechas. Con la explosión de las bombas, Japón capituló, el barco regresó. Mas tarde, en la guerra de Vietnam, estos mismos venenos, con otros nombres, tales como "agente naranja" y agentes de otros colores, sirvieron para la destrucción de decenas de miles de kilómetros cuadrados de bosque y de cosechas. Del mismo modo que los físicos que hicieron la bomba, para no tener que extinguir las estructuras burocráticas de las que ahora dependían, propusieron el uso pacífico de la energía nuclear", los químicos que concibieron aquella forma de guerra química pasaron a ofrecer a la agricultura sus venenos, ahora llamados herbicidas, del grupo del ácido fenoxiacético, el 2, 4 D y el 2, 4, 5-T, M CPA y otros.
En Alemania, entre los gases de guerra, concebidos para matar masivamente, se encontraban ciertos derivados del ácido fosfórico. Felizmente no fueron usados en combate. Cada lado tenía demasiado miedo de los venenos del otro. Después de la guerra, teniendo grandes cantidades almacenadas y grandes capacidades de producción, los químicos se acordaron que lo que mata a las personas también mata los insectos. Surgieron y fueron promovidos así los insecticidas del grupo del parathion.
También el DDT, que sólo fue usado para matar insectos, surgió en la guerra. Las tropas americanas en el Pacífico sufrían mucho con la malaria. El dicloro-difenil-tricloroetil, conocido desde antes, pero cuyas cualidades insecticidas acababan de ser descubiertas, pasó a ser producido en gran escala y usado sin cualquier tipo de restricción. Se aplicaba desde el avión a grandes extensiones, se trataba a las personas con gruesas nubes de DDT. Después de la guerra, nuevamente, la agricultura sirvió para canalizar las enormes cantidades almacenadas y para mantener funcionando las grandes capacidades de producción que habían sido montadas.
El negocio de los plaguicidas se transformó en uno de los mejores negocios y uno de los más fáciles. Tan fácil como el negocio de las drogas. Mientras más se vendía, mas crecía la demanda. La situación actual se asemeja a una conspiración muy bien pensada. Los mismos grandes complejos industriales que indujeron al agricultor a que desequilibrase o destruyese la microvida del suelo, con las sales solubles concentradas que son los abonos minerales sintéticos, ofrecieron entonces los remedios para curar los síntomas de los desequilibrios causados. Estos remedios provocan nuevas destrucciones y desequilibrios, nuevos "remedios" son ofrecidos y así sucesivamente.
Con el uso intensivo de fertilizantes químicos, la agricultura se encarriló por un camino inicialmente fácil y fascinante, pues era sencillo y traía aumentos espectaculares de productividad. Pero, a largo plazo, este camino, como ahora ya se vislumbra, es un camino suicida.
El desequilibrio o destrucción de la microvida del suelo por el abandono de la fertilización orgánica y alimentación directa de la planta con sales solubles, así como el uso intensivo de los herbicidas, tiene como consecuencia el aumento de la susceptibilidad a las plagas y enfermedades. Surgen entonces los insecticidas, acaricidas, nematicidas, fungicidas y otros biocidas. Estos, a su vez, llevados al suelo por la lluvia, contribuyen a una destrucción aún mayor de la microvida. Los organismos mayores del suelo, como las lombrices, tal vez el mejor aliado que el agricultor pueda tener, desaparecen por completo, en nuestras labranzas, huertas y frutales modernos. Actuando directamente sobre la planta, los pesticidas, como venenos que son, contribuyen aún mas para desequilibrios en el metabolismo de la planta. Todo esto aumenta aún más la susceptibilidad a las plagas y enfermedades. Por lo tanto, el uso todavía mas intensivo de los venenos siempre producidos por el mismo complejo de industrias. Entonces, para combatir las enfermedades causadas por el envenenamiento generalizado del ambiente y de los alimentos, las mismas grandes fábricas ofrecen los medicamentos.
Y todo se vuelve siempre más caro. El agricultor, antes autárquico, que producía con insumos obtenidos en su propia tierra o comunidad, se vuelve un simple apéndice de la gran industria química y de la maquinaria. La situación de la agricultura americana, tan envidiada por su gran productividad, es significativa. La casi totalidad de los pequeños y medianos agricultores, hoy altamente capitalizados, totalmente dependientes de insumos industriales, se encuentra en situación de insolvencia. Por más que se esfuercen, no consiguen ganar para pagar los intereses de los préstamos. Volvió, incluso, un problema muy grave que parecía resuelto en la década de los 40 con los grandes programas de conservación del suelo. Hoy, la erosión volvió a campear en la agricultura americana, comprometiendo el futuro de la nación.
La industria química consiguió imponer su paradigma en la agricultura, en la investigación y en el fomento agrícola y dominó las escuelas de agronomía. Ella impuso un tipo de pensamiento reduccionista, una visión que simplifica las cosas pero que acaba destruyendo los equilibrios que pueden mantener una agricultura sana. Las plagas y las enfermedades de las plantas son presentadas como enemigos arbitrarios, implacables, ciegos, que atacan cuando menos se espera y que deben, por lo tanto, ser exterminados o, cuando esto se vuelve imposible, ser combatidas de la forma mas violenta y fácil posible. El campesino tradicional y el agricultor orgánico moderno saben que la plaga es síntoma, no causa del problema. Con un manejo adecuado del suelo, fertilización orgánica, fertilización mineral insoluble, abono verde, cultivos mixtos, rotación de cultivos, cultivares resistentes y otras medidas que fortalecen las plantas, ellos mantienen baja la incidencia de plagas y enfermedades de las plantas. El paradigma de la industria química no toma en cuenta estos factores. Combate síntomas y no busca las causas.
Dentro de esta visión, la agricultura, que debería ser el principal factor de salud del hombre, es hoy uno de los principales factores de contaminación.. Una de las formas insidiosas de contaminación. El lego ve el humo que sale de las chimeneas de los escapes de los automóviles, ve la suciedad lanzada a los ríos. Pero, cuando compramos una linda manzana en la frutería de la esquina, no sabemos que esta fruta recibió más de treinta baños de veneno en los frutales y, cuando entró en el frigorífico, fue inmersa en un caldo de otro veneno. Algunos de los venenos son sistémicos. Es decir, penetran y circulan en la sabia de la planta para alcanzar mejor a los insectos que se alimentan sorbiendo la misma. No sirve de nada lavar la fruta.
Está claro que la industria química sabe que está lidiando con fuego y la población empieza a preocuparse. Para calmar al público asustado y para protegerse a sí misma de posibles problemas, complementa su paradigma de uso de los venenos con una serie de conceptos seudocientíficos y jurídicos y usa toda una nomenclatura especial.
Inicialmente, cuando la conciencia ecológica era poca, los venenos eran presentados con el término genérico "plaguicidas". La idea era simple, combate las plagas. En inglés, la palabra "pest" es usada en lenguaje coloquial para designar "bichos" indeseables. Pronto, en Brasil, pasaron a usar el término "defensivos". Una palabra menos agresiva, que inspira más confianza y no tiene connotaciones negativas. Sucede que los productos ofrecidos por la industria química para el combate de plagas y enfermedades de las plantas, con rarísimas excepciones, son biocidas. Lo son deliberadamente. La intención es matar organismos considerados indeseables. Sería mas lógico que estos biocidas fueran denominados con la palabra "agresivos" o, simplemente, si quisiéramos ser honestos, "venenos". Cuando un agricultor orgánico hace determinados tratamientos con sustancias no tóxicas para fortalecer la planta, como cuando usa suero de leche, yogur, biofertilizantes, extractos de algas, levaduras y otros, disminuyendo la incidencia de plagas y enfermedades (no porque maten los agentes patógenos y los parásitos, si no porque dejan la planta con mas resistencia), entonces sí, deberíamos usar la palabra "defensivo". Por esto, agrónomos conscientes lanzaron la palabra "agrotóxicos" para designar los biocidas de la agroquímica. No se trata de querer agredir a la industria, se trata de precisión en el lenguaje.
Una vez que es innegable que al aplicar agrotóxicos en las plantaciones, quedan residuos en el alimento, la industria se arroga el concepto "dosis de ingestión diaria admisible" – ADI (admissible daily intake). Para cada uno de sus venenos, afirma que el organismo humano puede ingerir, inhalar o absorber por la piel cierta cantidad diaria sin que esto tenga consecuencias para su salud. Tratándose de los venenos fulminantes y persistentes en cuestión, no deja de ser un concepto temerario. Si aceptamos este concepto, tendremos que insistir en que todos nuestros alimentos sean constante y exhaustivamente analizados y retirados inmediatamente del mercado en el caso de haber transgresión. Todos sabemos que nada de esto sucede en la práctica cotidiana. Los escándalos sólo estallan cuando los ecologistas preocupados consiguen que sean hechos algunos análisis o cuando publican resultados oficiales que permanecían archivados. Los administradores públicos siempre tratan de negar la gravedad de lo que fue encontrado. Solamente cuando la presión popular es grande se consigue una acción oficial.
La ADI deriva de otro concepto, aparentemente científico, en realidad extremadamente rudimentario y grosero. Se trata de la medida de toxicidad llamada LD50, o sea, dosis letal 50%. Para encontrar este valor en un determinado veneno, se somete a una cierta población de animales de laboratorio a dosis crecientes del tóxico. Cuando la mitad de la población muere, se supone que este es el límite letal. Así, una LD50 de 8 significa que fueron necesarios 8 miligramos de veneno por kilo de peso de conejillo vivo para comenzar a matar las pobres criaturas. Millones de animales son torturados hasta la muerte todos los años en los laboratorios de la industria. Mientras más baja la LD50, más tóxica es la sustancia. Según este criterio, un agrotóxico con LD50 10 es cien veces más peligroso que otro con LD50 1000. Se trata, una vez más, de un razonamiento extremadamente reduccionista. Un argumento muy usado por los defensores de los agrotóxicos es la afirmación de Paracelsus de que el veneno es cuestión de dosis. Les gusta presentar el ejemplo de la sal de cocina. Un poco de sal es indispensable a la salud, pero, si yo como 100 gramos de sal de una vez, muero de deshidratación. El mismo razonamiento se aplica al agua. Ella es indispensable para la vida, pero podremos morir ahogados. De hecho, este razonamiento es válido siempre que se aplique a sustancias que normalmente son parte de los procesos metabólicos de los seres vivos: sal, agua, ácido clorhídrico, amoníaco, ácido sulfúrico y otros, nitratos, urea, etc. Pero este razonamiento no se aplica a biocidas, ya sean artificiales o naturales... El veneno de la cascabel siempre hace daño, por pequeña que sea la dosis. Si la dosis es muy pequeña, el daño puede ser pequeño y soportable, pero no deja de ser un daño.
Un pinchazo de alfiler causa un daño muy pequeño, no se compara con un corte de una daga, pero no deja de ser un daño. ¿Y qué sucede cuando llevamos diariamente un nuevo pinchazo, especialmente si es siempre en el mismo lugar? La cosa podría volverse muy grave. Y hay algo más: de un pinchazo en el trasero nos podemos reír, pero, en el ojo, es otra cosa. Así, la LD50 no toma en cuenta los efectos crónicos. ¿Qué sucede después de años de ingestión diaria de cantidades muy pequeñas de determinado veneno? ¿Cómo queda el hígado, el sistema renal, el sistema inmunológico y otros?
Proponer una ingestión diaria admisible para venenos como los agrotóxicos clorados, fosforados, los carbamatos, los mercuriales, las triazinas, los derivados del ácido fenoxiacético ya es más que temeridad – es cinismo. Pero tiene sentido para la industria química. Es una especie de seguro para ellos, no para nosotros, agricultores y consumidores. En las concentraciones propuestas, se vuelve imposible probar la relación causa/efecto. Si yo atropello a alguien con mi auto, no quedan dudas sobre quien causó las heridas, sólo se discutirá si hay dolo o culpa o si, tal vez, fue imposible evitar el accidente por descuido del proprio peatón. Sin embargo, si alguien estuviera muriendo de cáncer porque ingirió durante años cantidades muy pequeñas de una sustancia cancerígena, o cuando otro sufre de enfermedades infecciosas porque está con el sistema inmunológico destruido por carbamatos, se vuelve imposible probar que la culpa es del respectivo agrotóxico. Los altos ejecutivos de la industria química duermen tranquilos. En los casos en que se verifican residuos que sobrepasan las dosis supuestamente aceptables, ellos siempre le echan la culpa al agricultor. Alegan "mal uso". O, entonces, simplemente se elevan los "índices aceptables". Esta política ha sido muy común en Europa y Estados Unidos.
Además de no tomar en cuenta los efectos crónicos de la ingestión continua de pequeñas dosis, la LD50 no toma en cuenta los efectos sinérgicos, es decir, los efectos de interacción de los venenos unos con otros. Las pruebas de determinación de LD50 se hacen para una sustancia a la vez. Pero el organismo humano, en el mundo en que vivimos, se ve confrontado diariamente con sustancias totalmente diversas al mismo tiempo. Tenemos una infinidad de formas de contaminación: del aire, del agua, de los alimentos, de los objetos que tocamos, hasta de la ropa. Es sabido que, cuanto más actúa un veneno al mismo tiempo, el efecto es muchas veces superior que la simple suma de los efectos de cada uno aisladamente. Casi siempre los venenos se potencian mutuamente. Digamos que el veneno A tiene un efecto 5 y el veneno B tiene efecto 6. Ambos juntos podrán no tener un efecto 5+6=11, sino 5x6=30. ¿Y si son muchos venenos? La ADI no considera este aspecto.
Tampoco considera los efectos genéticos, es decir, los efectos mutagénicos, cancerígenos y teratogénicos. Se sabe que estos efectos son desencadenados a nivel molecular. Una sola molécula de sustancia cancerígena, un solo fotón de radiación ionizante, un solo virus, un solo fotón de radiación ionizante, puede desencadenar el cáncer o la mutación. Por lo tanto, la ADI para sustancias sospechosas de poder desencadenar efectos genéticos debería ser cero. Pero la industria química presenta ADI hasta para la Dioxina, el superveneno, el veneno más absurdo que el hombre haya producido y que estaba presente en el agente naranja. Periodistas me mostraron fotos de niños nacidos con deformaciones indescriptibles en Vietnam. Siguen naciendo. Las deformaciones son más horribles que las de la Talidomida. De hecho, la Talidomida debe tener una LD50 por arriba de 1000. Dentro de los conceptos de la agroquímica, sería menos peligroso que la sal de cocina.
Con relación a los efectos ecológicos de los agrotóxicos, en la mayoría de los casos, sólo se sabe después que ocurrieron los daños. Los efectos acumulativos de los clorados, especialmente del DDT, solamente se dejaron ver después que los biólogos atentos constataron los desastres. Cuando Rachel Carson escribió su libro "Primavera Silenciosa", llamando la atención para los problemas ecológicos de los venenos aplicados en la agricultura, fue violentamente denigrada e insultada por la industria.
Esto nos lleva a otro aspecto importante de toda esta locura. La industria química, y no sólo en el campo de los agrotóxicos, insiste en que tiene el derecho de introducir en el ambiente cualquier sustancia que descubra, mientras que no se hubiese probado que existe peligro. Pero, esta prueba, ni siquiera ella misma busca encontrarla. Al contrario, inicialmente combate a los que la buscan.
Debería ser exactamente al contrario. Mientras hubiera un resquicio de duda sobre posibles peligros, la sustancia no debería ser introducida en el ambiente. En vez de continuar haciendo buenos negocios, mientras la sociedad no sea capaz de probar los peligros, la industria debería ser obligada a probar que dicho peligro no existe, antes de obtener un permiso para vender.
En la práctica agrícola, en el campo, lo que hoy sucede es uno de los mayores escándalos de la Sociedad Industrial Moderna. Nunca tantos venenos, venenos tan fulminantes algunos, tan persistentes otros, o fulminantes y persistentes al mismo tiempo, fueron colocados en manos de tanta gente tan inexperta para lidiar con ellos.
La mayoría de los agricultores no tenían y siguen sin tener noción de los peligros que enfrentan con los agrotóxicos. Especialmente grave es la situación de los jornaleros en los latifundios, cuya única alternativa, en general, no pasa de escoger entre morir de hambre o morir envenenado.
La industria acostumbra a defenderse con el argumento del "uso adecuado" o "correcto" e insiste en que todos los problemas que se constatan siempre se deben al "mal uso". La culpa es siempre de la víctima. Cuando los problemas se agravan y se multiplican, ella, a veces, promueve cursillos o campañas de "uso correcto de los defensivos". Para esto busca siempre involucrar a la administración pública – Agricultura o Salud – para librarse de la responsabilidad y de parte de los costos. Pero sigue manipulando al agricultor, también a las amas de casa, en el caso de los venenos contra cucarachas, con publicidad insidiosa y deformadora, que no alerta sobre los peligros y promueve el uso innecesario y hasta perjudicial. Jamás aclara sobre las alternativas no tóxicas. Muy por el contrario, combate a los que promueven la agricultura orgánica.
Cuando la sociedad se defiende, preparando una legislación e insistiendo en la obligatoriedad de una receta firmada por un agrónomo que no sea empleado de la industria química, esta combate abiertamente las medidas.
No solamente los agricultores son mantenidos en la ignorancia y se tornan así las primeras víctimas. Los médicos que tratan las víctimas son mantenidos en la ignorancia en cuanto a los aspectos toxicológicos de los nuevos productos, datos que sólo la industria conoce y que, como hemos visto, ella misma puede conocer apenas parcialmente, una vez que los exámenes toxicológicos son conducidos con enfoque reduccionista, o sea, un veneno por vez. No toman en cuenta la complejidad y el alcance de la situación real. Por eso, son comunes los tratamientos inadecuados. El médico confunde los síntomas. Hasta ahora no conozco algún trabajo eficiente sobre agroquímica a fin de informar a los médicos en relación a los problemas toxicológicos de los venenos agrícolas.
El proceso de democratización y descentralización ahora desencadenado en este país, nos obliga a todos a concientizarnos sobre este inmenso escándalo, para que haya presión sobre los administradores de la cosa pública. Siempre que sea posible, se necesita también apelar a la Justicia.
José Lutzenberger, del libro "Do jardim ao Poder"
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