AGROTÓXICOS

 

 

Los atentados 

del 11 de setiembre en EE.UU.

 y la agricultura química moderna

 

Las investigaciones del FBI entre las redes islámicas en EE.UU., después del atentado contra el World Trade Center y el Pentágono el pasado 11 de setiembre, han llevado a las autoridades a prohibir las fumigaciones aéreas con plaguicidas alrededor de todas las ciudades. Descubrieron entre los sospechosos, manuales de fumigación y un notable interés por aprender a pilotar las avionetas empleadas en ese trabajo. Ahora cunde el temor a nuevos atentados con armas químicas o bacteriológicas... con los medios empleados en las labores agrícolas convencionales.Creo que hay enseñanzas que extraer de este episodio, en la nueva fase de inseguridad que los ataques del 11 de septiembre hicieron patente para el mundo entero. Deberíamos tener claro que las tecnologías de la moderna agricultura química son, de forma inherente, tecnologías de doble uso. Cualquier ingeniero sabe que las fábricas de fertilizantes son también fábricas de explosivos; las fábricas de plaguicidas son también fábricas de armas químicas; las plantas biotecnológicas son también fábricas de armas biológicas.

Una parte notable de estas tecnologías se origina directamente en la guerra (de los gases mortales empleados en la guerra química se derivaron los primeros plaguicidas), y al concebirse bélicamente la producción agrícola intensiva (centrada en el paradigma de la guerra contra las plagas, en lugar de una práctica de cooperación con la naturaleza como la que propugna el paradigma agroecológico), no ha de extrañar que ese potencial de peligro se actualice de cuando en cuando con terribles sorpresas. Ojalá no tengamos que hacer frente a un ataque terrorista como el que ahora teme el FBI y otras policías de todo el mundo; pero en cualquier caso ello no evita los catastróficos accidentes industriales que las tecnologías del “agribisnes” nos deparan con macabra regularidad. El más horroroso hasta la fecha fue el escape de la fábrica de plaguicidas de Union Carbide en Bhopal, en 1984; el más reciente, la explosión de la fábrica de fertilizantes de AZF en Toulouse, el 21 de septiembre de 2001 (con 29 muertos, casi 1.200 heridos y barrios enteros de la ciudad devastados).

La guerra contra la naturaleza forma parte del funcionamiento normal de las sociedades industriales contemporáneas: este potencial bélico acaba volviéndose contra nosotros mismos, a veces de forma tan directa como las descritas, otras de manera mucho más sinuosa e indirecta (los cánceres provocados por moléculas biocidas; los mecanismos de la disrupción hormonal).

Todos y todas tenemos la impresión de que el 11 de septiembre se superó un umbral; de que el mundo no volvería a ser el mismo después de los atroces atentados. Pero los cambios que vienen pueden ser a peor: pueden hacernos perder cosas que valoramos grandemente, que hacen la vida digna de ser vivida. Para que nuestro mundo no se deslice por una pendiente de degradación e inhumanidad creciente, dos grandes tipos de transformaciones son necesarias:

(A)         Una globalización de la democracia. Nos hallamos ante la alternativa de, o bien sumirnos paulatinamente en una anomia hobbesiana (guerra de todos contra todos en un mundo cada vez más fragmentado e inseguro), o bien construir elementos de estatalidad y ciudadanía mundial a partir de las instituciones de NN.UU. No queremos una superpotencia imperial combatida por mil terrorismos bárbaros, sino instituciones mundiales democráticas respetados por todos y todas.

(B)         En estrecha conexión con lo anterior (se trata de dos caras de la misma moneda), precisamos una pacificación de las relaciones sociales (que incluya la pacificación de las relaciones entre las sociedades industriales y la biosfera). Sin justicia social a escala planetaria, sin una ecologización real de la economía y de la sociedad, no podemos concebir un mundo habitable.

Un artículo del novelista británico Martin Amis, entre el aluvión de análisis que ha provocado la reciente crisis, acababa haciendo resonar uno de los temas que los movimientos ecologistas intentan impulsar desde hace más de treinta años: la necesidad de forjar conciencia de especie si es que queremos sobrevivir en condiciones aceptables. Conciencia de ser una sola humanidad, viviendo en una sola Tierra (el lema de la primera “cumbre de la Tierra” en Estocolmo, 1972); y también conciencia de ser sólo una especie dentro del concierto de cientos de miles de especies vivas que pueblan este planeta.

Una agricultura ecologizada, verdaderamente sostenible, no proporcionaría armas susceptibles de emplearse en atentados masivos. Una sociedad ecologizada, por la propia naturaleza de sus relaciones sociales, sus infraestructuras, su urbanismo, etc., sería intrínsecamente menos vulnerable a ataques como los que han padecido Nueva York y Washington. Creo que eso nos indica algo profundo en relación con la situación que actualmente vivimos, y con respecto a los cambios necesarios.

Autor: Jorge Riechmann

25 de setiembre de 2001

jriechmann@istas.ccoo.es

 

 

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