La
cuenca del río Amazonas es una de las regiones más ricas del mundo, rica económicamente
y rica biológicamente. Millares de especies animales y vegetales están aún
por ser descubiertas, pero pueden llegar a desaparecer antes de que eso suceda.
Miles de indígenas viven en esos bosques desde siempre, pero son tratados –y
expulsados– como intrusos. El crecimiento de las industrias extractivas, la
ausencia de políticas coordinadas, la ambición de lucro inmediato amenazan de
extinción a este bosque natural que, además de ser el más grande del mundo,
es imprescindible para la humanidad.
Según
el World Rainforest Insitute (WRI), “el
80 por ciento de la cobertura forestal original del planeta se ha perdido, está
fragmentada o se encuentra degradada”. En su informe GEO 2000,
“Perspectivas del medio ambiente”, para América Latina y el Caribe, el
Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) afirma que “La
mayor parte del bosque remanente está en unos pocos lugares, principalmente en
la cuenca amazónica. El valor de estos grandes bloques de bosque natural reside
en albergar culturas indígenas, resguardar la biodiversidad global, proveer
servicios ambientales globales, fijar carbono, contribuir con el crecimiento
local y nacional y satisfacer necesidades recreativas y espirituales (...) La
cuenca septentrional del Amazonas y el escudo de Guyana albergan la mayor área
de bosque intacto del mundo. De los ocho países del mundo que todavía tienen más
de un 70 por ciento de la cobertura forestal original, seis se encuentran en la
cuenca amazónica (Brasil, Colombia, Guyana francesa, Guyana, Surinam y
Venezuela)”. Pero sólo entre 1980 y 1990 la región perdió 61 millones
de hectáreas de bosques, aproximadamente el 6 por ciento de la superficie total
de forestas naturales. La pérdida ha continuado desde entonces y poco falta
para que la situación de la Amazonia ingrese en la zona de las catástrofes.
Del lado brasileño, esos bosques han perdido casi tres millones de hectáreas
por año. La producción maderera de esa zona se multiplicó por seis en los últimos
20 años y, según fuentes gubernamentales, el 80 por ciento de esa explotación
es completamente ilegal.
“La
crisis asiática y la desvalorización del Real brasileño frente al dólar
estadounidense en casi un 80 por ciento han aumentado la competitividad de la
producción brasileña, provocando un incremento de la instalación de empresas
extranjeras en el país, que en 1999 dominaron la producción de madera para la
exportación: ocho empresas transnacionales son propietarias de 2.400.000 hectáreas
de la Amazonia”,
asegura el informe GEO 2000.
La
superficie total de la selva amazónica se reparte en varios países: Guyana,
Guyana Francesa, Surinam, Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia y, por supuesto,
Brasil, que posee la parte del león. El sistema de los bosques amazónicos,
obviamente, nada sabe de las fronteras trazadas por los humanos. Es por eso que
este complejo y riquísimo sistema de interdependencia entre organismos vivos
–vegetales, insectos, aves, mamíferos, reptiles y un larguísimo etcétera–
debería ser considerado como una unidad. Sin embargo, cada país intenta sacar
el mayor provecho de su porción de Amazonia sin tener en cuenta qué sucede
“del otro lado”. Pero todos ellos tienen algo en común: “olvidar” que
desde hace tal vez miles de años estos bosques son el habitat de seres humanos
que conocen ese ámbito como nadie, que saben cómo convivir con él, que
conocen la importancia de combinar, en equilibrio, uso y conservación de los
recursos que la selva prodiga gratuitamente. En todos los países amazónicos
los indígenas son literalmente perseguidos, engañados, reprimidos y
asesinados. Para los grandes intereses económicos de la madera, el papel, la
minería o el petróleo, los indígenas son pequeños obstáculos en el camino
de su enriquecimiento.
Por
ejemplo, según un informe del Movimiento Mundial de Protección de los Bosques
Tropicales (WRM, por sus siglas en inglés),[1]
en Perú “La extracción petrolera y la
presencia de poderosas empresas madereras malayas, constituyen dos causas
fundamentales del deterioro creciente de la Amazonia peruana. A ellas se suman
actualmente la actividad depredatoria de empresarios madereros locales y el
cultivo de coca destinado a alimentar el mercado mundial de cocaína”. En
esa zona vivían varios grupos indígenas distintos, y hasta se ha encontrado
evidencia de que existen otros grupos jamás contactados. Pero tras las
carreteras llegan las empresas deforestadoras y los indígenas deben emigrar
para sobrevivir. La transnacional Shell Oil planea explotar los enormes
yacimientos de gas natural del valle del río Urubamba, donde viven varias
naciones indígenas. La empresa reconoció que algunos efectos adversos sobre el
ambiente, como la reducción de la caza y la pesca, ya se están sintiendo, y
hasta anunció que en el futuro habrá otros peores como la posible diseminación
de metales pesados que inevitablemente surgirán de los pozos de extracción,
llamas enormes que pueden alcanzar los bosques y explosiones no premeditadas.
Otro tanto se podría agregar acerca de lo que sucede en Venezuela, donde los
incendios forestales y las quemas para uso de la tierra en agricultura son
moneda cotidiana, a lo que se suma el enorme impacto de los pozos petrolíferos
manejados caóticamente; en las Guyanas y Surinam las empresas transnacionales
avanzan sin límites en la selva para extraer madera y minerales. Pero es en
Brasil donde la Amazonia sufre la mayor parte de los golpes mortales.
Según
un estudio efectuado este año por el Instituto Nacional de Pesquisa da Amazônia,
de Brasil, y las universidades estadounidenses de Oregon y Michigan y
recientemente difundido,[2]
si el gobierno brasileño continúa desarrollando su plan “Avanza Brasil”,
que comprende carreteras transamazónicas, decenas de puertos, aeropuertos,
gasoductos, hidrovías, millares de kilómetros de líneas eléctricas, más de
mil kilómetros de vías férreas y represas hidroeléctricas, y si las demás
actividades depredadoras siguen al mismo ritmo que hasta ahora, en 2020 sólo
quedará un 4,7 por ciento de selva virgen, un 42 por ciento habrá desaparecido
completamente y el resto estará severamente dañado. “En los próximos 20 años la Amazonia brasileña será drásticamente
alterada por los actuales esquemas de desarrollo y los modelos de uso de los
suelos. La pérdida será mayor en las áreas del sur y el este, pero ocurrirá
también una fuerte fragmentación en los bloques con bosques remanentes en el
centro y el norte”, dice el estudio.
Según
un informe periodístico recientemente publicado en Brasil,[3]
“Desde el descubrimiento hasta el fin de
la década del 70, sólo el 4 por ciento de toda la selva amazónica había sido
devastado, lo que corresponde a haber arrancado menos de un gajo de una naranja.
En los últimos 20 años ya se fueron otros dos gajos. El área deforestada
equivale en la actualidad a una superficie similar a la de toda Francia”. Esta
región, que “alberga quince veces más
especies de peces que todos los ríos europeos, contiene el 20 por ciento del
agua potable de todo el mundo y tiene la mayor variedad de seres vivos del
planeta (...) recibirá, en ocho años, una inversión de casi 20 mil millones
de dólares”. Es evidente que estas inversiones se hacen porque se espera
obtener un rápido retorno. ¿Por cuánto habrá que multiplicar esa cifra para
tener una idea aproximada de los beneficios que reportará la destrucción de la
Amazonia? ¿Por cuatro? ¿Por cinco? ¿Por diez? Sea por cualquiera de esos números,
el resultado nunca alcanzará el del valor que tiene la selva amazónica para la
humanidad. No hay forma de calcular el valor de su aporte a la supervivencia de
la humanidad.
Según
el citado informe de la revista Veja, el brasileño Instituto de Investigación
Ambiental de la Amazonia (IPAM) “midió
la devastación provocada por las rutas Belém-Brasília y la PA-150, la primera
construida en los años 60 y la segunda para ser el corredor de la madera extraída
del estado de Pará, y la BR-364 que une Cuiabá con Porto Velho. A lo largo de
la Belém-Brasília, el 55 por ciento de la vegetación fue derribada en una
faja de 50 kilómetros a cada lado del asfalto. Para la PA-150 el índice
registró un 40 por ciento de vegetación perdida, y para la BR-364 resultó un
33 por ciento. Dos tercios de la defosrestación total de la Amazonia ocurre en
los alrededores de las rutas.”
No
se debe confundir, sin embargo, a la causa de estos estragos con la mera
presencia humana. Como ya se vio, desde hace milenios los seres humanos conviven
con la selva de la cual obtienen desde el sustento hasta los miedos y los
dioses. Si se abren rutas en la selva no es para que puedan ingresar brasileños
deseosos de vivir “en contacto con la naturaleza”, sino para que puedan
ingresar las grandes empresas que extraen la riqueza de la región: maderas
nobles como la caoba y el roble, minerales de todo tipo, petróleo, energía,
tierra para uso agrícola, especialmente para las agroindustrias. Detrás de
ellas viene la gente, buscando el empleo que el campo empobrecido y las ciudades
atestadas les niegan. La devastación de la Amazonia no es producto de “la
mano del hombre”, como suele decirse, sino de políticas implementadas por
algunos de ellos, en beneficio de otros pocos. Por ejemplo, en los poblados de
Novo Progresso y Moraes de Almeida, al suroeste de Pará, “al
fin de 1977 no llegaban a haber 15 aserraderos. Tres años después tienen más
de 100, y a lo largo de toda la ruta Cuiabá-Santarem –que será pavimentada
por el plan Avanza Brasil– hay más
de 150. Entre todas esas empresas comen unas 75.000 hectáreas de bosque por año.
Cerca de 1.500.000 metros cúbicos de madera –con que llenar un centenar de
barcos de carga– son retirados
anualmente de lugares donde hasta hace tres años no se cortaba ni un solo
tronco”, explica el mencionado artículo. Y agrega: “hasta
hace diez años –y después de haber pasado por un ciclo de explotación de
yacimientos de oro–, el pueblo
Moraes de Almeida había quedado con apenas 26 habitantes; hoy alberga a más de
2.000”.
Según
cálculos del propio sindicato de madereros, la pavimentación de la ruta
redundaría en una rebaja del 50 por ciento en los costos de flete. Quizás sea
eso lo que hace decir al presidente del Sindicato de Madereros del Suroeste de
Pará, Antonio Brandt, que “La Cuiabá-Santarém
es la verdadera ruta de la integración nacional”, y al alcalde de Novo
Progresso que el asfaltado “Sería la
realización de un sueño”. Para muchos la ocupación de la Amazonia es
inevitable y, por lo tanto, es mejor que se haga planificadamente. De hecho, ya
hay 19 millones de personas viviendo en los nueve estados de la Amazonia brasileña.
A
pesar de todas las evidencias, el ministro brasileño de Medio Ambiente, José
Sarney (hijo), afirma que no se debe ser pesimista, y que es posible equilibrar
el progreso con la preservación. “El
gobierno está muy atento a los temas ambientales”, declaró
recientemente. El artículo de Veja, sin embargo, recuerda que “Todas
las experiencias anteriores de ocupación resultaron un fiasco. Durante el auge
de la explotación del caucho, la riqueza de los barones del látex era tal que
se vestían en Manaus como aristócratas ingleses y descorchaban botellas de
champagne francés con la naturalidad de quien bebe una latita de cerveza”. Pero
ahora hasta falta el agua limpia en esa ciudad, por tanto bañada por dos ríos
gigantescos, el Negro y el Solimoes. “Cuando
hace treinta años el multimillonario estadounidense Daniel Ludwig –continúa
Veja– quiso cumplir su sueño de
levantar en Amapá una superfábrica de pulpa de papel, en la periferia de
Manaus se pescaba el gigantesco pirarucu”. Pero ahora, es imposible hallar uno
antes de internarse 200 kilómetros selva adentro”. Toda la historia de la
Amazonia, como la de otras regiones de América que contenían riquezas extraíbles,
esta plagada de ejemplos que corroboran que lo que parece una indestructible
masa vegetal que crece entre ríos milenarios, es en realidad un delicado
ecosistema que puede desaparecer en poco tiempo. ¿Es imaginable un planeta
Tierra sin Amazonia? ¿Cuáles serían los efectos sobre el clima, la topografía
del subcontinente, la existencia de agua, la hidrografía, los índices de
lluvia, etcétera, etcétera?
En
uno de sus informes recientes, el WRM difundió los resultados de una encuesta
efectuada por el Instituto Vox Populi en todo Brasil acerca de la evaluación
que hacía la gente sobre diferentes temas vinculados a la Amazonia y los
bosques tropicales. Según esta encuesta, “el
88 por ciento de las 503 personas entrevistadas en todo el país cree que debería
aumentar y no disminuir la protección de los bosques en Brasil; el 93 por
ciento cree que la conservación no constituye un obstáculo para el desarrollo
del país; un 90 por ciento respondió que la creciente deforestación de la
Amazonia para el establecimiento de cultivos agrícolas probablemente no servirá
para reducir el hambre en el país, al tiempo que el 87 por ciento expresó que
los propietarios de tierras que deforesten deberían ser multados y el 88 por
ciento dijo no estar dispuesto a votar por un candidato a diputado que propicie
la tala de los bosques brasileños”.
Parece
obvio que es imprescindible detenerse a reflexionar sobre esta situación, y que
los diferentes actores sociales, económicos y políticos vinculados a este tema
discutan una estrategia que permita aprovechar con inteligencia las riquezas que
ofrece y genera la Amazonia, una estrategia que, en cualquier caso, deberá
respetar los derechos de los pueblos indígenas que la habitan y tener en cuenta
que el principal objetivo es mantener viva a la Amazonia.
Carlos Amorin
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Rel-UITA