Ecuatoriano come ecuatoriano
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Al llegar
al aeropuerto de Barcelona, una especie de mafia criolla comienza a
operar. Sorprende su “buenagentismo” y solidaridad al ofrecerse a
conseguirle trabajo y alojamiento al recién llegado. En esa búsqueda de
emigrante sin techo, alguien me sugirió que mirara los anuncios en los
locutorios, y así fui a parar en Paseo de Gracia, el Exaimple, Pubilla
Cases, etcétera. En el barrio de Jonic me recibió Carlos Pacheco, un
inmigrante ecuatoriano que se estaba curando el “chuchaqui” con una
cerveza alemana y escuchando música de Roberto Calero. “Soy de Quito,
del Comité del Pueblo, vivo con Jacqueline y Nancy Morales, vinimos hace
cuatro años y ya estamos enseñados. La casa es chica pero el corazón es
grande”, decía mientras fumaba un Ducado. “Pudimos alquilar este piso
porque fuimos favorecidos con el proceso de regularización y tenemos
permiso de trabajo. Ahora estamos tramitando el permiso de residencia,
requisito indispensable para alquilar este departamento.”
Me
mostraron la habitación, un cuartucho de paredes húmedas sin ventanas, con
dos camas literas de una plaza y de tres pisos, un armario apolillado,
donde viviríamos seis personas. Cada uno pagaba 250 euros al mes, 100
euros de garantía, aparte de los gastos de gas, luz eléctrica y agua
potable. Compartíamos el espacio Meche, Dany y Adrián, una familia de
guayaquileños, Martha y Ramón, una pareja de manabitas. En la otra
habitación vivía también otro tanto y en las mismas condiciones, sumábamos
15 personas sin contar a los ilegales itinerantes: argentinos, colombianos
y de Europa del Este, a quienes nuestros afables “dueños de casa”
alquilaban por turnos rotativos de día y de noche a cuatro euros la hora
los sofás, y por tres euros la hora los colchones mugrientos de la sala. A
ellos sólo se les permitía venir a dormir y no tenían derecho a la ducha
ni a la cocina.
Una de
esas noches frías de invierno barcelonés yo venía de buscar
infructuosamente trabajo. Carlos Pacheco, ebrio, mandaba trapo afuera a
Leandro Chicaiza, un guarandeño que trabajaba a medio tiempo en el
supermercado Champion, porque le caía mal y porque no quería ponerse a
chupar con él; pronto aparecieron las hermanas Morales gritando que se
fuera el puerco, el indio alzado, sucio y asqueroso. Yo traté de calmar la
situación y también llevé lo mío (un arañazo en la cara). El resultado fue
que ambos quedamos con nuestras maletas de patitas en la calle. Pensamos
que los albergues del Ayuntamiento de Barcelona nos podrían ayudar, pero
estábamos equivocados. “Estos albergues son sólo para los que tienen
papeles, para los comunitarios y no para los vagabundos como ustedes”,
nos dijo una española peliteñida y de voz desafinada. Me fui puteando por
Las Ramblas, diciéndole a Leandro que cuando los españoles vinieron a
atacar a Latinoamérica o vinieron como refugiados políticos huyendo del
fascismo franquista no les pedimos papeles. Esa noche, con un grupo de
marroquíes y rusos, disputamos unos cuantos cartones a los españoles que
trabajaban en la empresa de limpieza La Barcelonesa, para irnos a dormir
cerca de la estación del teleférico en Montjuic.
Barcelona
es una de las ciudades más caras de España, tener un piso resulta un gran
negocio para los ecuatorianos que ya están legales (un piso amueblado
oscila entre 500 y 700 euros mensuales). Nuestros “solidarios
arrendatarios” percibían al menos 3.500 euros, lo que les permitía pagar
el alquiler, no trabajar limpiando baños, lavando platos o en el servicio
doméstico, comprar uno que otro lujo en el Corte Inglés y enviar remesas a
Ecuador. Prefieren a los ilegales porque no los pueden denunciar ya que en
España subarrendar está penado por la ley; a cambio, quienes acceden a
estos “servicios” son víctimas de malos tratos, insultos y vejaciones.
“Ecuatoriano come ecuatoriano” es una expresión muy común entre todos los
grupos de inmigrantes. De alguna manera, personas como Carlos, Nancy y
Jacqueline –que antes habrían sido tratados de la misma forma por su
condición de ilegales– han entrado en esa perversa cadena de la
explotación, de esa mentalidad de esclavitud que aún tiene la sociedad
española individualista, cultora del dinero y de la sociedad de consumo;
por otra parte es posible pensar que consigo han importado también los
prejuicios, el arribismo social, el racismo, la cultura del desarraigo, el
complejo de inferioridad y bastardía, herencia de la conquista española.
Semanario
Brecha
(Uruguay)
4 de julio
de 2003 |