Calidad Alimentaria

 

ARGENTINA

Cirujas

del Primer Mundo

 

Hace apenas cinco años, cuando la recesión no había llegado y los argentinos vivían la ilusión de un país con un peso igual al dólar, la basura era la prueba de los nuevos y sofisticados hábitos de consumo de la clase media, cada vez más iguales a los del Primer Mundo. Las consultoras especializadas analizaban el contenido de los tachos de residuos de Buenos Aires para anunciar de inmediato que todo iba viento en popa: la mayor cantidad de materia inorgánica indicaba, por ejemplo, que cada vez se consumía más comida preelaborada y productos envasados. La basura funcionaba como confirmación del ingreso de la Argentina a nuevos niveles de bienestar. “Los pañales de tela ya son parte de la historia, ahora sólo se usan descartables”, fue una típica conclusión de esos tiempos. “La cantidad de electrodomésticos desechados aumentó, indicador de que es fácil reemplazarlos.”

Hoy de aquellas consultoras sólo quedan persianas bajas, mientras que los tachos perdieron toda función autosatisfactoria para convertirse en el botín de los desocupados que recorren el centro revolviendo las bolsas. Cada noche, entre las ocho de la noche  y las cuatro de la mañana, la ciudad muestra la cara más dura de la crisis. Entonces se ve a los nuevos pobres –familias enteras, pandillas de chicos, viejos solos– salir a la calle de a miles y hurgar en los paquetes. Buscan en la basura algo que comer.

La crisis social parece no tener freno. Con cuatro años de recesión y un nivel de desempleo que amenaza con alcanzar el récord histórico, los aumentos de precios de los últimos tres meses están teniendo efectos devastadores. Desde la devaluación, en enero, el costo de vida aumentó 9,7 por ciento y los productos de la canasta familiar el 26 por ciento. Las consecuencias se ven en la calle.

“Hace un año trabajaba en una empresa telefónica, hace seis meses empecé a pedir monedas y juntar cartones, últimamente estamos buscando comida para llevar a casa, a mi mamá y mis hermanos”, dice Jorge Insaurralde (20 años).

El adolescente recorre el microcentro todas las noches junto a dos chicos de su mismo barrio, Mónica (15) y Carlos (13). Viven en Florencio Varela, a una hora y media del Obelisco, y tienen una estrategia de supervivencia que cumplen con rigor: salen de su barrio a las seis de la tarde, toman el tren al centro, caminan hasta las cuatro de la mañana revisando bolsas y a las cinco están viajando de regreso. “Restos de pizza, comida china de un restaurante y todo lo que encontremos. Separamos todo lo que se pueda comer.”

Un empresario del cirujeo les da algo de dinero a cambio de cartón, papel y latitas: nueve centavos por cada quilo de cartón, 25 centavos por el quilo de papel blanco y cinco centavos por los diarios. Un quilo de pan costaba este viernes 1,60; lo que consiguen luego de juntar 18 quilos de cartón. Por eso es tan importante encontrar comida.

Algunas veces los tres chicos esperan, en la madrugada, a que los Mc Donald´s de la avenida Corrientes saquen a la puerta sus sobras de hamburguesas, pero la operación implica correr otros riesgos, “porque se amontona mucha gente y las peleas son comunes”.

Zapatillas por comida

Perdido el trabajo, consumidos los ahorros, vendidos los anillos de casamiento y la cruz de plata herencia de la abuela, los desocupados se despojan de sus últimas pertenencias en los clubes de trueque, a cambio de alimentos. El par de zapatillas, el velador de la mesa de luz, todo puede servir para un buen trato. “Abrimos un club de trueque todos los domingos”, cuenta a 30 cuadras de la Casa Rosada Eugenio Sthal, en la parroquia Santa Cruz: “Hace 15 días empezamos a tener problemas, porque debido a la suba de los precios mucha gente venía a buscar comida (a cambio de ropa, por ejemplo) pero muy poca gente a ofrecerla. Eso generó un clima de hostilidad y angustia, hubo discusiones y para el fin de semana pasado desde la iglesia conseguimos 600 quilos de verdura para trocar. Se los llevaron en 25 minutos. Nunca pensé que aquí en este barrio iba a ver esta escena. Me hizo acordar a los camiones de ayuda humanitaria de la ONU”.

La clase media es la que más ha sufrido el efecto del desempleo. El sociólogo Artemio López, de la consultora Equis, dice que en el último año, según la última Encuesta Permanente de Hogares, los pobres provenientes de la clase media pasaron de 55 a 60 por ciento del total de pobres. “En la zona metropolitana, seis de cada diez pobres provienen de los sectores medios y ya han superado en cantidad a los pobres estructurales. A esta situación se suma la caída de consumo por el corralito, que afectó sobre todo a la clase media, porque los otros ya habían dejado de consumir.”

Junto con el recurso del trueque, las asambleas barriales han empezado a organizar compras comunitarias, que abaratan los precios.

Pedidos a los supermercados

La semana pasada las organizaciones de desocupados organizaron pedidos de comida a los hipermercados de la Capital y cinco provincias del interior del país, con resultados dispares. Para descomprimir el ambiente, el gobierno destrabó el pago de los subsidios por desempleo a pesar del feriado bancario. La gente cobró sus planes Trabajar, una suerte de seguro de paro, en los lugares más insólitos: almacenes, clubes, sociedades de fomento, iglesias, comisarías.

En algunas zonas críticas del conurbano porteño, como La Matanza, se aceleró el envío de asistencia alimentaria. Hostigadas por todos los gobiernos, las organizaciones piqueteros han armado a la gente para enfrentar mejor esta crisis. Los medios sólo las muestran cuando cortan las rutas, y casi nunca reflejan el trabajo dentro de los barrios, donde recompusieron redes de solidaridad, levantaron salas de salud y generaron un polo de poder que si bien no ha logrado torcer el rumbo de un modelo económico de exclusión, dotó por primera vez de peso político a los desocupados.

Desde diciembre, la protesta piquetera se ha desinflado. Primero por el anuncio de Adolfo Rodríguez Saa, que durante su breve presidencia prometió un subsidio de desempleo para dos millones de personas, y luego por el de Eduardo Duhalde, que acaba de lanzar un plan social para un millón doscientos mil jefes de hogar. Desde diciembre la gente está llenando planillas de ingreso y aguantando.

El nuevo plan social introduce, por primera vez un criterio de distribución universal: todos los que son cabeza de familia, están desempleados y tienen hijos en edad escolar podrán recibirlo, dice el gobierno. La inscripción se abrió hace tres semanas y ya se anotaron 750 mil personas. La cuota inicial debe pagarse el 15 de mayo, pero como todo en estos tiempos de incertidumbre, no es tan claro que los fondos vayan a estar disponibles. Se supone que saldrán de mayores retenciones a las exportaciones agrícolas. “Si no pagamos el país estalla”, reconocen ministros, diputados e intendentes.

La confluencia de piqueteros y asambleas barriales no se ha concretado. Lejos de eso, los protagonistas del conflicto social se ven atomizados, atravesados por fuertes divisiones internas, los piqueteros divididos en varios grupos que compiten entre sí, los asambleístas ahogados entre la necesidad de generar un pensamiento político nuevo y la presión de las estructuras de la izquierda tradicional por cooptarlos. El último cacerolazo y marcha a la Plaza de Mayo, este 20 de abril, tuvo una convocatoria pobre.

Por encima de esta situación, en los barrios de la Capital y la provincia los asambleístas continúan reuniéndose e impulsando medidas, y en las villas y asentamientos los piqueteros buscando puntos de encuentro. No son pocos los que siguen creyendo que sin esa unidad, para la mitad del país sumergida en la pobreza, no habrá otro destino que el que quiera regalarle la suerte, al final de cada día, en el fondo de las bolsas que sacan a las veredas del centro las cadenas de hamburgueserías.

 Laura Vales

Buenos Aires

Semanario Brecha

 

10 de setiembre 2003

 

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