Dieciséis millones de
personas están en peligro de muerte en África por una causa
totalmente evitable: el hambre. La tragedia, que debería
avergonzar a los países enriquecidos del norte, está además
rodeada de falacias, tópicos e ignorancia. Los medios de
comunicación y los líderes mundiales nos advierten de que el
problema del hambre se debe a las sequías y a la falta de
alimentos, como si la solución dependiera en exclusiva de los
factores climatológicos (que casualmente parecen sólo afectar a
los países pobres) y de las ayudas caritativas de los países
ricos.
El premio Nobel de
Economía Amartya Sen ha demostrado con sus investigaciones que
las grandes hambrunas de este siglo no se han producido por una
disminución de la existencia de comida, sino por las enormes
desigualdades entre el norte y el sur. Los científicos del World
Watch Institute afirman que las grandes potencias y las
multinacionales controlan el mercado alimentario y tienen la
capacidad de jugar con precios y excedentes para doblegar a los
países pobres. Las importaciones de alimentos son uno de los
mecanismos claves del problema del hambre. Recordemos que en
1960, los países africanos importaban un 2% del consumo de
cereales y ahora tienen que importar el 10%. Para el intelectual
estadounidense Noam Chomsky, las muertes provocadas por el
hambre tienen responsables directos. “Estos crímenes no son el
resultado de leyes sociales misteriosas, sino de decisiones
humanas tomadas desde instituciones que aún no se han presentado
a la prueba de la legitimidad”. Por ejemplo, el Fondo Monetario
Internacional (FMI), la Organización Mundial de Comercio (OMC) y
el Banco Mundial (BM), entre otras.
El hambre no es, por
tanto, un problema de escasez de alimentos producido por los
severos efectos climatológicos, sino por una distribución
injusta. Los países ricos, que representan un 24% de la
población total del planeta, utilizan un 49% del producto
agrícola mundial. Sólo con el 10% del stock mundial de cereales
se podría erradicar la malnutrición en todo el mundo.
Esta desigualdad
genera además otros problemas contrapuestos y paradójicos. Por
primera vez en la historia -según el World Watch Institute- el
número de personas con sobrepeso ha superado al de las personas
que pasan hambre. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya
ha calificado la obesidad como “la epidemia del siglo XXI”, una
enfermedad que afecta a 1.200 millones de personas, la inmensa
mayoría en los países ricos. En EEUU, por ejemplo, más del 55%
de la población padece sobrepeso y casi un tercio obesidad. Esta
situación provoca un enorme gasto en productos dietéticos contra
el exceso de calorías y cientos de miles de operaciones de
cirugía estética corporal (400.000 cada año en EEUU).
A esta paradoja de
‘malnutrición frente a sobrepeso’ se añade la tendencia social a
asumir como los únicos dramas aquellos que aparecen en los
medios de comunicación. En este momento pareciera que el hambre
es un fenómeno exclusivamente africano. Sin embargo, esta
tragedia se extiende a todos los continentes. Sólo en la India
pasan hambre más de 204 millones de personas, más que en toda el
África subsahariana. En Corea se prevé la persistencia de una
escasez crónica de alimentos y una grave desnutrición, sobre
todo entre los niños. La capacidad de este país para colmar el
déficit con importaciones comerciales es muy limitada debido a
los problemas económicos. En el Asia meridional casi la mitad de
los niños tienen un peso inferior al normal y atrofia de
crecimiento. En Mongolia una cuarta parte de la población pasa
hambre y Timor oriental necesita con urgencia ayudas para
rehabilitar la agricultura y la economía de las cuales dependerá
la seguridad alimentaria del futuro. En Armenia, Azerbaiyán,
Georgia y Tayikistán, debido a la fuerte disminución del PIB
después de su independencia y conflictos prolongados, las
poblaciones siguen necesitando asistencia alimentaria. En
Afganistán, donde pasa hambre el 62% de la población, la
producción está limitada por la grave escasez de insumos
agrícolas y los desplazamientos causados por la guerra civil. En
Ecuador la plantación del maíz fue inferior a la media debido al
coste elevado de los insumos y a las limitaciones del crédito
causadas por la crisis económica. En Venezuela se presta
asistencia alimentaria de urgencia después de las lluvias
torrenciales de diciembre. En los países del Este y la antigua
Unión Soviética 26 millones de personas pasan hambre. Muchos
países balcánicos siguen afectados en diversa medida por
problemas alimentarios, exacerbados por la crisis económica. En
la provincia de Kosovo, se presta asistencia alimentaria a
alrededor de 600.000 personas. En Chechenia la situación de la
agricultura es crítica y el ganado y la industria vitícola han
sufrido graves daños.
Ante esta dramática
situación debemos preguntarnos cómo están respondiendo las
instituciones internacionales y los países enriquecidos del
norte. En 1996 se celebró la Cumbre Mundial sobre la
Alimentación y los líderes mundiales se comprometieron a reducir
el número de personas que padecen hambre a la mitad (de 800 a
400 millones de personas) para el año 2015. Aunque el objetivo
es de por sí vergonzoso y totalmente insuficiente, al ritmo que
se avanza en la actualidad -una reducción de unos 8 millones al
año- no existe posibilidad alguna de alcanzar esta meta.
Sin embargo, la
riqueza sigue parasitada en las manos de una minoría
privilegiada que controla multinacionales, bancos e
instituciones internacionales cuyos líderes son elegidos por
ellos mismos. Las 358 familias más ricas del mundo acumulan más
riqueza que las 2.500 personas más pobres del planeta. Y todavía
tratan de convencernos de que no hay alimentos y recursos para
todos. Qué razón tenía aquel que dijo, “qué mundo éste en el que
hay que luchar por lo que es evidente”.
Autora:
Marta
Caravantes
Periodista
Centro de Colaboraciones Solidarias
14 de abril de 2000
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