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09.01.02
Los más felices
de la tierra
La revista del New York Times de uno de los últimos domingos cita entre una pléyade de curiosidades atractivas, el resultado de una encuesta destinada a averiguar quiénes se sienten los seres más felices de la tierra. Según la encuesta, que realizó recientemente la firma Root Veenhoven´s World Database of Happiness, en una escala de uno a diez, los más felices son los colombianos, con una calificación de 8.32 puntos, seguidos muy de cerca por los suizos (8.15), y un poco más lejos por los ciudadanos de Estados Unidos (7.67), y por los del Japón (6.72).
Hay otros países que se quedan en la cola, Noruega o Suecia, por ejemplo, donde la gente, a pesar de sus envidiables niveles de ingreso y sus expectativas de vida aseguradas a largo plazo, se siente más desgraciada. A lo mejor el frío glaciar, piensa uno, y la efímera ilusión del sol de verano que no alcanza a derretir nunca la nieve, y la dieta de arenques ahumados con papas hervidas. O los filetes de reno. Un sueco tiene que llorar por fuerza frente a un plato de reno al solo recordar que esos nobles animales son los que arrastran por los cielos el trineo de Santa Claus.
Se entiende que los bancos destinados a preservar los secretos más escabrosos, y los relojes de puntualidad inquebrantable, sean capaces de hacer felices a los suizos, tanto como para otorgarse el segundo lugar del campeonato. Pero, ¿porqué se dan a sí mismo los colombianos la marca suprema del contento en medio de una guerra que ya nadie recuerda cómo empezó, que está ahora por todas partes, y que no se sabe cómo va a acabar? La World Database of Happiness lo explica de manera sencilla: hay en la vida quienes tienden a ver el vaso medio vacío, y otros a verlo medio lleno. Los colombianos, como otros muchos latinoamericanos, tienden a verlo medio lleno. ¿Será cierto? Una noche de estas en Cartagena, en una cumbiamba en casa de Jaime García Márquez, el cantante del conjunto de vallenato entonaba con alegría dolida, mientras sus manos dibujaban un gesto de desprecio: cuando ando de parranda no me acuerdo de la muerte. Sonaba sobrecogedor. No acordarse de la muerte que ronda tan seguido y tan cercana mientras tanto sopla el fuelle bullanguero del acordeón al golpe de la caja, puede ser una clave para declararse feliz. Aires de distracción y fiesta que faltaron a don Francisco de Quevedo, quien, a la vista de los muros antes fuertes de su heredad, y ya entonces desmoronados, debió repetirse: y no hallé otra cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte...
Como ocurre en El diario del año de la peste, la novela del siglo XVIII de Daniel Defoe que he puesto como ejemplo de formidable reportaje literario a mis alumnos del taller sobre literatura y periodismo que he venido a impartir a Cartagena, la guerra en Colombia ha ido copando toda la geografía con saña muchas veces silenciosa, pasándose de manera artera de un área a otra, tomando territorios que antes se pensaban seguros o ajenos al conflicto, presentándose de improviso en un lugar en el que se la creía demasiado lejana como para sentirla verdadera, tal como una nube sombría que va pasando sobre nuestra cabeza y deja ver un rincón del cielo, mientras oscurece por el otro toda la atmósfera, como dice Defoe de la peste bubónica.
Baste que cualquiera de los grupos guerrilleros, el ELN o las FARC, quiera marcar un territorio, pronto estarán allí las Fuerzas de Autodefensa, los paramilitares, o paras, de Carlos Castaño para contaminar el mismo territorio, y entonces empezarán los desalojos forzosos, el éxodo de aldeas enteras, los secuestros masivos, las extorsiones, se llenará el paisaje de cadáveres abandonados en la vera de los caminos, y serán tiroteados en plena calle los alcaldes bajo sospecha de pertenecer a uno u otro bando. El horror y la inseguridad cotidianas, la infelicidad sin mesuras, ajenos a las encuestas sobre la felicidad, que la gente común enfrenta a como puede. Los habitantes de Bolívar, en Cauca, leemos entre la multitud de noticias sobre la guerra, salieron al amanecer, despertados por los tiros, a dar la cara a una columna guerrillera de la FARC que bajaba a tomarse el pueblo. Para enfrentarlos no cargaban armas, sino velas encendidas, y entonaban villancicos al son de tambores y chirimías. Los guerrilleros se retiraron sin causar una sola víctima dice el reporte. Hay que leerlo para creerlo. Los felices, o aspirantes a felices, triunfaron esta vez. Es, además, la tercera vez que ocurre.
Un niño enfermo terminal de cáncer, mientras tanto, le ha enviado desde su cama del hospital un mensaje a Marulanda, el viejo patriarca guerrillero, pidiéndole que libere esta Navidad a su padre, un cabo del ejército al que las FARC mantiene prisionero junto con otras docenas de militares.1 En Colombia cada caudillo de esta guerra puede ser magnánimo o inflexible con su propio poder, según convenga a su imagen. Pero ojalá Marulanda se decida por hacer feliz a ese niño que se muere, en recuerdo de aquel viejo y olvidado humanismo que un día enarbolaron las guerrillas, y hoy tan fuera de moda.
A Cartagena los turistas siguen llegando del interior de Colombia, familias que vienen a pasar vacaciones como si viajaran a un balneario del extranjero. Casi se siente uno tentado a preguntarles, mientras los ve disfrutar de su día de playa, si son felices solamente aquí, o también allá donde viven, en Cali, en Bogotá o en Medellín, donde cualquier día secuestran un autobús con todo y sus pasajeros, o se llevan de rehenes a los comensales de un restaurante campestre, o a todos los feligreses de una parroquia un domingo. Pero también vienen, por miles, los desplazados por la guerra que se asientan en la periferia de la ciudad, donde ya viven otros tan pobres como ellos. Y no hay en sus rostros ningún asomo de que pertenezcan al bando de los felices campeones del mundo.
La guerra, con su secuela de muerte y destrucción, parece estar lejos todavía de este paraíso del caribe. Pero a lo mejor no por mucho tiempo. Tras la aparición de los primeros grupos guerrilleros entre Santa Marta y Ríohacha, que quiere decir las cercanías de Cartagena, la carretera ha sido puesta bajo control militar. Luego llegarán los paras con sus listas negras. Y entonces el vaso que parece medio lleno, puede resultar hecho añicos.
Cartagena de Indias, diciembre 2001
Sergio Ramírez M.
Publicado en La Insignia - 21.12.01
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NOTAS
1- Nde. Finalmente el niño murió sin ver a su padre
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