Internacional

 

Colombia

 

Uribe, un año después

 

 

 

Para Alejandro Santos, director de la revista Semana, la de mayor tirada del país, “Álvaro Uribe es el único presidente de América Latina al que no quieren tumbar, sino reelegir”. Un año después del inicio de su mandato, el presidente colombiano goza del mayor índice de apoyo popular (de más del 70%) que jamás haya conocido un presidente colombiano. El principal motivo es que Uribe ha logrado crear la sensación de que en Colombia existe un gobierno fuerte, un timón que gobierna con “mano dura” y cuya mayor virtud es la imagen que de sí mismo ha creado.

 

Uribe ha creado sensación de seguridad con una política cuyos máximos exponentes han sido la recuperación del territorio y el afianzamiento de la presencia del Estado. En una palabra, el fortalecimiento del Gobierno. El número de secuestros bajó un 34% el último año y los homicidios descendieron un 23%, al tiempo que se ha reforzado la presencia del Estado en zonas que durante años fueron de la guerrilla. Uribe no ha conseguido ningún avance con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC); sólo una serie de acercamientos, aunque no se llegó a negociar el alto el fuego, con el Ejército de Liberación Nacional (ELN); pero en cambio sí se logró un avance con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que el pasado 15 de julio anunciaron la desmovilización gradual de 13.000 de sus hombres.

 

También se ha avanzado en la lucha contra la corrupción administrativa, eje fundamental para la consecución de un Estado fuerte, y se han firmado convenios de cooperación política con Canadá, EE.UU., Unión Europea y países vecinos, así como la puesta en marcha de mecanismos para combatir el terrorismo y el narcotráfico, como el último acuerdo suscrito con Francia.

 

La política de “mano dura” también ha supuesto importantes avances en la lucha contra el narcotráfico. Dentro del Plan Colombia, la estrategia antidroga implementada por Uribe, aunque diseñada desde Washington, ha conseguido importantes avances para un problema que tiene en EE.UU. a uno de sus principales damnificados, y por esa misma razón, a uno de sus máximos interesados en acabar con él.

 

Colombia sigue siendo el principal productor y distribuidor de cocaína en el mundo, y un importante abastecedor de heroína para EE.UU. Según el Departamento de Estado, más del 80% de la cocaína a nivel mundial es producida o refinada por Colombia, que “exporta” unas 520 toneladas de cocaína al año, y que es además uno de los principales abastecedores de heroína, con 7 toneladas anuales.

 

Pero a pesar de los espectaculares avances en la lucha contra el narcotráfico, y de que Uribe siempre haya sido visto con buenos ojos desde Washington, Colombia veía como a principios de julio, EE.UU. pretendía recortar las ayudas militares dentro del Plan Colombia (el país andino es el tercer receptor de ayuda militar estadounidense después de Israel y Egipto), si el ejecutivo colombiano no se plegaba a las exigencias estadounidenses y firmaba un acuerdo bilateral que garantizase la inmunidad a los soldados estadounidenses ante el Tribunal Penal Internacional (TPI).

 

Son evidentes los logros alcanzados por Uribe, pero también lo son las rémoras que Colombia sigue arrastrando. El austero presidente colombiano se mueve con pies de barro en la economía, donde, esclavo del Fondo Monetario Internacional, ha desarrollado una política económica típica de un país incapaz de conseguir recursos por otra vía diferente que la de apretar el cinturón al ciudadano, con medidas tan impopulares como el despido de miles de empleados públicos o el cierre de importantes empresas del estado, que han hecho que los sindicatos tachen al presidente colombiano de gobernar en detrimento de los menos favorecidos. Con un índice de desempleo del 14,2% y el presupuesto agujereado por un déficit de 920 millones de euros, el crecimiento económico se cifra en un 3,5%, y no sólo no alcanza al ciudadano, sino que también arrastra a las clases medias con un progresivo deterioro de sus rentas. Pero el empobrecimiento del país se ha visto compensado, a ojos de Uribe, por una sensación de mayor “seguridad democrática”, ésto es, de seguridad en términos reales, y de fortalecimiento del Estado.

 

Todavía queda mucho por hacer en los aspectos militar, político y económico. Mucho también debe trabajar por los derechos humanos. En un país de 44 millones de habitantes, 33 se debaten entre la pobreza y la indigencia y hay, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR), más de 3 millones de desplazados por un conflicto que dura ya más de 40 años. Uribe es consciente de la fragilidad de sus logros pero es aún más consciente de todo lo que le queda aún por realizar. La imposibilidad de ser reelegido hace del tiempo su mayor enemigo. De momento ya ha consumido un año con un balance tan favorable como provisional y ha cumplido las expectativas de un pueblo colombiano ávido de gestos, de hechos. El próximo 25 de octubre ha convocado un referéndum que propone entre otras cosas, congelar las pensiones de altos dignatarios del Estado y castigar a los corruptos, cuyo dinero se invertiría en salud y educación. Pero también se votará la reducción del tamaño del Congreso, un hito que puede suponer el paso de la autoridad al autoritarismo.

 

El diario El Tiempo de Bogota, afirmaba en su editorial del 7 de agosto, primer aniversario de Uribe en la presidencia, que “es positivo para Colombia constatar que (...) existe un clima de confianza, sin el cual es imposible avanzar o construir”. La gestión de Uribe merece desde luego un voto de confianza, pero jamás un cheque en blanco.

 

 

Jacobo Quintanilla

Agencia de Información Solidaria

 

27 de agosto de 2003

 

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