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Tierra, trabajo, dignidad
Estas tres
palabras han adquirido en los últimos meses una carnalidad
inusitada en el país. Se escuchan asociadas en reuniones,
comentarios, reclamos, convocatorias, advertencias,
confesiones, proyecciones, en casi cualquier instancia
colectiva que aborde “la crisis actual”.
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Tierra, porque mucha gente ya no tiene
qué comer o, mucho peor, qué darle de comer a sus hijos, y ven que
allí, apenas doblando el espinazo está la tierra y de ella se
puede obtener lo que escasea. La tierra abandonada, olvidada,
desacreditada, maltratada, pero abundante y aún fértil es –ahora
se vuelve a saber de manera dramática– un recurso, y de esos que
el país tiene en abundancia, aunque en general no muy bien
empleado y peor distribuido. Tierra, porque muchos recuerdan lo
que aprendieron con sus abuelos y abuelas, con sus padres, o
incluso su oficio de juventud antes de recalar en “la gran
ciudad”, y saben que ella es fuente de vida, de autosustento.
Tierra y trabajo, porque forman legión
quienes ya no esperan obtener un empleo, o alguno que les permita
alimentar a su familia, porque ya saben que han quedado excluidos
para siempre de este sistema neoliberal y no quieren sentarse en
las puertas de sus casas a ver pasar sus propios cadáveres. Son
jóvenes, personas maduras y hasta ancianos todavía polentosos los
que sienten que de sus brazos, de sus manos, con su sudor –esas
cosas que no presta ningún banco y que no caben en ningún
corralito– puede surgir el alimento sin necesidad de
intermediarios, patrones, presidentes ni ministros. Tierra y
trabajo, porque ambos conceptos están naturalmente asociados en la
vida de cualquier cultura cuando perdura y crece en la gente,
desde la gente, y no cuando es una hamburguesa prefabricada por
quienes digitan el consumo “cultural”. Donde hay tierra, hay
trabajo que hacer.
Tierra, trabajo y dignidad, porque antes
de subirse a los aviones para emprender un viaje incierto, antes
que cortar rutas para pedir canastas de alimentos o asistencia
económica, antes que dejar salir la ira de manera individual
contra objetos simbólicos o robar para comer, una parte importante
de este pueblo se está asociando para enfrentar la acometida de
los pocos poderosos de siempre. En este pueblo todavía se cree en
el vecino, y uno con otro se convocan para rescatar lo que nadie
puede quitarles: la dignidad. Desde ese sentimiento personalísimo,
íntimo, y que a la vez adquiere su cabal sentido cuando se expone
como una muralla, mucha gente ha decidido reclamar todo y no pedir
nada. Tierra, trabajo, dignidad es como decir: no nos estorben
más; sólo podemos depender de nosotros mismos. Porque lo que
viene, dicen todos, será peor.
Nunca la crisis fue tanta y nunca, como
ahora, el Estado ha mostrado su ajenidad e insensibilidad. Una
tasa de desempleo histórica, el incremento de la pobreza y la
exclusión social emerge con fuerza despiadada generando
incredulidad y desesperanza. La ausencia de un proyecto de país
para las mayorías deja en la orfandad, en una cruel intemperie, la
posibilidad de poner en marcha aquí y ahora desde proyectos de
vida individuales hasta emprendimientos económicos serios y
sustentables. El país está al garete, y los que gobiernan y tienen
el poder para fijar los rumbos negocian con el barco de los
piratas que acechan aguardando el naufragio para ver qué otros
jirones pueden arrancarle a esta nave malherida.
No pocos entendieron que la salida estaba
en el aeropuerto de Carrasco, y por allí se fueron mientras un
malón de jóvenes, de familias enteras, aguarda su turno con las
maletas hechas. La crisis ha convertido a unos cuantos en
almácigos que, con las raíces al aire, buscan oportunidades en
otras tierras. Desgarro, dolor, bronca, angustia, sueños
despedazados. Los que deberían hablar, callan; los que deberían
dar la cara, se esconden; y un grupito de vividores y alcahuetes
busca a los victimarios entre las víctimas.
Entre los que no pueden irse y los que
porfiadamente pretenden quedarse, desocupados o en vías de serlo,
o quienes aun con un empleo se empobrecen cada vez más, emerge la
necesidad de cómo “parar” la olla. Como durante la dictadura, se
apela al coraje, a la imaginación y a la construcción colectiva.
Los comedores y las ollas populares –dignas, solidarias– brotan
como hongos y la gente vuelve sus ojos y sus manos a la tierra,
reivindica la quinta, la chacra mixta como fuentes de alimentos y
trabajo. En el imaginario colectivo todavía está presente la
huerta al fondo de la casa, el color de aquellos huevos caseros,
el sabor de aquellas frutas. Se recuerda a padres y abuelos, tan
hábiles en sus múltiples oficios, sin miedo de desarmar un motor,
meter mano en un enchufe, hacer algún embutido casero o plantar.
La gente quiere producir alimentos, quiere pelearle al hambre
trabajando, organizándose, compartiendo saberes, reinstalando
valores y solidaridades.
Dos mundos, dos opciones, dos estrategias
crecen sin aparentes puntos de contacto: mientras la
superestructura político-económica vuelve a colocar los mismos
ingredientes en la misma olla pero en orden y dosis algo
diferentes diciendo que así se obtendrá un resultado distinto, en
la base, en los barrios populosos y humildes, en los rancheríos de
los miles, decenas o centenares de miles que se cayeron al mar de
tanto que achicaron el país, allí ya no esperan, ya no piden, ya
no creen, miran a su alrededor y se disponen a sobrevivir con lo
que ven, con los recursos disponibles: tierra, algunas
herramientas, conocimientos, esfuerzo, trabajo colectivo o
individual, semillas, solidaridad.
Diversas organizaciones, como las que
promueven la producción de alimentos de calidad por medio de la
agroecología, las que contribuyen a la reconversión de los
productores que fueron arruinados por un modelo diseñado por y
para el beneficio casi exclusivo de un puñadito de trasnacionales,
y la propia Universidad de la República, que está diseminando su
conocimiento acumulado por medio de docentes y estudiantes
solidarios, todos estamos siendo desbordados por la amplitud y
urgencia del reclamo social. El hambre que padecen hoy miles y
miles de uruguayos puede ser en parte mitigada por esta reacción
masiva y espontánea de ellos mismos, un acto de creación que
alberga el germen de un país nuevo que ya no pide un lugarcito en
el balcón al mar, sino que se da vuelta mirando la inmensidad del
campo, vaciado, desperdiciado, agonizante, y decide labrarlo y
darse vida.
Un germen puede crecer y desarrollarse, o
también frustrarse y desaparecer. Nadie sabe qué pasará con éste,
pero lo que sí se sabe es que eso depende de nosotros mismos. Este
trabajo tiene el objetivo principal de empezar a ponerle rostros a
esta respuesta activa contra el desguace organizado, sistemático,
radical del tejido social popular. Una respuesta activa que,
además, constituye desde ya una experiencia social aparentemente
inédita en Uruguay.
Quienes firmamos esta nota editorial,
convocamos a todas y todos quienes se sientan concernidos,
motivados, interesados, movilizados por esta experiencia a apoyar
a los grupos y colectivos de personas que han comenzado a cultivar
sus alimentos y a todas las organizaciones que colaboran en esta
tarea que se desarrolla en los barrios, en los merenderos, en las
huertas asociativas. Cada uno según sus posibilidades y desde su
lugar debería poder aportar un granito –en este caso– de tierra,
porque aunque las estadísticas no lo registren, las posibilidades
de trabajo, en realidad, abundan. Y como tantas otras veces este
pueblo lo ha demostrado, la dignidad, siempre, es lo que sobra
abajo mientras arriba sólo parece haber regocijo.
Rel-UITA
/ BRECHA / Comunidad del Sur
27 de setiembre de 2002
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