Uruguay

Suplemento: ¡Tierra!

 
 
 

Tierra, trabajo, dignidad

Estas tres palabras han adquirido en los últimos meses una carnalidad inusitada en el país. Se escuchan asociadas en reuniones, comentarios, reclamos, convocatorias, advertencias, confesiones, proyecciones, en casi cualquier instancia colectiva que aborde “la crisis actual”.

Tierra, porque mucha gente ya no tiene qué comer o, mucho peor, qué darle de comer a sus hijos, y ven que allí, apenas doblando el espinazo está la tierra y de ella se puede obtener lo que escasea. La tierra abandonada, olvidada, desacreditada, maltratada, pero abundante y aún fértil es –ahora se vuelve a saber de manera dramática– un recurso, y de esos que el país tiene en abundancia, aunque en general no muy bien empleado y peor distribuido. Tierra, porque muchos recuerdan lo que aprendieron con sus abuelos y abuelas, con sus padres, o incluso su oficio de juventud antes de recalar en “la gran ciudad”, y saben que ella es fuente de vida, de autosustento.

Tierra y trabajo, porque forman legión quienes ya no esperan obtener un empleo, o alguno que les permita alimentar a su familia, porque ya saben que han quedado excluidos para siempre de este sistema neoliberal y no quieren sentarse en las puertas de sus casas a ver pasar sus propios cadáveres. Son jóvenes, personas maduras y hasta ancianos todavía polentosos los que sienten que de sus brazos, de sus manos, con su sudor –esas cosas que no presta ningún banco y que no caben en ningún corralito– puede surgir el alimento sin necesidad de intermediarios, patrones, presidentes ni ministros. Tierra y trabajo, porque ambos conceptos están naturalmente asociados en la vida de cualquier cultura cuando perdura y crece en la gente, desde la gente, y no cuando es una hamburguesa prefabricada por quienes digitan el consumo “cultural”. Donde hay tierra, hay trabajo que hacer.

Tierra, trabajo y dignidad, porque antes de subirse a los aviones para emprender un viaje incierto, antes que cortar rutas para pedir canastas de alimentos o asistencia económica, antes que dejar salir la ira de manera individual contra objetos simbólicos o robar para comer, una parte importante de este pueblo se está asociando para enfrentar la acometida de los pocos poderosos de siempre. En este pueblo todavía se cree en el vecino, y uno con otro se convocan para rescatar lo que nadie puede quitarles: la dignidad. Desde ese sentimiento personalísimo, íntimo, y que a la vez adquiere su cabal sentido cuando se expone como una muralla, mucha gente ha decidido reclamar todo y no pedir nada. Tierra, trabajo, dignidad es como decir: no nos estorben más; sólo podemos depender de nosotros mismos. Porque lo que viene, dicen todos, será peor.

Nunca la crisis fue tanta y nunca, como ahora, el Estado ha mostrado su ajenidad e insensibilidad. Una tasa de desempleo histórica, el incremento de la pobreza y la exclusión social emerge con fuerza despiadada generando incredulidad y desesperanza. La ausencia de un proyecto de país para las mayorías deja en la orfandad, en una cruel intemperie, la posibilidad de poner en marcha aquí y ahora desde proyectos de vida individuales hasta emprendimientos económicos serios y sustentables. El país está al garete, y los que gobiernan y tienen el poder para fijar los rumbos negocian con el barco de los piratas que acechan aguardando el naufragio para ver qué otros jirones pueden arrancarle a esta nave malherida.

No pocos entendieron que la salida estaba en el aeropuerto de Carrasco, y por allí se fueron mientras un malón de jóvenes, de familias enteras, aguarda su turno con las maletas hechas. La crisis ha convertido a unos cuantos en almácigos que, con las raíces al aire, buscan oportunidades en otras tierras. Desgarro, dolor, bronca, angustia, sueños despedazados. Los que deberían hablar, callan; los que deberían dar la cara, se esconden; y un grupito de vividores y alcahuetes busca a los victimarios entre las víctimas.

Entre los que no pueden irse y los que porfiadamente pretenden quedarse, desocupados o en vías de serlo, o quienes aun con un empleo se empobrecen cada vez más, emerge la necesidad de cómo “parar” la olla. Como durante la dictadura, se apela al coraje, a la imaginación y a la construcción colectiva. Los comedores y las ollas populares –dignas, solidarias– brotan como hongos y la gente vuelve sus ojos y sus manos a la tierra, reivindica la quinta, la chacra mixta como fuentes de alimentos y trabajo. En el imaginario colectivo todavía está presente la huerta al fondo de la casa, el color de aquellos huevos caseros, el sabor de aquellas frutas. Se recuerda a padres y abuelos, tan hábiles en sus múltiples oficios, sin miedo de desarmar un motor, meter mano en un enchufe, hacer algún embutido casero o plantar. La gente quiere producir alimentos, quiere pelearle al hambre trabajando, organizándose, compartiendo saberes, reinstalando valores y solidaridades.

Dos mundos, dos opciones, dos estrategias crecen sin aparentes puntos de contacto: mientras la superestructura político-económica vuelve a colocar los mismos ingredientes en la misma olla pero en orden y dosis algo diferentes diciendo que así se obtendrá un resultado distinto, en la base, en los barrios populosos y humildes, en los rancheríos de los miles, decenas o centenares de miles que se cayeron al mar de tanto que achicaron el país, allí ya no esperan, ya no piden, ya no creen, miran a su alrededor y se disponen a sobrevivir con lo que ven, con los recursos disponibles: tierra, algunas herramientas, conocimientos, esfuerzo, trabajo colectivo o individual, semillas, solidaridad.

Diversas organizaciones, como las que promueven la producción de alimentos de calidad por medio de la agroecología, las que contribuyen a la reconversión de los productores que fueron arruinados por un modelo diseñado por y para el beneficio casi exclusivo de un puñadito de trasnacionales, y la propia Universidad de la República, que está diseminando su conocimiento acumulado por medio de docentes y estudiantes solidarios, todos estamos siendo desbordados por la amplitud y urgencia del reclamo social. El hambre que padecen hoy miles y miles de uruguayos puede ser en parte mitigada por esta reacción masiva y espontánea de ellos mismos, un acto de creación que alberga el germen de un país nuevo que ya no pide un lugarcito en el balcón al mar, sino que se da vuelta mirando la inmensidad del campo, vaciado, desperdiciado, agonizante, y decide labrarlo y darse vida.

Un germen puede crecer y desarrollarse, o también frustrarse y desaparecer. Nadie sabe qué pasará con éste, pero lo que sí se sabe es que eso depende de nosotros mismos. Este trabajo tiene el objetivo principal de empezar a ponerle rostros a esta respuesta activa contra el desguace organizado, sistemático, radical del tejido social popular. Una respuesta activa que, además, constituye desde ya una experiencia social aparentemente inédita en Uruguay.

Quienes firmamos esta nota editorial, convocamos a todas y todos quienes se sientan concernidos, motivados, interesados, movilizados por esta experiencia a apoyar a los grupos y colectivos de personas que han comenzado a cultivar sus alimentos y a todas las organizaciones que colaboran en esta tarea que se desarrolla en los barrios, en los merenderos, en las huertas asociativas. Cada uno según sus posibilidades y desde su lugar debería poder aportar un granito –en este caso– de tierra, porque aunque las estadísticas no lo registren, las posibilidades de trabajo, en realidad, abundan. Y como tantas otras veces este pueblo lo ha demostrado, la dignidad, siempre, es lo que sobra abajo mientras arriba sólo parece haber regocijo.

Rel-UITA / BRECHA / Comunidad del Sur

27 de setiembre de 2002

 

UITA - Secretaría Regional Latinoamericana - Montevideo - Uruguay

Wilson Ferreira Aldunate 1229 / 201 - Tel/Fax (598 2)  900 7473 -  902 1048 - 903 0905