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Los
derechos de los Trabajadores
¿un
tema para arqueólogos?
Por
Eduardo Galeano
En periódico argentino Página 12 del 22.04.01 se publicó un artículo de Eduardo Galeano que, por considerarlo de interés para nuestras organizaciones afiliadas, reproducimos a continuación. |
Más
de noventa millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Wal-Mart. Sus más de novecientos mil empleados tienen prohibida la
afiliación a cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a
ser un desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los
derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de asociación.
El fundador de Wal-Mart, Sam
Walton[1],
recibió en 1992 la Medalla de la Libertad, una de las más altas
condecoraciones de Estados Unidos.
Uno de cada cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez niños,
engullen en McDonald’s la comida plástica
que los engorda. Los trabajadores de McDonald’s
son tan desechables como la comida que sirven: los pica la misma máquina.
Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En
Malasia, donde los sindicatos obreros
todavía existen y actúan, las empresas Intel,
Motorola, Texas Instruments y Hewlett
Packard lograron evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró “union
free”, libre de sindicatos, el sector electrónico.
Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa obreras que
murieron quemadas en Tailandia, en
1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los muñecos de Sesame
Street, Bart Simpson y los Muppets.
Bush
y Gore coincidieron, durante la campaña electoral del año pasado, en
la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de
relaciones laborales. “Nuestro estilo de
trabajo”, como ambos lo llamaron, es el que está marcando el paso de la
globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en los más
remotos rincones del planeta.
La
tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero de Nike en Indonesia tenga
que trabajar cien mil años para ganar lo que gana, en un año, un ejecutivo de Nike
en Estados Unidos, y que un obrero de la IBM en Filipinas fabrique
computadoras que él no puede comprar.
Es
la continuación de la época colonial, en una escala jamás conocida. Los
pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos
baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos
deportivos, computadoras o instrumentos de alta tecnología además de producir,
como antes, caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado
mundial.
Desde
1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones de
trabajo en el mundo. Según la Organización
Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 115, Noruega
106, Alemania 76 y Estados
Unidos... catorce. El país que encabeza el proceso de globalización sólo
obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente impunidad a sus grandes
corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la conquista de
territorios que las industrias sucias pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente,
este país que no reconoce más ley que la ley del trabajo fuera de la ley es el
que ahora dice que no habrá más remedio que incluir “cláusulas sociales”
y de “protección ambiental” en los acuerdos de libre comercio. ¿Qué sería
de la realidad sin la publicidad que la enmascara?
Esas
cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro
relaciones públicas, pero la sola mención de los derechos obreros pone los
pelos de punta a los más fervorosos abogados del salario de hambre, el horario
de goma y el despido libre. Desde que Ernesto
Zedillo dejó la presidencia de México,
pasó a integrar los directorios de la Union
Pacific Corporation y del consorcio Procter
& Gamble, que opera en 140 países. Además, encabeza una comisión de
las Naciones Unidas y difunde sus
pensamientos en la revista Forbes: en
idioma tecnocratés, se indigna contra “la
imposición de estándares laborales homogéneos en los nuevos acuerdos
comerciales”. Traducido, eso significa: arrojemos de una buena vez al
tacho de la basura toda la legislación internacional que todavía protege a los
trabajadores. El presidente jubilado cobra por predicar la esclavitud. Pero el
principal director ejecutivo de General
Electric lo dice más claro: “Para
competir, hay que exprimir los limones”. Los hechos son los hechos.
Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos: yo no fui. En la industria posmoderna, el trabajo ya no está concentrado. Así es en todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota. De cada cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa. De los 81 obreros de Petrobrás muertos en accidentes de trabajo en los últimos tres años, 66 estaban al servicio de contratistas que no cumplen las normas de seguridad. A través de trescientas empresas contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un Estado que en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra: “Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social, para asegurar un clima favorable a los inversores”, explicó recientemente Bo Xilai, secretario general del Partido Comunista en uno de los mayores puertos del país.
El
poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las
personas compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece más a cambio de menos,
a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están
quedando los restos de las conquistas arrancadas por dos siglos de luchas
obreras en el mundo.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica
y el Caribe, que por algo se llaman “sweat
shops”, talleres del sudor, crecen a un ritmo mucho más acelerado que la
industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina
están “en negro”, sin ninguna protección legal. Nueve de cada diez
nuevos empleos en toda América latina
corresponden al “sector informal”,
un eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios.
La estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de
aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie
extinguida?
En
el mundo al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige
trabajadores presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las
cárceles. El dios del mercado amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier
trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo, que sirve a los
empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la
productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más universal. ¿Quién
está a salvo del pánico de ser arrojado a las largas colas de los que buscan
trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un “obstáculo interno”, para
decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola,
que hace un año y medio explicó el despido de miles de trabajadores diciendo
que “hemos eliminado los obstáculos internos”?
Y en tren de preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que
divide al mundo en domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha
por la dignidad del trabajo? Menudo desafío.
[1] Nota de la Secretaría: Sam Walton acaba de desplazar a Bill Gates de su sitial de “hombre más rico del mundo”. Según el diario británico Sunday Times, la fortuna personal de Walton es de US$ 65.000 millones, superando en US$ 11.000 millones la fortuna de Gates
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