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1º de mayo
“Si un individuo produce a otro un daño físico tal, que el golpe le causa la muerte, llamamos a eso homicidio: si el autor supiera de antemano, que el daño va a ser mortal, llamaremos a su acción asesinato premeditado. Pero si la sociedad reduce a centenares de proletarios a un estado tal que, necesariamente, caen víctimas de una muerte prematura y antinatural, de una muerte tan violenta como la muerte por medio de la espada y de la maza; si impide a millares de individuos las condiciones necesarias para la vida si los coloca en un estado en que no pueden vivir, si los constriñe, con el brazo fuerte de la ley, a permanecer en tal estado hasta la muerte, muerte que debe ser la consecuencia de ese estado: si esa sociedad sabe, y lo sabe muy bien, que esos millares de individuos deben caer víctimas de tales condiciones y, sin embargo, deja que perdure tal estado de cosas, ello constituye, justamente, un asesinato premeditado, como la acción del individuo, solamente que un asesinato más oculto, más pérfido, un asesinato contra el cual nadie puede defenderse, que no lo parece, porque no se ve al autor, porque es la obra de todos y de ninguno, porque la muerte de la víctima parece natural y porque no es tanto un pecado de acción como un pecado de omisión. Pero ello no deja de ser un asesinato premeditado”. Esta afirmación de Federico Engels apareció probada, con abundante documentación -inclusive con testimonios tomados de documentos oficiales- en 1845. En Nueva York la edición de la obra de Engels (“La situación de la clase obrera en Inglaterra”), se publicó por primera vez en 1885. Un año después culmina, en Estados Unidos, la lucha por la jornada de ocho horas. Antes del crimen de mayo, Chicago -donde dominaba el estilo de vida capitalista- ya era ciudad de mártires. Muchos obreros partían hacia el trabajo a las cuatro de la mañana y regresaban a las siete u ocho de la noche o aun más tarde, de modo que jamás veían a sus hijos y mujeres a la luz del día. Su trabajo se acumulaba en manos de los patronos (Chicago ya era la segunda ciudad de los Estados Unidos), mientras miles de obreros carecían de lo indispensable para una vida decorosa. Del dolor a la esperanza Hacia 1873 la situación económica ahonda las angustias; llegan los “años negros”. Pero el dolor necesita esperanzas y la esperanza organización. Se forman numerosos grupos para luchar por las ocho horas y los Caballeros del Trabajo declaran, en 1874, que se esforzarán en obtener sus demandas “mediante la negativa a trabajar más de ocho horas”. La crisis precipita decisiones. La conciencia obrera avanza y consolida el método: ahora la lucha por las ocho horas aparece ligada, otra vez, a la idea de la huelga general. Los conflictos se suceden, alternándose con derrotas obreras. En 1877 en Pittsburg, se detienen los ferrocarriles: sus obreros exigen las ocho horas. La huelga se prolonga, la furia crece con el hambre, pero finalmente triunfan los que cuentan con el respaldo de las armas e imponen la paz del régimen: los obreros son vencidos. Pero las olas siempre vuelven. En Pittsburg mismo, sobre el recuerdo de la sangre nace y crece la Federación Of Trade Unions, que se convertirá luego en la Federación Americana del Trabajo (AFL). Esta, en su segundo congreso, hacia finales de 1882, reinicia la lucha. En representación de los trabajadores de Chicago la Asamblea de sindicatos maneja algunos argumentos que encontraremos esgrimidos luego en otras latitudes, inclusive en Uruguay, frente a la persistente oposición de algunos legisladores y patronos. La jornada de ocho horas –se explica– aligerará el fardo de la sociedad dando trabajo a los desocupados, disminuirá el poder del rico sobre el pobre, no porque el rico se empobrezca sino porque el pobre mejorará. Creará las condiciones necesarias para la educación y el mejoramiento intelectual de las masas (...) estimulará la producción y aumentará el consumo de bienes de las masas, hará necesario el empleo cada vez mayor de máquinas para economizar la fuerza de trabajo. Las organizaciones obreras solicitan a los partidos; (los mismos de hoy, Republicano y Demócrata) que definan posiciones. En noviembre de 1884 en el Congreso de AFL se reconoce el fracaso de las gestiones ante las organizaciones políticas y como consecuencia, muchos militantes obreros sostienen que se obtendrá más por presión directa sobre los patronos. Se abre camino la idea de una acción sindical unánime. Finalmente, las organizaciones de trabajadores de Estados Unidos y Canadá resuelven, en 1884, que “la duración de la jornada de trabajo desde el 1º de mayo de 1886 será de ocho horas”. Y recomiendan a las organizaciones sindicales hacer promulgar leyes acordes con esta resolución a partir de la fecha establecida, invitándose a participar en el movimiento a los Caballeros del Trabajo. Primavera de la fraternidad Aparece así, pues, por primera vez la idea: hacer del 1º de mayo una jornada de reivindicación obrera unida a la reivindicación de las ocho horas ¿Por qué el 1º de mayo y no otro día? El historiador Maurice Dommanget, aceptando al socialista Gabriel Deville, lo explica: esa fecha correspondía, en América del Norte, al comienzo del año de trabajo y a partir de ella se efectuaban, masivamente, las contrataciones de servicios. Más allá de la explotación, la unidad en la decisión de luchar enciende la esperanza de los trabajadores; aquella es una primavera de la fraternidad se preparan folletos, periódicos, mitines explicándose los motivos de la lucha, que avanza en la conciencia de la clase obrera. En la primavera del 85 la Fraternidad de Carpinteros organiza el movimiento de las ocho horas en toda la costa del Pacífico. La Cámara sindical de los Carpinteros y Ebanistas de Chicago anuncia que el 3 de mayo comenzará “la jornada normal de 8 horas”; sus integrantes se comprometen a paralizar el trabajo en todos los talleres en los que no se aplique la jornada de ocho horas. La senda está trazada. Llega un abril violento. Se extienden las huelgas, a veces acompañadas de enfrentamientos con las “fuerzas del orden”. Las llamas de la cuestión social iluminan al presidente Clevelan, que reconoce ante el Congreso: “las relaciones entre capital y trabajo son muy poco satisfactorias y esto, en gran medida, gracias a las ávidas e inconsideradas exacciones de los empleadores”. Treinta y dos mil obreros, en especial mineros de Virginia, conquistan en la lucha la jornada de ocho horas. Frente a frente Dos enfoques dos concepciones, se enfrentan. Por un lado la AFL, cuyos dirigentes no están aún comprometidos con intereses ajenos a los trabajadores (no son los “césares de paja” o “déspotas benévolos” de que hablará luego Harold Laski con precisión). Por otra parte los patronos, cuyos voceros hablan sin ambages. El Illinois State Registrer dirá, por ejemplo, que la lucha por las ocho horas es “una de las más consumadas sandeces que se hayan sugerido nunca sobre la cuestión laboral”. Y agregará: “La cosa es realmente demasiado tonta para merecer la atención de un montón de lunáticos. Y la idea de hacer huelga en procura de ocho horas es tan cuerda como la de hacer huelga para conseguir la paga sin cumplir las horas de trabajo”. El New York Times dirá que “las huelgas para obligar al cumplimiento de la jornada de ocho horas pueden hacer mucho para paralizar la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país”. El Philadelphia Telegram, a su vez: “el elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal: se ha vuelto loco de remate. ¡Pensar en estos momentos, precisamente, en iniciar una huelga por el logro de las ocho horas!”, Y el Indianapolis Journal: “los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los ahorros de los hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia señalan la iniciación del movimiento”. Primeras victorias Al fin, amanece. El 1º de mayo de 1886 las manifestaciones confirman la voluntad obrera: “Ocho horas de trabajo. Ocho horas de reposo. Ocho horas para la educación. A partir de hoy ningún obrero debe trabajar más de ocho horas por día”. Cinco mil huelgas, trescientos mil huelguistas, iniciarán la cuenta regresiva hacia otra época. “En los mitines de Nueva York –explicará Martí en sus crónicas– denuncian con renovada ira los mismos males que creían haber dejado tras sí”. Obreros de la construcción, ebanistas, barnizadores, obtienen la jornada de ocho horas sobre la base del salario mínimo. Panaderos y cerveceros diez horas, con aumentos de salarios. Así en diversas ciudades. En total, 125.000 obreros, después de su labor comienzan a ver a sus hijos con luz natural. A fines de mayo serán 200.000. Poco después un millón. Comienza la victoria de la unidad. La jornada fue sangrienta en Milwaukee, donde el movimiento creció con la fuerza del mar. Las autoridades enviaron refuerzos policiales, hubo choques; una descarga de fusilería alcanzó a manifestantes obreros; desde la columna responden con piedras. Mueren nueve obreros. En Chicago, el 3 de mayo la tragedia es mayor. La realidad de esta ciudad era todavía más crítica: a pesar de sus luchas los obreros vivían en peores condiciones; trabajaban de catorce a dieciséis horas por día, carecían de alojamiento, el costo de vida abrumaba los salarios. La generalidad de los empleadores –explica Dommanget– tenían mentalidad de caníbales. Los periódicos afirmaban que era necesario curar a los trabajadores de su orgullo. El Chicago Tribune dijo: “la prisión y los trabajos forzados son la única solución para la cuestión social”. Los hechos auspician la maduración de la conciencia. Como siempre, “las devociones se gestan al calor del ambiente”. En Chicago además desplegaban su acción núcleos y periódicos que enjuiciaban la realidad social. El Arbeiter Zeitung, editado en alemán, estaba dirigido por Auguste Spies. “Cuando arengaba a los obreros –dirá Martí de él– no era hombre lo que hablaba sino silbo de tempestad”. Su patria la humanidad El Alarm, semanario inglés, tenía como redactor jefe a Albert Parsons, norteamericano a quien sus amigos socialistas habían propuesto su candidatura a la presidencia de la República. “Creía en la humanidad como único Dios”, dirá de él Martí en La Nación de Buenos Aires. Y recordará “su palabra encendida”, “como a latigazos”, así como la de su mujer, que “solía, después de él, romper en arrebato discurso”, con tanta elocuencia que pintaba “como jamás se ha logrado, el tormento de las clases abatidas”. Dommanget explica que en torno a estas publicaciones y a ocho o diez grupos que alcanzaban a casi dos mil miembros, se prodigaba sin límite todo el núcleo de brillantes militantes anarquistas, agitadores con alma de apóstoles. Entre ellos William Holmes, autor de diversos folletos, Samuel Fielden, obrero textil, George Engel, Louis Lingg, Adolfo Fischer y Oscar Neebe (que estarán entre los mártires) y otros luchadores infatigables. Los trabajadores de Chicago respondieron en gran número al llamamiento de sus organizaciones. Días después del primero de mayo quedaban aún 35 a 40 mil huelguistas. Otros sectores enfrentaban el cierre patronal o el despido. La fábrica de máquinas Mc Cormick despidió a 1200 obreros reemplazándolos parcialmente por rompehuelgas. Los fusilados El 3 de mayo los huelguistas fueron a la salida de la empresa a escarnecer a los amarillos. “Allí estaba la fábrica insolente empleando, para reducir a los obreros que luchan contra el hambre, a las mismas víctimas desesperadas del hambre”, relatará Martí. Hubo choques con la policía. Cinco muertos y cincuenta heridos; todos obreros. Spies denunciará en el Arbeiter: “ayer frente a la fábrica Mc. Cormick han fusilado a los trabajadores”. Se convoca al pueblo al mitin de protesta en Haymarket: la plaza del mercado de heno. A último momento la manifestación toma carácter pacífico, recomendándose a los trabajadores que concurran sin armas. Ante 15.000 personas hablan, Spies, Fielden, Parsons. (Este, demostración de que no se esperaban incidentes, había concurrido al mitin con su compañera y dos hijos pequeños). Cuando la multitud se retiraba irrumpió la policía y atacó a los manifestantes. Una bomba cayó entonces en filas policiales y dos agentes mueren en el acto; seis más tarde. La policía dispara sobre la muchedumbre: caen cincuenta, muchos heridos de muerte. Después, la historia de tantas latitudes: se declara estado de sitio. Todo el equipo del Arbeiter es detenido. Se apresa a Spies, Fielden, Neebe, Fischer, Schwab, Lingg, Engel, y se prepara una condena ejemplar. Parsons, que se había refugiado en casa de amigos se presenta ante los jueces para compartir la suerte de sus compañeros. “Si es necesario –dirá– para subir al cadalso por los derechos del trabajo, la causa de la libertad y el mejoramiento de la suerte de los oprimidos”. El proceso será una farsa. “Es verdaderamente difícil leer los informes sin sacar la conclusión de que fue la más monstruosa caricatura de justicia que haya sido dado ver jamás en un tribunal americano”, dirá el historiador Morris Hilquit. Los jueces y parte El primer paso fue la elección de un jurado adicto a los patronos. Luego, el propio ministerio público preparó los falsos testimonios. No había existido la menor participación de los inculpados en el atentado. Pero uno de los jurados, cuando se le argumentó la inocencia de los acusados confesó: “Los colgaremos lo mismo. Son hombres demasiado sacrificados, demasiado inteligentes y demasiados peligrosos para nuestros privilegios”. El 20 de setiembre la Corte Suprema no acepta anular la sentencia por vicios de forma. En la antevíspera al ajusticiamiento muere Lingg. Muchos años después Gregorio Selser afirmará, con testimonios, que Lingg fue asesinado en prisión. Lucy Parsons publicará, más tarde, las últimas palabras de los militantes obreros. En el minuto de los adioses habrá escenas desgarradoras. La propia Lucy Parsons suplicó (“con palabras que enternecerían a las fieras”) que le permitieran ver a su compañero. Se le negó la visita. El juez, Oglesby, desechó protestas de diversos lugares del mundo. Muda, la cárcel entera (“algunos orando, asomados a los barrotes”) escuchó a Engel recitar -cómo afirmación de fe en las nuevas ideas– un poema revolucionario de Heine. Ante las guardias que no alcanzan a comprender las razones de su serenidad, Fischer dirá: “Este mundo no me parece justo y batallo ahora muriendo para crear un mundo justo”. Schwab dirá: “No se ha hecho justicia ni podrá hacerse, porque cuando una clase está frente a otra es una hipocresía su sola suposición”. Fischer afirmará un testimonio que ratifica la historia de múltiples países: “En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de progreso se abandonarían con la supresión de algunos agitadores”. Y luego: “no soy criminal y no puedo arrepentirme de lo hecho. ¿Pediría perdón por mis ideas, por lo que creo justo y bello?”. Spies, a su vez, saludará –con voz que atravesará los siglos– “al tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces, que ahora ahoga la muerte”. El día de la ejecución –explican calificados cronistas– obreros sollozaban como niños. Seis mil personas siguieron a los féretros bajo banderas rojas. Tiempo después, John Altgeld, un hombre íntegro denunció las irregularidades e infamias del proceso, probando que el fallo se dictó “cumpliendo órdenes”. Fielden, Neebe y Schwab, que llevaban ya doce años de prisión, volvieron a unir esperanzas con los suyo. Cada primero de mayo se renueva, en el mundo, el recuerdo a los muertos y los presos de mayo del 86. Poco después, en 1889, la Internacional Socialista decidirá organizar una gran manifestación mundial en fecha fija, el 1º de mayo, para intimar a los gobiernos la reducción de la jornada de trabajo a ocho horas. La decisión afirmará, en la memoria obrera, el recuerdo de los mártires. Superada esa conquista, cada 1º de mayo será un día de reafirmación, de protesta. Y la confirmación –segura– de una gran esperanza. Autor: Guillermo Chifflet Diputado del Partido Socialista del Uruguay
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