Sustancias químicas neurotóxicas
Los
niños en la primera línea de fuego
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Un
informe elaborado por el instituto estadounidense Greater
Boston Physician for Social Responsability* y titulado “En
la línea de fuego. Amenazas tóxicas para el desarrollo del
niño”, advierte en sus primeros párrafos que “Se ha hecho
evidente una epidemia de deficiencias en el neurodesarrollo,
aprendizaje y comportamiento de los niños” en Estados
Unidos. No es vecino, pero sus barbas arden.
Desde el inicio del informe –traducido al español por la
Asociación Argentina de Médicos por el Medio Ambiente–,
Philip Landrigan, director del Centro de Salud de Niños y
Medio Ambiente de la Escuela de Medicina Mount Sinaí,
establece que “hace muy pocos años hemos comenzado a
entender los potenciales efectos de los químicos ambientales
sobre la salud y las pequeñas perturbaciones que alteran el
desarrollo de los niños, incluyendo el desorden de déficit
de atención-hiperactividad, autismo y enfermedades
relacionadas al neurodesarrollo que afectan a millones de
niños”.
El doctor Landrigan comenta que en los últimos 20 años hubo
una “explosión de investigaciones neurobiológicas sobre
atención, memoria y otras funciones cognitivas (...), lo que
nos ha dado una mayor comprensión acerca de la especial
vulnerabilidad del sistema nervioso en desarrollo al
ambiente químico interno. Ahora es claro, gracias a estudios
en animales y en niños, que cambios sutiles en las
concentraciones de sustancias químicas normales como las
hormonas –así como la presencia de agentes tóxicos como el
plomo, el mercurio o PCB– pueden producir cambios profundos
y permanentes en el desarrollo del sistema nervioso. Estos
cambios pueden llevar a un deterioro del rendimiento mental
y a alteraciones del sistema reproductivo”.
Los orígenes
Distintos factores influyen en la discapacidad en el
desarrollo, el aprendizaje y el comportamiento.
Generalmente estas influencias se dividen en dos
grandes grupos: factores genéticos, determinados por
la información hereditaria contenida en los cromosomas
humanos, y factores ambientales que incluyen todos los
factores no genéticos. Y que se pueden subdividir en
varias categorías: químicas, físicas, infecciosas y
sociales. Es ampliamente aceptado que las influencias
de distintos campos interactúan de modos muy
complejos, aunque por lo general las investigaciones
se han concentrado en un campo por vez. Como
resultado, aún se deben desarrollar una estructura y
una metodología verdaderamente extensivas para
examinar las interacciones reales de estas
influencias. |
Hay ahora un nuevo escenario, afirma Landrigan, con base en
hallazgos de laboratorios, investigaciones epidemiológicas y
observaciones clínicas que sugiere que los químicos
neurotóxicos presentes en el ambiente pueden tener un papel
importante en las deficiencias del desarrollo mental.
Reconociendo que en el tema de la definición de qué es una
alteración del neurocomportamiento existen dudas y
confusiones, y más aun en cuáles pueden ser sus causas,
Landrigan presenta este informe como “un ejemplo de eminente
meticuloso análisis (...). A medida que avanza se van
identificando algunas de las áreas de mayor confusión en
este nuevo campo, se dibuja la lógica subyacente y surgen
las líneas de evidencia”.
“En la línea de fuego” advierte desde el inicio que estas
deficiencias “son claramente el resultado de complejas
interacciones entre factores genéticos, ambientales y
sociales que impactan en los niños durante períodos
vulnerables del desarrollo”.
A la hora de tirar cifras, los autores afirman: “Se estima
que alrededor de 12 millones de niños menores de 18 años en
Estados Unidos sufren de una o más deficiencias de
aprendizaje, desarrollo o comportamiento. Según estimaciones
conservadoras, el desorden de déficit atencional-hiperactividad
(ADHD, por sus siglas en inglés) afecta a entre el 3 y el 6
por ciento de los niños en edad escolar, y evidencias
recientes sugieren que la prevalencia de este desorden
podría alcanzar al 17 por ciento. La cantidad de niños que
toman el medicamento Ritalina, indicado para este desorden,
se ha duplicado cada 4 o 7 años desde 1971 hasta alcanzar en
la actualidad a 1,5 millones de niños”. Tomando en cuenta
sólo las deficiencias de aprendizaje, continúa el informe,
puede estar afectado entre el 5 y el 10 por ciento de los
niños que concurren a escuelas públicas, y agrega que en ese
país, entre 1977 y 1994 la cantidad de niños incluidos en
“programas de educación especial clasificados como con
problemas de aprendizaje” se incrementó un 191 por ciento.
De acuerdo con estudios recientes, entre 1987 y 1998 el
registro de autismo en Estados Unidos aumentó un 210 por
ciento y se señala que aproximadamente el 1 por ciento de la
población infantil de Estados Unidos padece retraso mental.
Los autores se apresuran a aclarar que “estas tendencias
podrían estar mostrando verdaderos aumentos, mejoras en la
detección de los desórdenes, mejoras en los informes o en el
relevamiento o una combinación de estos factores”. Pero
agregan de inmediato que “ya sea que estas tendencias sean
nuevas o recientemente reconocidas, las estadísticas
sugieren un problema de proporciones epidémicas”.
La magnitud
El impacto de los desórdenes del desarrollo infantil
sobre los niños y sus familias es inmenso. Padres,
maestros, la administración escolar y la sociedad
gastan cada vez más tiempo, dinero y energía tratando
de ayudar a los niños a adquirir aquellas habilidades
que antes tenían naturalmente. Los niños afectados
están en riesgo de deserción escolar,
paternidad/maternidad adolescente, drogadicción,
crimen, internación y suicidio. Todos, los niños, sus
familias y los educadores conocen muy bien la lucha
desgastante y continua al borde del fracaso. La lucha
para mantener a estos chicos fuera del río, para
evitar que caigan, es tan agotadora que tenemos poco
tiempo para considerar en primer lugar la inquietante
pregunta: ¿qué los coloca en esta precaria situación? |
Algunas de las sustancias que afectan el desarrollo del
cerebro incluyen los metales plomo, mercurio, cadmio y
manganeso, la nicotina, los plaguicidas organofosforados y
otros usados en hogares y escuelas además de en la
agricultura, las dioxinas y PCB que se bioacumulan en la
cadena alimentaria, y los solventes, incluyendo el etanol y
otros usados en pinturas, pegamentos y soluciones para
limpieza (véase recuadro). “Estos químicos –dice el informe–
pueden ser directamente tóxicos para las células o
interferir el funcionamiento de las hormonas (disruptores
endócrinos), los neurotrasmisores u otros factores de
crecimiento.”
En otro capítulo de este trabajo se establece que “aunque los
factores genéticos son importantes, éstos no deben ser
analizados de manera aislada”, y explica que “ciertos genes
pueden ser susceptibles o provocar mayor susceptibilidad
individual a los ‘desencadenantes’ ambientales. La
particular vulnerabilidad a una exposición puede ser el
resultado de un gen o una múltiple interacción”. Y se ponen
algunos ejemplos: el código genético para ciertas enzimas
puede tener influencia en cómo los químicos son
metabolizados o almacenados en el organismo; existen dos
genes que incrementan la susceptibilidad a los plaguicidas
organofosforados, uno de ellos se encuentra en el 4 por
ciento de la población y resulta en niveles más bajos que el
normal de acetilcolinesterasa, el otro se encuentra en entre
el 30 y el 40 por ciento de la población y reduce una enzima
que favorece la destrucción y el desecho orgánico de
plaguicidas organofosforados, entre otros.
Más adelante el informe establece que “los neurotóxicos no
son simplemente una amenaza potencial para los niños. En
algunos casos los efectos adversos son registrados aun con
exposiciones a niveles actualmente aceptados como seguros”.
Y explica que según estimaciones de la EPA, más de un millón
de mujeres estadounidenses en edad reproductiva se alimentan
con suficiente cantidad de pescado contaminado con mercurio
como para poner en riesgo y dañar el desarrollo cerebral de
sus hijos. Señala también que los niños alimentados con
leche materna están expuestos a niveles de dioxinas que
exceden la exposición de los adultos en más del 50 por
ciento. En uno de sus puntos esenciales, el texto de los
científicos subraya que “los neurotóxicos que aparentan
tener efectos triviales en un individuo tienen profundos
impactos cuando se aplican en forma transversal a toda una
población. Por ejemplo, una pérdida de cinco puntos en el
coeficiente intelectual es bastante insignificante en una
persona con un coeficiente promedio, pero esta disminución
aplicada a la población estadounidense (260 millones de
personas) incrementa la cantidad de discapacitados en más
del 50 por ciento –de 6 a 9,4 millones– y disminuye el de
supradotados en más del 50 por ciento: de 6 a 2,6 millones”.
LIBERACIÓN DE SUSTANCIAS
No hay cómo equivocarse acerca del origen de esta
contaminación: “Una gran cantidad de sustancias químicas
neurotóxicas es liberada al ambiente cada año”. De las 20
sustancias químicas más importantes denunciadas como
abundantemente liberadas al ambiente, las tres cuartas
partes son conocidas o sospechadas de ser neurotóxicas. Sólo
la industria de Estados Unidos ha liberado más de 200
millones de quilos de estas sustancias al agua, el aire o la
tierra. Si se enfocan los químicos incorporados a productos
comerciales, la situación es aun peor: según estudios de
1977, la mitad de los químicos integrados a productos
concretos en Massachusetts son conocidos o sospechados de
ser neurotóxicos. En ese mismo estado, el uso de plomo en la
industria aumentó en 77 por ciento entre 1990 y 1997. Cada
año son aplicados en Estados Unidos casi 550 millones de
quilos de plaguicidas. La contaminación de los ríos con
mercurio es tan extendida y grave que 40 estados han
efectuado una o más campañas aconsejando disminuir o
eliminar el consumo de pescado de la dieta de las mujeres
embarazadas o en edad reproductiva.
La dispersión de estos químicos es global, aseguran los
autores. En la actualidad, un millón de niños tienen más
plomo en su sangre que el máximo admitido de diez
microgramos por decilitro, aunque “si se actualizara de
acuerdo con los resultados de estudios recientes, el umbral
tóxico bajaría ampliamente, lo que daría como resultado la
inclusión por encima del límite de tolerancia de millones de
niños considerados ya perjudicados por el plomo”. Los
ejemplos abundan: “Un metabolito del plaguicida clorpirifos
está presente en la orina de más del 80 por ciento de los
adultos y del 90 por ciento de los niños en muestras
representativas de la totalidad de la población”. Las madres
de aborígenes de la tribu inuit, en el Ártico,
geográficamente alejadas de cualquier fuente de
contaminación aparente, presentan en su leche materna uno de
los niveles de PCB más altos de los hallados hasta ahora,
como resultado de su dieta basada en grasa de mamíferos
marinos, a su vez muy contaminados por los efectos
acumulativos en la cadena trófica.
“Un registro histórico –señala el informe– revela claramente
que nuestro conocimiento científico sobre los efectos de las
exposiciones tóxicas no está suficientemente desarrollado
como para predecir el impacto, y que nuestro marco
regulatorio ha fallado en la protección a los niños. A
medida que avanzan los procedimientos de control aprendemos
que son dañinas dosis cada vez más bajas.” Los “máximos
admitidos” para las mismas sustancias están en constante
revisión a la baja al tiempo que aumenta el conocimiento
científico en este aspecto. “Por ejemplo, el límite inicial
seguro para el plomo en sangre fue 60 microgramos por
decilitro en 1960, y llegó a diez en 1990. Estudios
recientes sugieren que para el plomo puede no haber una
exposición identificable como segura, como ocurre también
con el mercurio.” Esto significa que los niños están
legalmente expuestos a “límites tóxicos” que rápidamente se
vuelven obsoletos.
CHEQUE EN BLANCO
Sin embargo, esta situación no debería ser tan sorprendente
si se tiene en cuenta que “la mayoría de las sustancias
químicas liberadas al ambiente no es probada en su toxicidad
general en animales o humanos, sin mencionar la toxicidad
específica sobre el desarrollo del cerebro de los niños”. La
realidad es que de la producción más importante de químicos,
en sustancias y volúmenes, el 75 por ciento ha sido sometido
a poco o ningún control de toxicidad. A pesar de esto, la
EPA estima que de los 80 mil químicos inventariados en
Estados Unidos un 28 por ciento es neurotóxico. El cheque en
blanco que ha recibido la industria química en este sistema
de industrialización queda completamente en evidencia con el
siguiente dato: hasta diciembre de 1998, sólo 12 químicos de
esos 80 mil (nueve plaguicidas y tres solventes) habían
remitido a la EPA un análisis completo de toxicidad del
neurodesarrollo, ya que “este tipo de evaluaciones no son
requeridas en la que constituye una de las áreas más
estrictas del marco regulatorio químico”. Como si esto fuese
poco, cualquier especialista sabe que “los riesgos de las
exposiciones son estimados para una sustancia química a la
vez, mientras que los niños son expuestos a muchos tóxicos
en complejas mezclas a lo largo de su desarrollo. En la
exposición química múltiple a menudo las sustancias
interactúan para magnificar el efecto deletéreo o causar un
nuevo tipo de daño”.
Genes o
ambiente:
Una dicotomía pasada de moda
Durante los últimos 20 años, los estudios realizados
en mellizos e hijos adoptivos hicieron una importante
contribución en el campo de la genética con respecto a
una variedad de rasgos cognitivos, de conducta y
personalidad. Tales estudios sugieren que la herencia
es la causa de aproximadamente 50 por ciento de las
diferencias observadas entre individuos. Según Robert
Plomin, director del Centro para el Desarrollo de la
Genética del Crecimiento y Salud de la Universidad de
Pennsylvania, “la investigación sobre herencia es la
mejor prueba de la importancia del ambiente”. Si la
herencia es la responsable del 50 por ciento de la
variabilidad en un rasgo, la otra mitad se debe
atribuir a las influencias del ambiente.
La investigación actual muestra que las interacciones
genes-ambiente pueden ser muy complejas. Como lo
resumieran Plomin y su colega del mismo instituto
Gerald McClearn: “Los enfoques simples de los
fenotipos complejos pueden llevar a conclusiones
equívocas o erróneas. Particularmente inapropiadas son
las preguntas formuladas en términos de ‘lo uno o lo
otro’. ¿Es tal rasgo fruto de los genes o del
ambiente? Lamentablemente este tipo de pensamiento fue
promovido durante décadas por la controversia
‘naturaleza versus educación’, que convenció a muchos
académicos de que debían elegir una postura. Esperamos
que esta pequeña reseña haya puesto en evidencia el
colapso intelectual de esta formulación por uno o por
otro”. |
Este aspecto se vuelve particularmente riesgoso en el caso de
los plaguicidas aplicados a los alimentos, ya que los marcos
regulatorios actuales limitan sólo una sustancia por vez y
no toman en cuenta las interacciones potenciales. “En el
mundo real –dicen los autores– las exposiciones a químicos
son múltiples, por lo cual los marcos regulatorios con base
en exposiciones a sustancias químicas simples son,
intrínsecamente, incapaces de proveer márgenes de seguridad
adecuados.” Y agregan a modo de ejemplo que “un estudio
reciente sobre plaguicidas sugiere que combinaciones de
químicos usadas comúnmente en agricultura, en niveles
habitualmente encontrados en aguas subterráneas, pueden
influir significativamente sobre los sistemas inmunológico y
endocrino”.
Otra de las conclusiones esenciales de este trabajo consiste
en que “los estudios sobre animales generalmente subestiman
la vulnerabilidad humana a los neurotóxicos”, y es éste el
procedimiento habitualmente utilizado globalmente para
establecer los máximos admisibles para los humanos. Un
ejemplo: los estudios con animales sobre plomo, mercurio y
PCB por separado subestiman los niveles de exposición que
causan efectos en los humanos entre 100 y 10 mil veces. “Las
decisiones tomadas para elaborar el marco regulatorio que se
apoyen en las pruebas y análisis de toxicidad en animales
genéticamente similares, bajo condiciones controladas de
laboratorio, continuarán fracasando en sus intentos de
reflejar las amenazas a las capacidades y complejidades del
cerebro humano, como así también en la importancia atribuida
a las interacciones gen-ambiente”, establece el informe.
RESPONSABILIDAD SOCIAL
Los científicos no eluden su responsabilidad social, y
aclaran que “la ineficiencia del sistema regulatorio actual
para proteger la salud pública no es sorprendente,
considerando la influencia desproporcionada de los intereses
específicos que coaccionan sobre este proceso. Cuando
existen evidencias de serios, generalizados e irreversibles
daños, como se describe aquí, las incertidumbres científicas
no deberían ser utilizadas para retrasar las acciones
precautorias a tomar. Esas acciones deberían incluir
reducciones y/o eliminación de la exposición tóxica, y
también se debería alentar una investigación científica más
profunda de la acción de tóxicos sobre el neurodesarrollo”.
En Uruguay, y tomando como ejemplo sólo la contaminación con
plomo –la única más o menos estudiada–, la actitud oficial
ha sido la opuesta a la recomendada en este trabajo, y más
concretamente, las entonces autoridades del Ministerio de
Salud Pública decidieron que los niños uruguayos con menos
de 20 microgramos de plomo por decilitro de sangre no
merecían ningún cuidado o estudio sanitario especial. Y así
sigue siendo, hasta ahora.
Carlos
Amorín
Brecha /
Rel-UITA
6 de mayo
de 2005
* Autores principales:
Ted Schettler (md, mph); Jill Stein (md); Fay Reich (PsyD);
María Valenti. Con la contribución de Clean Water Fund,
Estados Unidos. (El informe “En la línea de fuego”, que dio
origen a este artículo, fue proporcionado por rapal
Uruguay.)
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