Del mismo modo que los intereses de las empresas
petroleras dificultan la investigación en energías renovables, los de la
industria farmacéutica hacen imposible la salud para todos. Brasil se ha
convertido en modelo en la lucha por medicamentos más baratos. El Gobierno
brasileño desafió la presión del sector farmacéutico al suspender la patente
de un laboratorio sobre un medicamento antisida. La inversión de 80 millones
de euros en su fabricación se ha reducido ahora a la mitad.
El caso de Brasil es una alternativa a la farmacocracia impuesta en
numerosos países. Por delante de la industria del petróleo y del armamento,
las farmacéuticas constituyen el mayor grupo de presión. Hace 4 años, 39
multinacionales denunciaron al Gobierno sudafricano por una ley que hacía
posible fabricar medicamentos genéricos sin pagar las patentes. Para
Sudáfrica, con más de 5 millones de infectados de sida, los genéricos
alivian la carga económica de su programa de salud.
Estados Unidos ha amenazado con sanciones comerciales a aquellas naciones
que produzcan genéricos. Para el Gobierno estadounidense fomentar estos
medicamentos supondría un ahorro de 8.000 millones y reduciría el ritmo de
crecimiento anual del 10% del gasto de prescripción médica. Pero hasta tal
punto las farmacéuticas juegan con el poder político que en 2004 se gastaron
en Estados Unidos 107 millones de euros para influir en el Gobierno. Tanto
el Presidente George Bush como su principal rival en las pasadas elecciones,
John Kerry, recibieron sumas millonarias de este sector para sus campañas
electorales.
No es de extrañar que junto a las empresas petroleras, las farmacéuticas
sean las que más desconfianza generan. Diversos escándalos han contribuido a
la mala imagen de esta industria. Desde un posible fraude millonario por
inflar el coste de los medicamentos subvencionados por el Gobierno
estadounidense, cuando la ley las obliga a ofrecer a la Administración el
mejor precio, hasta las acusaciones de soborno a los profesionales para que
receten sus medicamentos. Un médico podría prescribir antibióticos por
razones económicas a un paciente con un leve catarro. Una práctica nada
saludable porque existe el riesgo de crear una resistencia al propio
medicamento en caso de verdadera necesidad.
Es en la lucha contra el sida donde más trágicas son las consecuencias de
convertir la salud en un mercado. La investigación sólo se hace si es
rentable. Esto explica que no se fabriquen los medicamentos adecuados para
los niños enfermos de sida. O que los jarabes u otros fármacos para niños no
se piensen para países donde no existen medios para conservarlos. Los
precios son incluso más altos que los de los adultos.
A pesar de los logros, la mayor parte de los infectados en los países
empobrecidos no tienen acceso a los tratamientos. Sólo aquellos de primera
generación se han abaratado. Pero no son una solución duradera, puesto que
las personas que toman estos medicamentos se harán resistentes a ellos con
el tiempo.
La ONU ha diseñado un plan para combatir la enfermedad en los próximos años.
Es posible porque existen los medicamentos para ello. Pero el objetivo de
frenar su expansión y hacer los tratamientos más accesibles necesita de una
gestión responsable. Se requiere un compromiso global entre las
farmacéuticas, los gobiernos, los profesionales sanitarios y los pacientes.
Para las empresas los precios son altos con el fin de sufragar la
investigación. Es cierto que los costes son elevados, pero no es cuestión de
dinero sino de justicia, como se aprecia en que en la mayor parte de los
países de África sólo el 10% tenga acceso a los medicamentos antisida. Según
la Organización Mundial de la Salud (OMS), 6’5 millones de personas con sida
morirán en el plazo de dos años por no recibir tratamiento.