Entre las grandes cifras destaca la reducción en el número
de nuevas infecciones y el aumento de personas viviendo con
VIH, gracias a la extensión de los tratamientos
antirretrovirales
Es uno de los datos alentadores tras años de lucha contra una
enfermedad que
afecta de forma directa a 33,4 millones de personas en todo
el planeta
y que, en el caso del África subsahariana, donde vive
el 67 por ciento de las personas VIH positivas, ha
agravado la situación de pobreza. Estos avances deben servir
para demostrarnos que las estrategias de prevención y de
tratamiento dan resultados.
Sin embargo, no debemos caer en la autocomplacencia al igual
que no arrojamos la toalla cuando la epidemia crecía sin
freno. Todavía existen ámbitos y grupos de población a los
que los métodos de prevención y detección y los tratamientos
con antirretrovirales (ARV) llegan con dificultad.
La incidencia del SIDA en las comunidades rurales
–especialmente en Asia y África, donde más de
la mitad de la población vive en el campo – es profunda y la
enfermedad supone una doble carga para las familias. La
propia enfermedad en sí, por un lado, y la necesidad de
prestar atención a los enfermos, por el otro, debilita la
productividad agrícola y la capacidad de las familias para
cubrir sus necesidades. Si bien el número de nuevos casos se
ha estabilizado, en las comunidades rurales los datos no
llaman al optimismo.
Otro de los estudios de ONUSIDA señalaba que
la prevalencia del VIH
entre las mujeres jóvenes atendidas en los dispensarios
prenatales había disminuido en 14 de los 17 países,
pero en cinco de ellos la disminución sólo se ha producido
en las zonas urbanas.
Las prácticas de riesgo, la falta de conocimiento sobre la
enfermedad, la lejanía de los centros donde se dispensa
tratamiento y la escasez de medios económicos para llegar a
ellos hacen de las zonas rurales un espacio al que es más
difícil llegar.
En el ámbito sanitario, los retos que plantean las
comunidades rurales son especialmente exigentes en países
con sistemas sanitarios ya de por sí débiles
En las raras ocasiones en las que un dispensario rural puede
proveer medicamentos antirretrovirales, continúa siendo
necesario viajar a las grandes ciudades para poder realizar
las pruebas de control de la enfermedad.
Resulta imperativo integrar el diagnóstico y el acceso a los
tratamientos en la estructura de la salud primaria, el
primer nivel de atención. Las actividades de la lucha contra
el sida deben estar lo más cerca de las poblaciones
aisladas.
La población prefiere pasar consulta en su centro de salud
habitual que desplazarse a un centro alejado pero
especializado en SIDA. Esto permite luchar contra la
estigmatización ligada al VIH, ya que las personas no
delatan su condición de seropositivas al entrar en el
centro, preservando así su derecho a la intimidad y
previniendo su estigmatización y aislamiento.
Los médicos rurales también se enfrentan al desafío de la
observancia del tratamiento. Por ejemplo, el cumplimiento de
los tratamientos contra la tuberculosis, una de las
enfermedades oportunistas del SIDA, debe ser estricto para
evitar la resistencia a los fármacos. La cercanía al
paciente con SIDA, que en muchos casos padece también
tuberculosis, reduce la tasa de abandono del tratamiento de
esta última. En Benin, hemos reducido las tasas de abandono
de un 33 a un 15 por ciento.
El SIDA ha supuesto una movilización social sin precedentes
de las sociedades civiles del Sur y del Norte, que han
conseguido que no se diera por perdida una guerra que se
pensaba imposible de ganar. En estos momentos, uno de los
campos de batalla contra la enfermedad en los países en
desarrollo se libra en las zonas rurales, la última frontera
para una epidemia que necesita ser abordada de una forma
integral.
El esfuerzo para combatir la enfermedad puede y debe
contribuir al fortalecimiento de los sistemas públicos de
salud. El SIDA podría servir de acicate en beneficio del
tratamiento de otras patologías crónicas y de la mejora del
conjunto del sistema de salud de estos países.
Aprovechémoslo.
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