El modelo ha tenido un intenso carácter segregador y generador de
desigualdad social, ya fuera a través de los complejos hoteleros “todo-incluido”
o por medio de nuevas formas de promoción inmobiliaria de segundas
residencias, lo que conocemos como “turismo
residencial”.
Con mayor o menor intensidad, según los países y en función del
momento en el que se encuentra el sector en su particular evolución,
este tipo de turismo ha generado un proceso de transformación
histórica radical para esas sociedades, del que muchas veces no
nos hemos dado suficiente cuenta.
Algunos de los impactos que ha provocado su expansión han empezado
ya a llamar la atención: comunidades campesinas desposeídas de
recursos esenciales como la tierra o el agua; restricciones a la
población local para acceder a playas privatizadas o degradación
ambiental por la urbanización de la franja costera, son parte de
esta profunda mutación en curso.
Sin embargo, uno de los grandes fenómenos de la turistización,
y que hasta el momento no ha sido suficientemente dimensionado, es
la
movilización masiva de trabajadores de diferentes partes de la
región para la construcción de esos enclaves.
La creación de espacios turísticos emblemáticos como Punta Cana (Bávaro),
en República Dominicana, Cancún y Riviera Maya en México o el
litoral de Guanacaste en Costa Rica, se han llevado a cabo
desplazando las actividades pre-existentes.
En la lógica de la agroexportación tradicional esas áreas habían
estado destinadas al cultivo de caña de azúcar y otros monocultivos,
la ganadería, o eran zonas de selva que se explotaban comercialmente
en una fracción menor, como en el caso de la península de Yucatán,
en México, con la extracción de chicle.
Al mismo tiempo, algunos de esos lugares no estaban tan insertados
en la dinámica del mercado internacional y habían quedado en manos
de comunidades campesinas y pesqueras con economías orientadas
fundamentalmente hacia el autoconsumo y los mercados locales.
Cuando se pusieron en marcha estos nuevos centros de desarrollo
turístico, en algunos casos de forma planificada por parte del
Estado (como en México o Costa Rica), en otros en base
a iniciativas privadas pero con diversos tipos de acuerdo con los
respectivos gobiernos, en esos territorios no existía suficiente
mano de obra para la construcción de las infraestructuras necesarias.
De forma generalizada, esto ha requerido atraer trabajadores
procedentes de otras zonas, fundamentalmente población campesina de
áreas más empobrecidas: haitianos en República Dominicana,
nicaragüenses en Costa Rica y centroamericanos (y chiapanecos)
en México.
Este proceso de movilización social, a pesar de sus particularidades,
reviste ciertas características comunes:
-Los
Estados se han desentendido de la gestión
de las necesidades de fuerza de trabajo para esta nueva actividad,
que por otra parte sí han planificado y promovido como destinos
turísticos, dejando que imperase el “laissez faire” en materia
laboral, beneficiando a los grandes empresarios, confiriéndoles
mayor poder de facto sobre los trabajadores.
De este modo se impone el recurso sistemático a la mano de obra
inmigrante de origen extranjero, que se moviliza sin contratos
previos, y en muchas ocasiones en situación de ilegalidad.
Estar en otro país sin la documentación en regla somete a los
trabajadores a todo tipo de arbitrariedades y abusos, reduciendo los
márgenes legales de su defensa y protección. Esto provoca un estado
de permanente vulnerabilidad frente a los empleadores.
Por norma general estos trabajadores obtienen bajos salarios,
a menudo según el mínimo previsto como referencia y en dependencia
del trabajo realizado, pero con seguridad mayores que los que logran
en el sector agropecuario en sus lugares de origen. Aunque también
es cierto que tienen que hacer frente a un coste de vida más elevado
que de donde proceden, lo cual reduce el hipotético beneficio de
esos mayores salarios.
Dada su debilidad frente a la empresa, motivada por múltiples
factores, a menudo son despedidos sin sus correspondientes
liquidaciones o últimos salarios, ni las prestaciones que les
corresponden.
Oportunamente las autoridades policiales hacen operativos contra la
inmigración ilegal, lo que mantiene en un estado de permanente
inseguridad a los trabajadores. Frecuentemente los contratos son
verbales y según las necesidades puntuales de las empresas y no se
dispone de ningún tipo de prestación social.
A esto hay que sumar unas condiciones laborales especialmente
duras, inseguras e insalubres. Tanto los accidentes como las
enfermedades laborales son habituales en el sector por cuanto son
escasas las condiciones de vigilancia y protección en seguridad e
higiene en el trabajo.
El origen campesino de muchos de estos trabajadores, no
acostumbrados a este tipo de actividad o a la altura de las obras, y
la misma precariedad en sus condiciones de vida (mala alimentación,
lugares para el descanso inapropiados, estrés), pone claramente en
riesgo su salud y su vida:
-Cuando los trabajadores migrantes llegan
a
su destino, se encuentran que prácticamente no existen
condiciones para su alojamiento, por lo que acaban viviendo en
las mismas obras en las que están empleados o en campamentos
informales con un elevado grado de provisionalidad y precariedad,
hacinamiento y sin infraestructuras básicas necesarias. Esto da pie
al nacimiento de nuevas aglomeraciones urbanas insalubres.
En su mayoría son hombres solos, que se han desplazado sin sus
familias. En este ambiente social y laboral, es muy difícil el
arraigo en los nuevos territorios, lo que da pie al incremento de
los niveles de alcoholismo y otras formas de drogadicción, como
forma de superar la situación o evadirse de la realidad.
Esta falta de integración en el territorio se puso más en evidencia
con el estallido de la crisis económica internacional a partir de
los años 2007 y 2008, y que implicó la paralización o redimensión de
los proyectos constructivos en curso, provocando la desaparición de
muchos de esos asentamientos, especialmente en Guanacaste.
-La
maraña de subcontrataciones
tras las
que se encuentran las grandes cadenas hoteleras y proyectos
inmobiliarios limitan que los trabajadores puedan plantear cualquier
demanda o acusación frente a los grandes capitales.
Para la construcción de un determinado proyecto, o incluso partes de
él, se acostumbran a contratar a diferentes empresas locales. Este
tipo de práctica empresarial logra segmentar a los trabajadores y,
en caso de cualquier incidente, desresponsabilizarse.
Y si esto ocurre durante la construcción, se agudiza aún más en la
fase de gestión del desarrollo turístico: las tendencias
internacionales del sector hotelero apunta a una creciente
separación entre la “marca” con la que opera un determinado
establecimiento y la propiedad de sus inmuebles.
En conjunto esta evolución dificulta cualquier acción colectiva por
parte de los trabajadores. Incluso cuando las cadenas
transnacionales adoptan estrategias de Responsabilidad Social
Corporativa (RSC), esta lógica de subcontratación les permite evadir
responsabilidades.
-Las medidas de protección por parte del Estado
son mínimas. Resulta especialmente significativo el pobre papel que
desempeñan los ministerios de trabajo, responsables de las
inspecciones en este tipo de empresas, que en realidad no responden
a los intereses de los trabajadores.
Incluso cuando hay voluntad política en algunos funcionarios, los
presupuestos disponibles hacen que su capacidad de incidencia sea
mínima en relación a los intereses de las grandes corporaciones.
En el mismo sentido, la capacidad de organización sindical en
este sector es muy limitada, con lo cual las posibilidades de
salvaguarda y defensa colectiva son escasas.
Y si bien es cierto que la tradición y características del
sindicalismo mexicano es muy distinta a la existente en Costa
Rica o República Dominicana, donde hay escasa y débil
presencia sindical, en ese caso la existencia de sindicatos de
albañiles no significa necesariamente que los trabajadores dispongan
de estructuras para su organización y defensa.
De este modo, las formas de protección existente se reducen
fundamentalmente a organizaciones sociales con presencia en los
territorios, mayoritariamente iglesias, como el caso de Caritas
y la Pastoral Social de Liberia, en la cabecera de la provincia de
Guanacaste.
Todos estos factores configuran un escenario caracterizado por la
precariedad y la vulneración de los derechos humanos sobre los que
se asienta la industria turística, en connivencia de los respectivos
Estados de la región, para rebajar costos en la construcción de sus
enclaves.
Unos paraísos turísticos construidos, en definitiva, sin tomar en
cuenta los derechos fundamentales de los trabajadores que los
hicieron posibles. |