“Somos las esclavas
de los esclavos. Nos explotan más despiadadamente
que a los hombres”
Lucy
González de Parsons, 27 de junio de 1905
“¿Lucy González de Parsons? ¡Ah!... sí es una mulata
que no llora”, escribió José Martí en sus crónicas
sobre los sucesos de Chicago en 1886 publicadas
por el diario argentino La Nación.
Su verdadero nombre era Lucía Eldine González y nació
en 1853 en Johnson Country, Texas, es decir, pocos
años después de que este Estado pasara a formar
parte de la Unión Americana, luego de declarar su
“independencia” de México, de la Guerra de
Intervención estadounidense de 1847 y de la firma
de los Tratados de Guadalupe Hidalgo el 2 de
febrero de 1848, a través de los cuales México
cedió a los invasores la mitad de su territorio.
Lucía solía decir que era hija de una mexicana
(posiblemente de origen africano y de nombre María
del Carmen) y de un indio creek (tal vez de nombre
John Waller), y se consideraba mexicana. A los
tres años de edad quedó huérfana, por lo que un
tío materno la crió en un rancho de Texas.
Investigaciones recientes señalan que
probablemente Lucía fue esclava en ese rancho. El
historiador James D. Cockcroft la definió como
“una mujer hispano hablante de mezcla
india-africana-mexicana y una activista obrera
toda su vida”.
Una vida paralela
En 1848 nacía en Montgomery, Alabama, Alberto R.
Parsons. Sus padres murieron siendo muy joven y su
hermano, que era general en el ejército
confederado, fue trasladado a Texas llevándolo
consigo. Allí recibió educación en los colegios de
Waco. Posteriormente aprendió el oficio de
impresor en el periódico Galveston News y al
estallar la guerra se fugó de su casa para
ingresar en un cuerpo de artillería del ejército
confederado. Llegó a combatir bajo las órdenes de
su hermano, recibiendo distinciones por su
valentía. Finalizada la guerra fue editor del
periódico El Espectador en Waco.
Con gran disgusto de su hermano se volvió republicano
y pronto se destacó dentro del ala radical del
partido, ocupando por dos veces cargos en el
gobierno federal de Austin y el de secretario del
Senado del estado de Texas.
Destinos que se cruzan
Fue en Austin (ciudad que junto con San Antonio
integraba el cordón algodonero, donde residían
gran número de mexicanos) que Alberto conoció a
Lucía González. Allí ambos se casaron en 1871 o
1872, y desde entonces ella pasó a ser conocida
como Lucy Parsons.
Debido a su condición de republicano radical y a que
su recién fundada familia era una mezcla de razas,
su hermano -consecuente con las opiniones de la
sociedad tejana de entonces- obligó a Alberto a
abandonar el Estado. Con sus escasas pertenencias
los esposos Parsons se trasladaron a Chicago en
1873. Lucía abrió una pequeña tienda de ropa para
ayudar a la economía hogareña y Alberto comenzó a
trabajar en una imprenta.
Es posible imaginar cómo ambos se influenciaron
mutuamente en sus ideas sociales y cómo a su vez
Chicago influyó en ellos.
Un escritor describió al Chicago de entonces como “Un
manto abrumador de humo; calles llenas de gente
ocupada, en rápido movimiento; un gran agregado de
vías ferroviarias, barcos y tráfico de todo tipo;
una dedicación primordial al Dólar Todopoderoso”.
Chicago era una ciudad de “extranjeros”,
arrastrados por el sistema mundial de acumulación
capitalista a la periferia de una ciudad
industrial donde ya habían comenzado a gestarse
los sucesos de 1886. Durante el invierno de 1872,
miles de personas hambrientas y sin hogar a causa
del Gran Incendio, realizaron manifestaciones
pidiendo ayuda. Muchos de ellos llevaban pancartas
proclamando “pan o sangre”. Recibieron sangre:
corridos al túnel debajo del río Chicago, fueron
baleados y apaleados. En 1877, una ola de huelgas
se extendió por las redes ferroviarias alcanzando
a Chicago, y las asambleas obreras eran disueltas
por la policía a balazos.
La burguesía industrial de Chicago gozaba de una
merecida fama de salvajismo y el Departamento de
Policía actuaba como una fuerza privada a su
servicio. La mayoría de los policías, además del
pago que recibían del municipio, percibían dinero
de las organizaciones patronales y tenían asumido
que todo huelguista era un agente extranjero al
servicio del anarquismo o del socialismo. La
prensa oficialista azuzaba al odio. En un artículo
del Chicago Tribune del 23 de noviembre de 1875 se
expresaba: “Todos los postes de luz de Chicago
serán decorados con el esqueleto de un socialista,
si es necesario, para evitar que se propague el
incendio y para prevenir cualquier intento
subversivo”. El terror que pocos años antes había
despertado la Comuna de París entre la burguesía
seguía vigente entre los industriales de Chicago.
Lucía, que tenía cualidades de organizadora, se
aficionó a la lectura y en 1878 comenzó a redactar
artículos sobre diversos temas, entre otros sobre
los sin techo, los desocupados, los vagabundos,
los veteranos de la Guerra Civil y sobre el papel
de la mujer en la construcción del socialismo.
También contribuyó a formar la Unión de Mujeres
Trabajadoras de Chicago, la misma que en 1882 Los
Caballeros del Trabajo reconocieron y sumaron a
sus filas (en esos años no se permitía la
militancia de mujeres en las organizaciones).
Además, participó en la fundación de la
International Workin People's Asociation (IWPA),
de ideas anarquistas, que promovía la acción
directa contra los capitalistas.
En 1885, en plena efervescencia por la jornada de ocho
horas, fue muy activa en la organización de las
costureras de la industria maquiladora (sweat-shops).
Colaboraba con artículos para el periódico La
Alarma que editaba su esposo. En una nota
publicada el 3 de abril de 1886, denunció que los
negros eran víctimas sólo porque eran pobres,
planteando que el racismo desaparecería
inevitablemente con la destrucción del
capitalismo.
Mayo de 1886
El 1 de mayo de 1886, llevando de la mano a sus
pequeños hijos (Lulú de ocho años y Albertito de
siete) Lucía y Alberto caminaban hacia el lugar
del mitin repitiendo la consigna que estaba en
boca de miles de trabajadores y trabajadoras: “no
queremos trabajar más de ocho horas”. El mismo
día, el Chicago Mail advertía en su editorial:
“Hay dos rufianes peligrosos que andan en libertad
en esta ciudad; dos cobardes que se ocultan y que
están tratando de crear dificultades. Uno de ellos
se llama Parsons, el otro Spies. Señálenlos hoy.
Manténganlos a la vista. Indíquenlos como
personalmente responsables de cualquier dificultad
que ocurra. Hagan un escarmiento realmente
ejemplar con ellos si en verdad se producen
dificultades”. Estaban condenados de antemano.
Pero aquel 1 de mayo terminó sin incidentes.
El 4 de mayo se realizó un mitin en la Plaza Haymarket
para protestar por la represión policial, que
había cobrado seis vidas obreras frente a la
fábrica Mc Cormik cuando una bomba mató al policía
Degan. Lucía y Alberto, luego que éste hablara en
el mitin, se encontraban junto a sus hijos en el
Salón Zept' s, lo que demuestra que nada tuvieron
que ver con aquella bomba, por la cual se condenó
a quienes luego se convertirían en los Mártires de
Chicago a morir en la horca o purgar largas
condenas en la cárcel.
Parsons, convencido de que sería culpado, logró
escapar en medio de la confusión, y días más
tarde,tras discutir el punto con Lucía, decidió
presentarse. Sorpresivamente apareció ante la
Corte exclamando: “Nuestras Honorabilidades, he
venido para que se me procese junto a todos mis
inocentes compañeros”. La burla que significó
aquella parodia de juicio es conocida, pero
consignemos que Lucía no se resignó. Acompañada
por sus hijos recorrió todo el país durante casi
un año. Se dirigió a más de 200 mil personas en 16
estados, hablando de noche y viajando de día.
Escribió centenares de cartas a sindicatos y
distintas autoridades, tanto de Estados Unidos
como de todo el mundo.
Cuando el 9 de octubre de 1886 se dictó la sentencia
de muerte Lucía estaba en la sala, apretó su puño
contra el rostro y no quiso derramar lágrimas
frente a los verdugos, transformada en “la mulata
que no llora” de Martí. Tomó los cordones de una
cortina, los amarró como el nudo de una horca y
los lanzó por la ventana. Era un último y
desesperado intento para que los trabajadores
reunidos frente al tribunal reaccionaran. Cuando
un periodista abandonó presuroso la Corte para
dirigirse a su redacción, la multitud lo
interrogó: ¿cuál es el veredicto? ¡Culpables! La
plaza se llenó de hurras y cuando salió el
patético juez, lo saludaron.
Poco antes de que lo ahorcaran, Alberto escribía: “A
mi pobre y querida esposa: Tú eres una mujer del
pueblo y al pueblo te lego. Debo hacerte una
petición: no cometas ningún acto temerario cuando
yo me haya ido, pero asume la causa del
socialismo, ya que yo me veo obligado a
abandonarla”.
Tras el ahorcamiento de su esposo, Lucía siguió
recorriendo el país, organizando a las
trabajadoras y escribiendo en periódicos
sindicales. Participó en las movilizaciones de
1890, cuando se conmemoró por primera vez el 1 de
Mayo en Estados Unidos.
En junio de 1905 estuvo presente en la constitución de
Trabajadores Industriales del Mundo (IWW, por sus
siglas en inglés), organización influenciada por
el anarcosindicalismo. En aquella oportunidad
manifestó: “He tomado la palabra porque ninguna
mujer ha respondido, y siento que no estoy fuera
de lugar para decir a mi manera algunas pocas
palabras sobre este movimiento. Nosotras, las
mujeres de este país, no tenemos ningún voto, ni
aunque deseáramos utilizarlo, y la única manera de
estar representadas es tomar a un hombre para
representarnos. Ustedes los hombres han hecho tal
lío en la representación de nosotras que no
tenemos mucha confianza en preguntarles; y yo me
sentiría rara al pedirle a un hombre que me
represente. No tenemos ningún voto, sólo nuestro
trabajo... Somos esclavas de los esclavos. Nos
explotan más despiadadamente que a los hombres.
Donde quiera que los salarios deban ser reducidos,
los capitalistas utilizan a las mujeres para
reducirlos, y si hay cualquier cosa que ustedes
los hombres deben hacer en el futuro, es organizar
a las mujeres”.
El 15 de diciembre de 1911 realizó un balance sobre
los efectos de la publicación "Los famosos
discursos de los Mártires de Haymarket",
declarando que ya había vendido 10 mil copias al
tiempo que anunciaba una sexta edición de 12 mil
ejemplares. En 1913, a los 60 años de edad, fue
detenida por la policía de Los Ángeles. Un
artículo suyo dedicado a los Mártires de Chicago,
escrito en 1926, finalizaba con las siguientes
palabras: “Descansen, camaradas, descansen. ¡Todos
los mañanas son suyos!”.
A los 89 años, Lucía seguía activa, cuando la muerte
la sorprendió en Chicago al incendiarse su casa en
1942. Finalizaban 62 años de activismo feminista y
politicosindical, pero aun muerta la policía la
seguía considerando una amenaza, pues sus
documentos personales fueron confiscados.
Otras mujeres vinculadas a los mártires
Nina Van Zaudt era una rica heredera que se enamoró de
Augusto Vicent Theodore Spies a los pocos días de
haberse sentado éste en el banquillo de los
acusados. Gastó gran parte de su fortuna para
poder casarse con él por poder, sin más consuelo
que verle detrás de los barrotes de la celda.
Escribió la Autobiografía de Spies, y en su post
escribía, refiriéndose a los furiosos ataques que
recibía por parte de los periodistas: “Me
enorgullezco de mis nuevos amigos, que son
personas capaces de apreciar un amor puro y
desinteresado”.
La esposa de Oscar Neebe -condenado a 15 años de
prisión- murió de disgusto al conocer la condena,
dejando dos huérfanos.
Lingg recibió una carta de su madre pocos días antes
de su muerte, en la que, entre otras cosas, se
podía leer: “Yo también, como sabes, he luchado
duramente para tener pan para ti, para tu hermana
y para mí misma, y -tan cierto como que ahora
existo- después de tu muerte estaré orgullosa de
ti como lo he estado durante tu vida... Declaro
que si yo fuera hombre, hubiera hecho lo mismo que
tú”.
Una tía de Lingg, que no tenía hijos, le escribió:
“Querido Luis, suceda lo que quiera -aunque sea lo
más malo- no te muestres débil ante esos
miserables”.
Final esperanzado
Hace años visité Chicago y quise conocer la Plaza de
Haymarket. Me encontré con una gran superficie de
hormigón, sin ningún árbol u otro atractivo y en
una esquina la estatua de un policía luciendo
uniforme y casco de 1886, con el brazo extendido y
la mano abierta en la clásica señal de ¡alto!
Ahora que las tropas estadounidenses se dedican a
destruir estatuas en Irak, confío en que el pueblo
siga el ejemplo y algún día derribe la estatua de
ese policía, sustituyéndola por la de una mujer...
que bien podría ser Lucy Parsons.
Enildo Iglesias
© Rel-UITA
29 de abril de 2004