1º de Mayo

Los mártires,

profetas del mundo que vendrá

 

Como toda fecha de los trabajadores, el 1º de Mayo tiene sus

raíces en una larga lucha contra condiciones de vida inhumanas a

la que se creyó posible poner fin con horcas y prisiones.

 

La lucha por las tres ocho –ocho horas para el trabajo, ocho para el

descanso y ocho para el estudio y la recreación– está en el origen de

esta jornada que, año a año, recupera su fuerza simbólica: la demos-

tración de que el capitalismo, sin el esfuerzo ajeno se detiene. Y la afir-

mación –como destacara Jean Jaurés– del entendimiento universal de los

trabajadores.

 

Ese día –predicó Pablo Iglesias, fundador de la Unión General de Trabajadores

de España, líder socialista– ya no se lucha sólo por reformas que beneficien a

los trabajadores de tal o cual país o región, sino por soluciones favorables a todos

aquellos que sufren la tiranía patronal. Ese día no son grupos de explotados los que

combaten contra grupos de explotadores: es toda la clase oprimida que lucha contra toda

la clase opresora; ese día, en fin, no se trata de cuestiones que conciernen sólo a una parte del mundo del trabajo, sino de aquellas que interesan y son susceptibles de liberar a este mundo en su conjunto. Por esto, porque la lucha de clases se afirma en ella de manera tan potente y anuncia a los trabajadores un triunfo seguro, la manifestación del 1º de Mayo es más que un hecho pleno de brillo y de belleza: es una acción de suprema utilidad para la clase de los trabajadores”.

 

Como todo gran acontecimiento social, esta historia –de homenaje a mártires y fe en el futuro– está precedida de anunciaciones: una serie de propuestas (en la ciudad imaginada por Tomás Moro en su “Utopía”, en la “Ciudad del Sol” de Campanella, en “La República de los Iguales” de Babeuf, para citar sólo algunos ejemplos) y en las realizaciones de Owen, el fundador del cooperativismo, o en las misiones jesuíticas en Paraguay, por recordar, además, algunas obras concretas.

 

Aun antes del nacimiento de la clase obrera, toda una corriente de grandes pensadores, críticos de las sociedades de su tiempo, como los citados, fueron el germen, la brecha por la cual abrieron su cauce las corrientes de lo que se llamó socialismo científico.

 

Esos pensadores fueron llamados utopistas porque –como explica Federico Engels– en una época en que la producción capitalista estaba poco desarrollada no podían ser otra cosa. “Estaban obligados a sacar de la cabeza los elementos de una nueva sociedad, porque en la sociedad existente esos elementos no se manifestaban todavía de un modo evidente para todos. Se vieron obligados a apelar a la razón y la fantasía porque no podían apelar a la historia de su tiempo”. Pero en los aportes de todos ellos hay anticipos de la sociedad más justa, sueño de todos los explotados. Uno de esos autores, gestores de auténticas hazañas del pensamiento, Helvetius, denunció, adelantándose a su tiempo: “En la mayoría de los reinos no hay más que dos clases de ciudadanos, una, a la que falta lo necesario; otra, que rebosa de bienes. Y la primera no puede proveer a sus necesidades más que por un trabajo excesivo. ¿Cómo hacer para devolverles la felicidad? Disminuir la riqueza de unos, aumentar la de los otros; poner al pobre en condiciones tales que con un trabajo de siete u ocho horas puede subvenir a sus necesidades y las de su familia”.

 

Babeuf prevé un trabajo igual y moderado e imagina ya las máquinas no al servicio de pocos sino de la abundancia. Por su parte, Owen dirá: “Nadie tiene derecho a exigir de sus semejantes un trabajo más largo del que en general es necesario para la sociedad, simplemente con el fin de enriquecerse empobreciendo a otros. Porque el verdadero interés de cada uno está en el bienestar de todos”.

Una gran clase, como una gran nación, nunca aprende más rápido que a partir de las consecuencias de sus propios errores.

 

Con la invención de la máquina a vapor y de las máquinas para la elaboración del algodón comienza, en Inglaterra, la revolución industrial “que avanzó tanto más potente cuanto más silenciosa”. La antigua sociedad se desintegra y surge un régimen de explotación que, durante años, no conoce límites. Hombres, mujeres y niños son obligados a trabajar de sol a sol. En “La situación de la clase obrera en Inglaterra” Federico Engels denunciará esa realidad. De cantidad de ejemplos tomamos uno, no de los más dramáticos, al azar. Expone Engels: “Sucede a menudo que los muchachos cuando llegan a casa se tiran sobre el piso de piedra, delante de la chimenea, y se quedan dormidos, de modo que no pueden tomar ningún bocado de comida y deben ser lavados mientras duermen y llevados a la cama por sus padres: sucede también que, por el gran cansancio, se echan en la calle y en lo más avanzado de la noche son buscados y hallados durmiendo por sus padres”.

 

Federico Engels, al describir la situación de la clase obrera y las terribles condiciones en que surge el capitalismo, lo define como un crimen social. Dice: “Si un individuo produce a otro un daño físico tal, que el golpe le causa la muerte, llamamos a eso homicidio; si el autor supiera, de antemano, que el daño va a ser mortal, llamaremos a su acción asesinato premeditado. Pero si la sociedad reduce a centenares de proletarios a un estado tal que necesariamente caen víctimas de una muerte prematura y antinatural, de una muerte tan violenta como la muerte por medio de la espada o de una maza; si impide a millares de individuos las condiciones necesarias para la vida, si los coloca en un estado en que no pueden vivir, si los constriñe, con el fuerte brazo de la ley, a permanecer en tal estado hasta la muerte, muerte que debe ser la consecuencia de ese estado; si esa sociedad sabe, y lo sabe muy bien, que esos millares de individuos deben caer víctimas de tales condiciones, y, sin embargo, deja que perdure tal estado de cosas, ello constituye, precisamente, un asesinato premeditado, como la acción del individuo, solamente que un asesinato más oculto, más pérfido, un asesinato contra el cual nadie puede defenderse, que no lo parece, porque no se ve al autor, porque es la obra de todos y de ninguno, porque la muerte de la víctima parece natural y porque no es tanto un pecado de acción como un pecado de omisión. Pero ello no deja de ser un asesinato premeditado”.

 

La rabia ante las injusticias lleva a estallidos. Hay quienes queman las máquinas, lo que el régimen pena con la horca. Pero una gran clase, como una gran nación, nunca aprende más rápido que a partir de las consecuencias de sus propios errores (como observará Engels). Y poco a poco se va aprendiendo la fuerza de la unidad, así como se perfilan dos concepciones del trabajo que son dos concepciones del hombre. Los que viven de su trabajo reclaman la reducción de la jornada de labor. Los que amasan fortunas, como hoy, que no son sino trabajo ajeno acumulado, responden con afirmaciones que quedarán como auténticas expresiones del espíritu capitalista: “Si se nos impide hacer trabajar diez horas por día a los niños de cualquier edad, detenemos la fabricación”, dirán los patronos ingleses.

 

En otros países los patronos han sido más francos –informaba Emilio Frugoni al discutirse en el Parlamento uruguayo la ley de ocho horas–, y han declarado con toda impudicia que lo que a ellos no les conviene, es, precisamente, que los trabajadores se instruyan, porque los instruidos se hacen más exigentes. En Estados Unidos –agregó– un poderoso industrial declaró ante el Instituto Americano del Hierro y el Acero, que la consecuencia de las jornadas largas es que durante todo ese tiempo los operarios no podían hablar de su descontento. En Uruguay, el diputado Paullier sostuvo que la jornada de ocho horas era perjudicial para los trabajadores, porque después de diez horas de trabajo el obrero llega a su casa cansado y no dispone de tiempo para ir a la taberna, lo que fomentaría el alcoholismo.

 

La lucha por las ocho horas y la huelga general

 

Años después, en 1825, los hilanderos de Nottingham abren camino a las huelgas por las ocho horas. Una ola de conflictos inunda Gran Bretaña. Luego se extiende al continente y parece templarse en el amanecer revolucionario de la Comuna, ahogado finalmente en la represión.

 

Pero la reivindicación de las ocho horas se une, cada vez más, a la idea de una huelga general en un día determinado. Ese día se concertará en América. Será el 1º de Mayo porque en esa fecha se renovaban los contratos de servicio en la mayoría de los estados de Estados Unidos.

 

A una prehistoria de siglos seguirán dos hechos decisivos: las jornadas sangrientas de Chicago, en 1886, que fijarán en la memoria popular el recuerdo de los mártires. Y luego la resolución de dos congresos obreros: el de la Internacional Socialista realizado en el París de 1889, que decidió: “organizar una manifestación internacional, con fecha fija, de manera que en todos los países y ciudades a la vez, el mismo día convenido, los trabajadores intimen a los poderes públicos a reducir legalmente la jornada de trabajo”.

 

Dicha resolución agregaba: “Visto que una manifestación semejante ha sido decidida por la American Federation of Labor para el 1º de Mayo de 1890, se adopta esa fecha para la manifestación internacional. Los trabajadores de las distintas naciones la llevarán a cabo en las condiciones impuestas por la especial situación de cada país”.

 

Antes del crimen de mayo, Chicago, como tantas ciudades capitalistas, ya era tierra de mártires. En su “Historia del 1º de Mayo”, Maurice Dommanget describe: “Muchos obreros partían al trabajo a las cuatro de la mañana y regresaban a las siete u ocho de la noche, o incluso más tarde, de manera que jamás veían a sus mujeres y a sus hijos a la luz del día. Unos se acostaban en corredores y desvanes, otros en chozas en las que se hacinaban tres o cuatro familias. Muchos no tenían alojamiento; se les veía juntar restos de legumbres en los recipientes de desperdicios, como a los perros, o comprar al carnicero algunos décimos de recortes”.

 

Por su población e impulso, Chicago era entonces la segunda ciudad de Estados Unidos. Sus mataderos eran uno de los pilares del empuje comercial de los nuevos amos, millonarios en dólares, jefes del nuevo credo capitalista que definirá “un estilo de vida”. Muchos de los habitantes de la región provenían de otras tierras, expulsados por el capitalismo.

No se concibe cómo reclusión semejante no los mueve al crimen.

 

José Martí, el héroe, por esos años cronista en Estados Unidos, describe el fenómeno de la emigración (que se conoce, también, desde hace tiempo, por otras latitudes): “Cuando los brazos se fatigan de no hallar empleo, o cuando la avaricia o el miedo de los grandes trastorna a los pueblos, la inmigración, como marea creciente, hincha sus olas en Europa y las envía a América. Europa, más sobrada de hijos que de beneficios, envía miles de hombres. Manadas –no grupos de pasajeros– parecen cuando llegan. Son el ejército de la paz. Tienen derecho a la vida. Su pie es ancho y necesita tierra grande. En su pueblo cae nieve y no tienen con qué comprar pan y vino. El hombre ama la libertad aunque no sepa que la ama y viene empujado de ella huyendo de donde no la hay, cuando aquí viene (...) ¿Qué han de hacer en Alemania, donde el porvenir del hombre es ser pedestal de fusil y coraza del imperio?”. Y describe cómo llegan “a la tierra de los gigantescos racimos de uva” y “de los ríos que arrastran oro” los inmigrantes, “hacinados en vapores criminales”.

 

“No los llaman por nombres sino que los cuentan por cabezas, como a los brutos de los llanos. A un lado y otro del globo, del lóbrego vientre de los buques, se alzan jaulas de hierro construidas en camadas superpuestas, subdivididas en lechos nauseabundos a los que sube por una escalerilla vertical, entre cantares obscenos y voces de ebrios, la mísera mujer cubierta de hijos que viene a América traída del hambre o del amor del esposo que no ha vuelto. Como a riqueza a que no tienen derecho los sacan en majadas a respirar algunos instantes sobre la cubierta del buque el aire fresco. No se concibe cómo reclusión semejante no los mueve al crimen”. Martí describe así la otra cara del heroísmo del empresario privado, del que suelen hablarnos los corifeos del régimen en su literatura de ficción.

 

Junto al poder de la burguesía lentamente se va creando (fuego que por contraste define las sombras) la conciencia revolucionaria. Con la crisis financiera de 1873 se viven años difíciles; de represión enérgica. Pero el dolor y la esperanza obrera engendran organizaciones. Se forman grupos para luchar por las ocho horas. Los Caballeros del Trabajo anuncian su rebeldía: harán todo lo necesario para concretar esa demanda mediante la negativa a trabajar más de ocho horas.

 

Otra vez, la acción por las tres ocho se asocia a la idea de la huelga general. En noviembre de 1882 la asamblea de sindicatos de Chicago declara que la jornada de ocho horas aumentará las oportunidades de trabajo, “permitirá el goce de más riquezas por aquellos que las crean”, “aligerará el fardo de la sociedad dando trabajo a los desocupados”, “creará las condiciones para el mejoramiento intelectual de las masas”.

 

Por esos años crece la protesta. En Pittsburg se detienen los ferrocarriles. La lucha se extiende. Pero los patronos –para eso están las armas– imponen su paz. En la misma Pittsburg, sin embargo, sobre el recuerdo de la represión crece la Federation de Trade Unions, que se convertirá luego en la Federación Americana del Trabajo (AFL).

 

En 1884, el Congreso de la Federación reconoce que las gestiones ante Republicanos y Demócratas (los dos partidos más fuertes de Estados Unidos) han fracasado. Muchos militantes obreros plantean entonces la lucha directa contra la patronal, y se abre camino la idea de una acción sindical unánime.

 

La senda está trazada. Se resuelve que el 1º de Mayo de 1886 será una jornada de reivindicación de las ocho horas. Se preparan folletos, periódicos, mitines.

 

El fuego de la cuestión social

Cantidad de trabajadores fueron abatidos a sangre fría y ninguno de los asesinos fue llevado ante la justicia.

 

Ya abril amanece violento. Hay huelgas y enfrentamientos con los encargados de la represión. Ante las llamas de la cuestión social el presidente Cleveland reconoce en el Congreso: “Las relaciones capital y trabajo son muy poco satisfactorias y esto, en gran medida, gracias a las ávidas e inconsideradas exacciones de los empleadores”.

 

Treinta y dos mil obreros de Virginia conquistan, en la lucha, la jornada de ocho horas.

 

Dos enfoques estarán frente a frente. La AFL, cuyos dirigentes en ese momento no están comprometidos con el imperio (ni son los “césares de paja” o “déspotas benévolos” de los que hablará Harold Laski) reitera conceptos: la jornada de ocho horas aligerará el fardo de la sociedad dando trabajo a los desocupados, disminuirá el poder del rico sobre el pobre, no porque el rico desaparezca sino porque el pobre mejorará; creará las condiciones necesarias para el mejoramiento cultural de los trabajadores, estimulará la producción, aumentará el consumo de bienes por las masas, hará necesario el empleo cada vez mayor de máquinas.

 

El 1º de Mayo de 1886, Estados Unidos se erizó de conflictos. Los trabajadores habían anunciado que si los patronos no aceptaban la reducción del horario de trabajo a ocho horas estallarían conflictos.

 

Cinco mil huelgas, 300 mil huelguistas anuncian un nuevo tiempo: “A partir de hoy ningún obrero trabajará más de ocho horas”.

 

La jornada fue sangrienta en Milwaukee. Una descarga de fusilería alcanzó a los manifestantes obreros, que respondieron con piedras. Mueren nueve trabajadores. También hubo enfrentamientos en Filadelfia, Saint Louis, Baltimore, Louisville, Chicago.

 

En defensa del orden, el “Chicago Times” planteó: “La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible para la cuestión social. Hay que esperar que su uso se generalizará”.

 

Los trabajadores se movilizaban tras las banderas rojas y negras de los anarquistas, que en Chicago contaban con prestigiosos militantes. Dommanget destaca, además, el aporte de la prensa anarquista: “El ‘Arbeiter Zeitung’, en idioma alemán, se había convertido de trisemanario y socialdemócrata de izquierda en cotidiano libertario bajo la dirección de Hessois Auguste Spies, de 31 años de edad, residente en América desde 1872. El ‘Alarm’, semanario en inglés, tenía como redactor jefe a Albert Parsons, estadounidense que en 1879 había declinado la candidatura a la presidencia de Estados Unidos ofrecida por el Partido Socialista Obrero. Lo secundaba Lizzie M. Schwab, en tanto que Michel Schwab, su marido, redactaba con Spies dos semanarios: el ‘Vorbote’ y el ‘Die Fakel’. En torno a estos órganos y a ocho o diez grupos que reunían a casi dos mil miembros, todo un núcleo de brillantes militantes, agitadores de ideas con almas de apóstoles y temperamento fogoso, se prodigaban sin límites.”

 

“Entre ellos sobresalía William Holmes, autor de diferentes folletos, propagandista tan infatigable como Albert Parsons, Lucy Parsons, William Snyder, Thomas Brown, Sarah E. Ames, William Patterson, el doctor James D. Taylor y todos aquellos que con Spies, Albert Parsons y Michel Schwab llegarán a ser ‘los mártires de Chicago’: Samuel Fielden, obrero textil inglés, Georges Engel, Louis Lingg, Adolphe Fischer (alemanes) y Oscar Neebe.”

La masacre fue espantosa, pero es imposible establecer el doloroso balance.

 

Los trabajadores de Chicago respondieron en gran número a la huelga convocada para el 1º de Mayo de 1886. En los días siguientes casi 40 mil seguían en la brecha y, por otra parte, explica Dommanget, muchos debían enfrentar el despido o el lock out patronal. En la fábrica de maquinaria agrícola McCormick, 1.200 trabajadores fueron declarados cesantes y sustituidos parcialmente por “amarillos”.

 

Una historia luego repetida en muchas latitudes se registra: la patronal organiza una policía privada “de individuos sin escrúpulos, que multiplicaban las provocaciones, seguros de la complicidad policial y la impunidad judicial” (Dommanget, obra citada, pág. 44).

 

Bogart y Thompson (en “The Industrial State”, citado por Gregorio Selser) explican cómo la fuerza policial de Chicago “reflejó la hostilidad de la clase empleadora en lo que concierne a las huelgas”. “Para un escuadrón de la policía montada o un destacamento, constituía un pasatiempo dispersar a cachiporrazos a cualquier grupo de trabajadores. Hombres, mujeres, niños y dueños de tiendas caían bajo ellas por igual”. Al estilo de los “escuadrones” montados por las dictaduras de hace pocas décadas en América Latina, elementos a sueldo de las empresas imponían la voluntad patronal. “Cantidad de trabajadores fueron abatidos a sangre fría y ninguno de los asesinos fue llevado ante la justicia”.

 

El 3 y 4 de mayo se producen los incidentes tantas veces relatados: una multitud de trabajadores asistió a un mitin en el que habló Spies, líder anarquista, director del Arbeiter Zeitung. Un grupo se apartó del mitin y chocó con rompehuelgas de la fábrica Mac-Cormick. (“Allí estaba la fábrica insolente empleando, para reducir a los obreros que luchan contra el hambre, a las mismas víctimas, desesperadas, del hambre” describirá José Martí). Policías y soldados (el doble brazo armado de la empresa) atacaron a los huelguistas con revólveres y fusiles. Mientras los obreros intentaban correr en ayuda de sus compañeros, el mitin se dispersó. Pero los agentes dispararon contra los que huían. Resultado: seis muertos más y cincuenta heridos.

 

Spies, en su prensa, convocó a la lucha: “La guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica Mac-Cormick han fusilado a los trabajadores. ¡Su sangre pide venganza! ¡Quién podría dudar de que los tigres que nos gobiernan están ávidos de la sangre de los trabajadores! Pero los trabajadores no son carneros. Responderán al Terror Blanco con el Terror Rojo. Vale más la muerte que la miseria. Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡a las armas!”.

 

Los grupos anarquistas convocaron, a la vez, a un mitin de protesta en la Plaza del Mercado de Heno, a las siete de la tarde. Al pie de la convocatoria se decía a los obreros: “Armaos y apareced en plena fuerza”.

 

Pero a último momento –describe Dommanget– la manifestación tomó un carácter pacífico y se recomendó a los manifestantes ir sin armas, “y tan poco previó el matrimonio Parsons lo que sucedería, que llevó a sus dos hijos pequeños”.

 

Crimen en la plaza del Mercado de Heno

 

Al acto –autorizado– concurrieron 15 mil personas. Hablaron Spies, Albert Parsons y Fielden. Más allá de la emoción, el acto transcurrió en calma. Pero cuando la multitud se retiraba la policía irrumpió en la plaza con violencia. Una bomba cayó en filas policiales, derribando a unos sesenta hombres, dos de los cuales murieron en el acto y seis más tarde. Ello fue el comienzo de una masacre.

Bastaba la sospecha de una remota conexión con el movimiento sindical, aunque no se fuese anarquista, para ser encarcelado.

 

Samuel Yellen, citado por Gregorio Selser, no descartaría, en sus análisis posteriores el hecho de que la bomba fuera resultado de la acción de un agente provocador, porque –sostiene– los funcionarios policiales de Chicago “eran entonces muy capaces de semejante maquinación”.

 

Se abrió fuego sobre la multitud, lo que provocó numerosos muertos y heridos. La masacre fue espantosa –relata Dommanget– pero es imposible establecer el doloroso balance. Un despacho de la agencia de Chicago, evidentemente subestimando el saldo de muertos, habló de cincuenta agitadores heridos, “muchos mortalmente”.

 

Se decretó el estado de sitio, se prohibió a la población salir de noche a las calles, la tropa ocupó algunos barrios durante muchos días y la policía vigiló estrictamente los entierros de las victimas de la masacre para tratar de descubrir en ellos a los militantes escapados de las búsquedas. Las detenciones y los interrogatorios fueron masivos. Fue allanado el “Arbeiter Zeitung” y apresado todo su equipo de redacción presente en ese momento en los talleres; especialmente la compañera de Schwab y Lucy Parsons. Pero Albert Parsons logró escapar. Del plano individual –explica Dommanget– el atentado se llevó al plano colectivo, con el objetivo de procesar a todos los militantes de los que los patronos deseaban desembarazarse.

 

A la caza de anarquistas

 

Como es habitual, una larga prédica había preparado a la opinión pública contra las reivindicaciones obreras. El “Illinois State Register” consideró la lucha por las ocho horas “una de las más consumadas sandeces que se hayan sugerido nunca acerca de la cuestión laboral. La cosa es demasiado tonta para merecer la atención de un montón de lunáticos. Y la idea de hacer huelga en procura de ocho horas es tan cuerda como la de hacer huelga para conseguir paga sin cumplir las horas”.

 

A todos los luchadores sindicales les parecerá haber escuchado esos argumentos alguna vez. Desde la ironía (“montón de lunáticos”) hasta la defensa de “la prosperidad del país” (en tiempos de globalización se hablará de las inversiones), o la acusación a los dirigentes obreros (“truhanes y demagogos que viven del ahorro de los trabajadores”) y hasta el “alerta a los hombres honestos pero engañados” que son llevados a la huelga y la violencia.

 

El fantasma del momento era el anarquismo. Aunque en realidad (relata Selser en “Los mártires de Chicago”) bastaba la sospecha de una remota conexión con el movimiento sindical, aunque no se fuese anarquista, para ser encarcelado. Los allanamientos de imprentas y domicilios privados, así como la interrupción de asambleas gremiales, eran justificados por las fuerzas de represión fabricando descubrimientos de arsenales, depósitos de bombas, escondites secretos. Al maltrato a los detenidos y a las torturas –señala Selser– se agregaron “raterías a granel en toda casa que era registrada”.

 

Neebe declara ante el tribunal: “En mi casa hallaron una bandera roja con la que jugaba mi hijo”. Se registraron del mismo modo “centenares de casas, de las que desaparecieron numerosos relojes y dinero”.

 

“Demasiado inteligentes para nuestros privilegios”

 

“Asesinos”, “agitadores”, “monstruos sanguinarios”, “pestíferos sediciosos”, “gentuza”, “hez de Europa”. El odio buscó desviar el proceso hacia los dirigentes anarquistas. Fueron arrestados: Samuel Fielden, August Spies, Michael Schwab, George Engel, Adoph Fischer, Louis Lingg y Oscar Neebe. Albert Parsons, que permaneció en la clandestinidad, se presentó el día del proceso para compartir la acusación con sus compañeros.

Como tantas veces en las luchas sociales, se intentó atribuir los problemas sociales al demonio.

 

Todo el juicio –como se probó después categóricamente– fue una farsa destinada a procesar a los anarquistas. Un miembro del jurado admitió, fuera del tribunal, que se trataba de una mascarada, pero afirmó: “Los colgaremos lo mismo. Son hombres demasiado sacrificados, demasiado inteligentes para nuestros privilegios”. El fiscal culminó su alegato en la misma línea; dijo: “Declarad culpables a estos hombres; haced un escarmiento con ellos, ahorcadles y salvaréis a nuestras instituciones, a nuestra sociedad”.

 

Toda la campaña y el proceso se llevaron a cabo en nombre de la patria. Los detenidos fueron acusados de agitadores foráneos (“la hez de Europa que buscó estas costas para abusar de la hospitalidad y desafiar a las autoridad del país”, dijo el “Chicago Herald”). Como tantas veces en las luchas sociales, se intentó atribuir los problemas sociales al demonio: admitir causas en la protesta social sería confesar las culpas del régimen.

 

Los cabecillas de “sediciosas y peligrosas doctrinas”, como los calificara el “Chicago Inter-Ocean”, enfrentaron el proceso y hablaron como profetas de un tiempo nuevo, que vendrá. No hay mejor homenaje que escuchar sus palabras, vencedoras del tiempo.

 

Fischer dijo: “En todas las épocas, cuando la situación del pueblo ha llegado a un punto tal que una gran parte se queja de las injusticias existentes, la clase poseedora responde que las censuras son infundadas, y atribuye el descontento a la influencia deletérea de ambiciosos agitadores. La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de progreso se abandonarían con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivindicaciones proletarias con el sacrificio de algunos de sus defensores. Pero aunque los obstáculos que se opongan al progreso parezcan insuperables, siempre han sido vencidos, y esta vez no constituirán una excepción a la regla”. Agradeció a quienes habían pedido a la Corte la conmutación de la pena de muerte, aunque agregó: “Como hombre de honor y de conciencia no puedo pedir gracia. No soy criminal y no puedo arrepentirme de lo que he hecho. ¿Pediría perdón por mis principios, por lo que creo justo y bello? Jamás. No soy hipócrita y no puedo pretender que se me perdone por ser anarquista; al contrario, la experiencia de los últimos 18 meses ha afirmado mis convicciones”.

Todos los días se cometen asesinatos, los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar, los hombres mueren lentamente, y no he visto que las leyes castiguen estos crímenes.

 

Engel planteó: “¿Por qué razón estoy aquí? ¿Por qué se me acusa de asesino? Por la misma que me hizo abandonar Alemania: por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora. ¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caen en la degradación y en la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad, al bienestar”.

 

Schwab denunció la comedia: “Denominar justicia a los procedimientos seguidos en este proceso sería una burla. No se ha hecho justicia ni podría hacerse, porque cuando una clase está frente a otra es una hipocresía y una maldad su sola suposición”. Al responder a los acusadores dijo: “Habláis de una gigantesca conspiración. Un movimiento no es una conspiración, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto en nuestra propaganda. Anunciamos una próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo, y ese cambio no puede menos que llegar”. Ante quienes pretendían enjuiciarlos por asesinato agregó: “Si nosotros calláramos hablarían las piedras. Todos los días se cometen asesinatos, los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar, los hombres mueren lentamente consumidos por sus rudas faenas, y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes”. Aun frente a la horca, cada uno de los condenados se mantuvo fiel al ideal y a la condena al régimen: los cuatro ajusticiamientos tuvieron lugar el 11 de noviembre de 1887, antes del mediodía, en el patio de la prisión.

 

Parsons reclamó: “Dejadme hablar, sherif Matson. Dejad que se escuche la voz del pueblo”. Fischer y Engel vivaron la anarquía. Spies profetizó: “Salud, tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces que estrangula la muerte”. Schwab y Fielden fueron condenados a prisión perpetua. Neebe, a quince años.

 

La antevíspera de la ejecución –según el molde de muchas prisiones– hubo un “suicidio”. Hoy está probado que ése fue el primer crimen.

 

Martí ha dejado emocionado testimonio de los mártires, en crónica para “La Nación” de Buenos Aires. En el minuto de los adioses se registraron escenas desgarradoras. Lucy Parsons, que publicará las últimas palabras de estos militantes obreros, fue a suplicar que se le permitiera ver a su compañero “con palabras que enternecerían a las fieras”, según la crónica de Martí, pero su solicitud fue negada. El juez, Oglesby, desechó todas las protestas. Incluso un telegrama de los diputados del Sena y otro de la extrema izquierda francesa. Muda, la cárcel entera, “algunos orando, asomados a los barrotes de las celdas”, escucharon a Engel recitar un poema revolucionario.

 

Años más tarde, John Altgeld, gobernador de Illinois, después de una investigación, proclamó las infamias del proceso y la inocencia de los condenados. Fielden, Neebe y Schwab recuperaron la libertad. Habían padecido siete años de prisión.

La jornada cuestiona, en el silencio de las fábricas, de los talleres, de las oficinas, con el paro general, la propiedad privada de los medios de producción y de la tecnología.

 

En 1886, el terror que siguió a la feroz represión destrozó por un tiempo las organizaciones de los trabajadores, y el movimiento obrero retrocedió. Pero el recuerdo de los mártires permaneció para siempre ligado al 1º de Mayo y se fue afirmando cada vez más, consolidándose inclusive como fruto de una resolución de un Congreso Socialista Internacional que resolvió organizar una gran manifestación internacional en fecha fija (1º de Mayo) para plantear la reivindicación obrera, a la vez, en todo el mundo.

 

Con el homenaje a los mártires, más allá de las reivindicaciones concretas de los trabajadores de cada país, la jornada cuestiona, en el silencio de las fábricas, de los talleres, de las oficinas, con el paro general, la propiedad privada de los medios de producción y de la tecnología (“de las invenciones”) para reiterar palabras de Engel, uno de los mártires, quien dejó dicho, además: “Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes sus amigos”.

 

A los mártires, como a los luchadores obreros de las más diversas latitudes, corresponde el homenaje de todos. Y la lección de dos certezas: la de que siempre hay una segunda justicia para los condenados de la tierra, y la de que otro mundo, sin explotados ni explotadores, también será posible.

En Montevideo, Guillermo Chifflet

© Rel-Uita

28 de abril de 2006

Guillermo Chifflet

 

 

 

 

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