“Ya se está viendo el
fin del túnel de la
crisis”, claman al
unísono, patronales y
gobiernos europeos. Sin
embargo, afectados por
un desempleo que ya es
récord y se anuncia
creciente, los
trabajadores no perciben
lo mismo. Y acicateados
por la desesperanza y
por el desparpajo
empresarial radicalizan
sus movilizaciones. El
caso francés es
ilustrativo.
Según las últimas cifras (fines de
junio) de Eurostat, la oficina de
estadísticas de la Unión
Europea, la tasa de desocupación en
los 16 países de la zona euro, regidos
por la moneda común regional, alcanzó en
mayo el nivel más elevado de los últimos
diez años, trepando a un 9,5 por ciento
de los activos.
En abril
era de 9,3 por ciento, y un año antes no
alcanzaba el 7,5. Son 15,5 millones los
trabajadores privados de empleo en esos
países y 21,4 millones si se extiende la
consideración al conjunto de la Unión
Europea, que engloba a 27 naciones.
Las perspectivas son aun peores para lo
que queda del año y para el próximo, ya
que el desempleo podría superar entonces
con creces el 11 por ciento de la
población activa.
De por sí solos esos datos justificarían
movilizaciones masivas de las centrales
sindicales para defender las fuentes de
trabajo existentes y evitar que se
destruyan nuevas. Más justificadas aun
aparecen esas movilizaciones cuando
“enfrente”, del lado de las
organizaciones empresariales, en cuyas
filas revistan buena parte de los
responsables de la presente crisis
global, la soberbia continúa siendo un
rasgo dominante. Los curiosos “planes
sociales” (así se les llama, sin
eufemismo alguno, en Francia) en
el marco de los cuales los trabajadores
son enviados al seguro de desempleo se
establecen a menudo violando normas de
larga data y las indemnizaciones pagadas
por los empleadores son por lo general
irrisorias.
En contrapartida, han sido y son muy
numerosos los casos de ejecutivos a los
que por los “servicios prestados” se les
han entregado sumas casi millonarias en
euros por concepto de primas y
compensaciones y también en virtud de un
sistema (las “retraites chapeau”,
“retiros sombrero”) por el que las
propias empresas, incluso si están en
crisis, asumen el pago de jubilaciones
de sus cuadros directivos.
A tal punto han llegado esos contrastes
e injusticias que el primer ministro
francés François Fillon,
integrante del gobierno del ultraliberal
Nicolas Sarkozy, debió llamar al
Medef, la confederación patronal de su
país, a limitar estos “excesos” para no
“alimentar reacciones violentas que
podrían ser muy negativas para la
economía francesa”. Fillon instó
a Laurence Parissot,
presidenta del Medef, a crear un “comité
de ética” para analizar casos como, por
poner apenas un ejemplo, el de Daniel
Bouton, director del banco Société
Générale, que sólo por “jubilación
sombrero” cobrará 750 mil euros al año.
Pero, a pesar de esas convocatorias y de
“dolidas” declaraciones, la
autodepuración no llegó.
Las que sí llegaron en Francia
fueron las movilizaciones, entre ellas
las “violentas” tan temidas por
Fillon.
Primero fueron los “bossnaping”,
las retenciones (o secuestros, por unas
noches, por unas horas) de los jefes de
empresas en conflicto o al borde de la
quiebra, con el objetivo de forzar a las
direcciones a negociar mejores primas de
despido, el pago de salarios atrasados u
otras reivindicaciones. Hubo varios, más
de una decena entre fin de año y junio
pasado.
Luego vinieron las amenazas de volar por
los aires empresas ocupadas, colocando
en los techos de las mismas o en algunas
de sus oficinas garrafas de gas. En el
verano boreal hubo hasta ahora tres
casos de este tipo, uno de ellos en la
firma de autopartes New Fabris, cuyos
casi 400 obreros marcharon a la calle
por el inminente cierre de la fábrica.
En su gran mayoría las movilizaciones
fueron exitosas, y los trabajadores
lograron que sus reclamos fueran
atendidos. El ejemplo cundió en otras
naciones europeas, y hoy el “estilo
francés” de movilización está siendo
discutido por centrales sindicales o
gremios, por ejemplo, de Gran Bretaña
o Alemania.
La principal central laboral de
Francia, la Confederación General
del Trabajo (CGT), justificó
estas medidas.
“Son acciones sindicales, las comprendo y las defenderé
en tanto no lleven ofensa física a los
dirigentes empresariales”,
anunció el secretario general de esa
central, Bernard Thibaud,
rompiendo el aislamiento que por un
momento parecían padecer los
gremialistas que las habían llevado a
cabo.
Pero lo más sorprendente fue que los
bossnapings fueron también
“comprendidos” por la mayoría de la
población, como lo dejan ver dos
encuestas recientes. Una de ellas, de la
consultora IFOP, realizada a
fines de abril, señala que apenas 7 por
ciento de los franceses rechaza
iniciativas de acción directa como los
secuestros de empresarios; por el
contrario, el 63 por ciento las
respalda.
Parte del éxito de estas protestas es su
espectacularidad, que les permite llamar
la atención de los medios de
comunicación y en consecuencia “golpear”
con mayor impacto a la opinión pública.
«Nunca pensamos realmente en volar la
empresa. Necesitábamos atraer a los
medios, porque hace semanas que
estábamos en huelga y nadie se
interesaba en nuestra situación», dijo a
mediados de este mes de julio al diario
parisino Libération uno de los
sindicalistas de New Fabris. “No
queríamos morir en silencio”, declaró a
su vez a Le Monde otro
sindicalista, Christian Berenbach,
delegado por otra de las centrales, la
CFTC.
Una mezcla de “radicalidad” extrema en
las acciones, o en su puesta en escena,
y “modernidad” en las estrategias de
comunicación fue implementada por estos
sindicalistas, representantes de una
nueva camada de dirigentes gremiales que
no dudan en montar “grupos de trabajo
sobre medios”, hablan de “la necesidad
de tocar a las puertas de la prensa para
que nos ayude a regular nuestra relación
con la opinión pública”, como dijo uno
de los sindicalistas de New Fabris,
y a la vez, si se los lleva al límite,
están dispuestos a transgredirlo porque
han perdido toda esperanza y quienes
jugaban tiempo atrás un papel de
mediación política, de “representación”,
los partidos de izquierda, ya no lo
hacen.
Las amenazas de explosión son “un
símbolo de nuestro desamparo”,
agregaba Berenbach.
Eduardo Febbro, corresponsal en
París del diario argentino Página 12,
apunta: “Sea a través de secuestros
de dirigentes o de amenazas de
explosión, la lucha social en Francia
pasa por la puesta en escena de la
desesperanza, por la amplificación
exponencial del drama”. Es en
respuesta a “una injusticia inicial que
desemboca en la desesperanza” que deben
comprenderse “actos desesperados”
de este tipo, concluía.