Argentina - Brasil

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Maquilas clandestinas

en Sao Paulo y Buenos Aires

 

Esclavos Made in Bolivia *

 

Compran “bolitas” a precio de “gallina muerta”

 

El rentable negocio del tráfico de humanos lleva a los bolivianos a devorarse sin piedad. Decenas de miles de ellos son reducidos al estado de servidumbre en Argentina y Brasil, a donde son llevados mediante promesas engañosas.

Miguel Ruiz

 

Todo es real. Hay explotación laboral, trata de personas y reducción a servidumbre. Existe retención indebida de documentos, niños trabajando, promiscuidad sexual y tuberculosis. También se registran jornadas de trabajo que duran más de 20 horas, salarios miserables a cambio de un cuartucho, un raquítico plato de comida y, sobre todo, hay muchas máquinas de coser.

Todo ello ocurre a diario y sin frenos en los cientos de talleres de costura clandestinos, camuflados en casas de familia, que operan de lunes a domingo en las ruidosas ciudades de São Paulo y Buenos Aires que aterran a los miles de bolivianos que, sentaditos en las máquinas de coser, están siendo sometidos a un sistema de esclavitud que no es un secreto y que ya no avergüenza a ninguna autoridad, a no ser que uno de los tantos desgraciados muera trágicamente.

Las víctimas son los bolivianos pobres y desempleados que sobreviven en los rincones olvidados del país. Pero también son bolivianos sus verdugos que ejecutan técnicas persuasivas para arrancarlos de sus lugares y llevarlos con engaños a esas tierras lejanas donde, en vez de llamarlos por sus nombres, les dicen ‘los bolitas’, y donde los encierran para que costuren cientas de prendas de vestir, desde las siete de la mañana hasta las dos o tres de la madrugada del día siguiente.

Los consulados que Bolivia tiene en ambas ciudades revelan cifras aterradoras: de más de un millón de inmigrantes bolivianos, muchos viven bajo este régimen en Buenos Aires. Lo mismo sucede en São Paulo, donde hay cerca de 80.000 inmigrantes. Como es de suponer, esto lo saben las autoridades en Bolivia, pero también lo saben sus pares en Brasil y Argentina, la Iglesia católica y también la Policía. Pero el viaje de tres semanas que hice a São Paulo y a Buenos Aires, no sólo sirvió para escuchar a esas fuentes oficiales, sino, y sobre todo, para meterme en el ‘estómago de la bestia’, es decir, internarme en la vida de esos hombres y mujeres, aquellos morenitos de baja estatura, livianitos de peso y de cabeza gacha, para comprobar y escuchar sus historias y también las historias de los dueños de los talleres y descubrir cómo se origina y cómo crece y se fortalece ese tráfico de ‘carne humana’, cuyo movimiento económico, por ser tan grande, nadie ha podido medir todavía. La persona que me ayudó a ganar la confianza de los involucrados, de los buenos y de los malos de esa película de terror, fue Charly -su nombre es Marco Antonio Hinojosa (62) - aquel hombre que con el paso de los años dejó de parecerse físicamente a la estrella hollywodense de los 80, Charles Bronson, para ahora asemejarse al presidente brasileño Luis Inácio Lula da Silva.

“Quiero que cuenten todo a este periodista que vino de Bolivia”, les decía con su voz imperativa y ronca a los bolivianos que habían sido rescatados de aquel mundo sin Dios, como ellos lo llaman. A Charly lo respetan porque él les ayuda a tramitar ante el Consulado sus documentos de radicatoria y en detectar y llevar al hospital a los compatriotas que tienen síntomas de desnutrición y de tuberculosis.

Una treintena de testimonios revela que fueron reclutados con engaños en Bolivia a través de anuncios que se emiten por radio, prometiéndoles vivienda y alimentación como la gente, y un sueldo de 300 dólares por trabajar ocho horas diarias. Pero nada de eso ocurre. Cuando llegan a la ciudad les quitan sus documentos y les dicen que no salgan a la calle porque la Policía Federal odia a los inmigrantes y que los llevarán a la cárcel. Les dan la triste noticia de que la paga no será por mes, sino por prendas, entre 0,10 y 0,30 centavos de dólar por cada costura; y les recalcaban que no recibirán ningún sueldo hasta que no terminen de pagar el pasaje que les costearon desde Bolivia.

Al pasar por la casa número 404 de la rua (calle) Cajurú en el barrio Belén de São Paulo, nos saluda temeroso un muchacho de 25 años con traza de costurero, (tiene la misma pinta que los otros compatriotas que entrevisté días y horas antes). Parado detrás de las rejas de fierro de esa vivienda, dice que se llama Ríder Mamani Limachi y que es paceño. Era cerca de la una de la tarde de un acalorado sábado de junio y el boliviano empezó a quejarse de que no podía salir de esa casa porque su patrón se había llevado la llave, que siempre que se ausenta hace lo mismo porque no quiere que sus empleados salgan y porque desconfía que le vacíen la casa donde funciona el taller de costura. “Sólo si me duele mi muela, le digo que tengo que ir a hacérmela sacar”, comenta resignado.

A Yenny Mendieta (23) la encontramos refugiada en la Pastoral del Migrante de la rua do Glicério 225. Vomitó una historia que dice que necesita olvidar. Ella salió embarazada de La Paz hace un año y medio hacia São Paulo con el nombre de Zulma y su marido Limberg Nogales (24) como Teodoro. De los apellidos ya ni se acuerdan porque dicen que eran raros.

A fin de 2004 fueron tentados por un anuncio radiofónico, que escucharon en la ciudad de El Alto, para viajar a Brasil como costureros. Se contactaron con un tal Eduardo, que les prometió una vida con mucho futuro. "Empezaron a suceder cosas raras desde un comienzo", recuerda Yenny Mendieta. La mujer se refiere a los carnés que le entregó Eduardo a ella y a su marido, los que en realidad pertenecían a otras personas. Los nombres eran ajenos y también las fotos. "Pero esa gente extraña se parecía a nosotros", afirma con una voz que a cada minuto baja de volumen.

Recuerda que el primer día de trabajo fue tal como habían convenido en Bolivia, pero después les exigían que se queden hasta la una de la madrugada y luego hasta las dos. Después resultó que no les darían sueldo hasta que paguen los 180 dólares que habían gastado en los pasajes de cada uno, pero nunca terminaban de cubrir esa deuda.

En realidad, aclara, que solamente salió una vez de esa casa cuya dirección nunca pudo memorizar, horas antes de que su bebé pataleara para salir de su vientre. La llevaron caminando y escoltada por dos hombres a un hospital que quedaba a seis cuadras del taller. Dio a luz un viernes, a su hijo lo llamó Ayrton (igual que al corredor de Fórmula 1 de apellido Senna); el sábado volvió a su centro de reclusión, descansó el domingo y el lunes ya estaba de nuevo sentada al lado de su máquina de costura.

"El tal Eduardo me reñía cuando me levantaba para dar de chupar a mi bebé, es por eso que lo crié con mamadera, porque el patrón dijo que prefería darme un vale de 20 reales para la leche. Él mismo iba a comprarla porque yo tenía prohibida la salida”, rememora.

Cuando terminaron de pagar la ‘deuda’, el marido de Mendieta logró que le den permiso para salir un sábado en la tarde. Se encontró con otros bolivianos y visitó sus casas y en una de ellas escuchó a través de una radioemisora conducida por bolivianos que aconsejaban que no tengan miedo a la Policía y que podían caminar por las calles de São Paulo. "Fue como despertar. Nos dimos cuenta que habíamos estado encerrados diez meses", dice Mendieta y muestra una sonrisa que la tenía archivada desde que salió de Bolivia, escapando del desempleo, pero que, como sucede con miles de bolivianos, afirma que se encontró con una vida de perros.

 

Ellos agachan el lomo y otros disfrutan los billetes

 

Los bolivianos son los que hacen el gasto físico y sus patrones y los patrones de éstos -que en muchos casos son ciudadanos coreanos- son los que se llevan las ganancias. La cadena de explotación es la siguiente, según una veintena de testimonios entre autoridades consulares y de Derechos Humanos: un costurero gana entre 10 y 30 centavos de dólar por cada prenda, el dueño del taller recibe cerca de 2 dólares del propietario de la mercadería, que es el que le encarga que le costure miles de prendas y éste las vende a los mercados en por lo menos 20 dólares. La cooperativa La Alameda y la Unión de Trabajadores Costureros de Buenos Aires, revelaron que fabricantes de primer nivel se valen de este sistema de explotación para obtener fabulosas ganancias a costa de la servidumbre de los costureros y sus familias.

 

 

 

 

Roberto Navia Gabriel

El Deber, Santa Vruz

2 de abril de 2007

 

Fotos: Clovis de la Jaille 

*Véase informe completo en http://www.eldeber.com.bo/esclavos/index.html

 

 

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